Breve historia de la escritura. Una carta de Hipatia

Lo que sigue es una ficción, una carta de Hipatia dirigida al futuro, es decir, a nosotros mismos. En ella nos explica lo que fue la Biblioteca de Alejandría y nos hace una pequeña historia de la escritura, el gran invento de los seres humanos. Si alguna vez me encuentro con Hipatia en el lugar al que todos debemos llegar tarde o temprano, le pediré perdón por haber imaginado que es la autora de esta carta. Estoy seguro de que ella me disculpará con una sonrisa.

Mi nombre es Hipatia, aunque mi nombre es lo de menos. No he venido aquí para hablar de mí misma, sino del lugar al que dediqué buena parte de mi vida.
Sí os voy a decir, sin embargo, que soy griega, o mejor quizá, fui griega. Aunque una griega un tanto especial, pues nací lejos de Grecia hace mucho tiempo, unos 1600 años, en una ciudad cuyo nombre, aún hoy, después de tantos años, sigue evocando en mi mente mágicos recuerdos: Alejandría.
Alejandría fue quizá el sueño de otro griego que vivió mucho tiempo antes que yo: Alejandro. Ese Alejandro que la historia conoce como Alejandro el Grande, Alejandro Magno. Su sueño, aunque eso es algo que no todos vosotros habéis entendido bien, no fue conquistar el mundo, sino unirlo, hacer que griegos y bárbaros convivieran en paz. Por eso fundó Alejandría, lejos de su patria. Y la verdad es que, poco tiempo después de su nacimiento, Alejandría se convirtió en una de las ciudades más grandes e importantes de todo el mundo.
A la muerte de Alejandro, uno de sus generales (quizá el más querido por él), decidió instalarse en Alejandría. Allí fundó una dinastía que gobernó durante mucho tiempo, hasta que los romanos hicieron de Egipto una de sus provincias. Durante ese tiempo, Ptolomeo y sus descendientes impulsaron la creación y el desarrollo de la gran Biblioteca de Alejandría, el lugar al que consagré mi vida.
En realidad hacéis mal en llamarle biblioteca. Aquello no fue sólo una biblioteca, sino lo más parecido a eso que hoy conocéis con el nombre de universidad. Entre sus edificios había laboratorios, un observatorio astronómico, un zoológico, aulas... El pensamiento y el conocimiento universales germinaron plenamente en Alejandría.
Pero lo más importante de todo, lo que hizo de esa universidad la más famosa e importante de toda la Antigüedad fue su biblioteca, su colección de libros. O, mejor dicho, su colección de rollos de papiro. Durante mucho tiempo los gobernantes de Alejandría pagaron para que llegaran a la biblioteca todos los libros del mundo. Fletaron naves, crearon funcionarios que buscaran e, incluso, requisaran por todo el Mediterráneo, todos los libros de todas las clases. Y una vez en la biblioteca, fueron copiados y transliterados.
Sí, en la biblioteca se inventaron unas letras, más adecuadas al fino tacto del papiro, que facilitaron enormemente la lectura. Son esas letras que vosotros llamáis minúsculas. Cada libro, cada referencia, cada noticia que tuviera que ver con el saber, se copió sobre papiro en letras minúsculas y se puso al alcance de todos, abandonando la arcilla, la cera y otros materiales mucho más incómodos.
Es verdad que la mayor parte de quienes han recordado el trabajo de la Biblioteca han recalcado el papel que tuvo dentro de ella la investigación relacionada con la ciencia práctica, especialmente la matemática, la geometría y la astronomía. Pero aquí, entre estos muros, hicimos un esfuerzo que, según creo, va más allá de lo que fueron todas las investigaciones, todos los logros en cualquier materia.
En la biblioteca griega de Alejandría nos interesamos, en efecto, por el logro más audaz del ser humano, por la magia más duradera de todas, quizá por la única magia verdadera: la escritura. Estudiamos todos los textos, todos los idiomas, todos los formatos, desde los más antiguos hasta los más modernos, creados, como ya os he dicho, por algunas de las personas que trabajaron en la biblioteca. La Biblioteca de Alejandría fue el final de un viaje que había empezado mucho tiempo antes. Permitidme que os lo cuente en unas pocas líneas.
Entre 3300 y 3100 a. C., en algunas ciudades ribereñas del río Éufrates, aparece un sello cilíndrico en negativo que puede proyectarse sobre la arcilla cuantas veces se quiera. Quizá su aparición se deba a la necesidad de “firmar” o de llevar registros, especialmente de las actividades de los templos. El sello podía rodar por la tablilla de arcilla cuantas veces se quisiera y plasmar los signos con una exactitud sorprendente; después la tablilla se cocía en un horno y la escritura, la primera escritura de la historia, quedaba plasmada para siempre. Algunos de estos documentos han perdurado para siempre.
Sin embargo, pronto hubo necesidad de expresar algo más que registros contables u operaciones comerciales. Los hombres que vivían en las orillas de los grandes ríos Tigris y Éufrates idearon los primeros sistemas de escritura propiamente dichos, que ya no estaban fijados en sellos cilíndricos. Y así, aparecieron los pictogramas. Era una escritura concreta, en la que cada símbolo significaba exactamente lo que representaba: una cabeza de vaca, por ejemplo, seguida de tres palotes significaba “tres vacas”.
Después aparecieron los ideogramas, que implicaban ya un primer esfuerzo de abstracción: un círculo con unas líneas a su alrededor podía representar el sol, pero también la luz o el día; el dibujo de la luna podía representar la oscuridad o la noche. Algunos de estos tipos de escritura fueron practicados también en Egipto.
Con el paso del tiempo, los signos se volvieron cada vez más esquemáticos, alejándose de sus modelos originales. Así apareció la escritura cuneiforme, caracterizada por unos signos que parecen cuñas. Sobre el año 3100 a. C. los habitantes de la tierra de Mesopotamia tenían un sistema completamente elaborado, el primero del mundo: más de 2000 ideogramas. Es la lengua escrita más antigua del mundo.
Sin embargo, la cantidad de signos planteaba un serio problema a la memoria y aumentaba, por tanto, el poder de quienes poseían el secreto de la escritura: los sacerdotes. Este problema, que alejaba a la inmensa mayoría de la población del conocimiento, comenzó a resolverse en la isla de Creta, el lugar en que comienza propiamente la historia de Europa. Allí se elaboró un primer sistema de escritura que iba más allá de los pictogramas o los ideogramas. Era un sistema que representaba sílabas, no ideas o imágenes. Por eso ha sido llamado silabario, porque cada signo, cada símbolo, representa una sílaba.
En Creta se desarrollaron dos silabarios. El primero, conocido con el nombre de Silabario Minoico Lineal A representa una lengua que todavía no hemos logrado entender. Sus signos, desconocidos y misteriosos, permanecen mudos para nosotros, aunque sabemos que muy probablemente representan la lengua de la última sociedad pacífica de occidente.
Poco después, una civilización guerrera, llegada de muy lejos, utilizó el segundo silabario cretense para notar su propia lengua. Es el Silabario Minoico lineal B. Debajo des sus signos, escritos en el año 1500 a. C., se encuentra la primera representación escrita del griego. El Silabario Minoico Lineal B representa la lengua de los griegos micénicos (a los que Homero llamó aqueos) y en sus textos aparecen algunos de los nombres más representativos de la historia de Grecia: dioses como Zeus, Ártemis, Poseidón; héroes como Aquiles, Áyax, Ulises...
Los silabarios representaron un gran avance, pues reducían notablemente el número de signos y posibilitaban que más personas pudieran conocer el secreto de la escritura. Pero el gran paso estaba todavía por darse. Y no se dio por razones culturales sino por una necesidad vinculada con los negocios comerciales. En la costa de Siria, los fenicios, los primeros comerciantes (en sentido moderno) de la historia, se vieron obligados a crear un sistema de signos que les permitiera llevar el control de sus operaciones comerciales, conscientes de que un comercio desarrollado es imposible sin contabilidad. Y la contabilidad es imposible sin la escritura. Así nació el primer alfabeto, el primer sistema de signos que representaban no una idea, ni una imagen, ni una sílaba, sino un sonido, lo que hoy día llamamos un fonema.
El primer alfabeto de occidente apareció en la ciudad de Ugarit, en la costa de Siria, y era simplemente una adaptación de los antiguos signos cuneiformes a las necesidades fonéticas del alfabeto. Con esos signos, los fenicios comenzaron a llevar la contabilidad de sus numerosos negocios.
El número de signos se redujo drásticamente. Pero todavía se redujo mucho más cuando el sistema alfabético comenzó a utilizar lo que propiamente llamamos ya letras. La historia del alfabeto, del primer alfabeto de occidente, es la historia de la aparición de una treintena de letras que sirvieron no para contar una historia o para narrar la secuencia de un descubrimiento, sino para llevar la contabilidad de las operaciones comerciales.
Mas los fenicios dieron el primer paso, pero no el paso definitivo. El momento clave tuvo lugar en Grecia, a finales del s. VIII a. C., quizá en la isla de Rodas. Los signos fenicios fueron adaptados a las necesidades de la lengua griega lo que hizo que se redujeran a sólo 24 letras, entre las que se encontraban algunas que los fenicios desconocían: las vocales. Los griegos inventaron las vocales, sin las que su lengua no hubiera podido representarse por escrito.
Con los signos del alfabeto griego (A, Β, Γ, Δ, Ε, Ζ, Η, Θ, Ι, Κ, Λ, Μ, Ν, Ξ, Ο, Π, Ρ, Σ, Τ, Υ, Φ, Χ, Ψ, Ω) la escritura, que hasta entonces había sido patrimonio de unos pocos privilegiados, pasó a ser patrimonio de todos. El alfabeto griego puso al alcance de cualquiera todo el conocimiento. En realidad, el alfabeto griego hizo que los hombres fueran, por primera vez, verdaderamente libres.
Por eso, poco después de su invención, Homero, el poeta ciego, inició el camino de la literatura en occidente al utilizar los signos tomados del alfabeto fenicio no para llevar las cuentas de ningún negocio, sino para contarnos la historia de un amor y de una guerra. Otros griegos utilizaron el alfabeto para contar la historia, los descubrimientos científicos, la manera de curar una enfermedad o la descripción de los átomos. También para fijar por escrito, para siempre, los primeros códigos de leyes de occidente. En los 24 signos del alfabeto griego se encierra el secreto del conocimiento, de la ciencia, de la justicia y de la libertad. Y, también, el deseo más profundo de la especie humana: su afán por perdurar en el tiempo.
Durante más de 1000 años, los griegos nos esforzamos por escribir sobre todo tipo de materiales: piedra, hojas de palmera, barro, cera, madera...  El esfuerzo de escribir se completó entre los muros de esta biblioteca, donde copiamos en letras minúsculas (α, β, γ, δ, ε, ζ, η, θ, ι, κ, λ, μ, ν, ξ, ο, π, ρ, σ, ς, τ, υ, φ, χ, ψ, ω) todas las obras que habían sido escritas hasta entonces. Y las guardamos con la esperanza de que llegaran hasta vosotros. Las toscas y lineales letras del alfabeto griego se redondearon y dieron paso a un tipo de escritura que ha perdurado hasta vuestros días.
De todos los alfabetos locales griegos (muy parecidos entre sí), quizá el que más trascendencia tuvo fue el que se utilizaba en la localidad de Calcis, en la isla de Eubea; los habitantes de esta ciudad fundaron en el sur de Italia una colonia bien conocida, de nombre Cumas. A través de esta colonia el alfabeto griego de Calcis se convirtió en la matriz de todos los sistemas de escritura itálicos, incluido el etrusco y, por supuesto, el latín.  Y ya sabéis la trascendencia de este hecho.
La historia posterior la conocéis ya perfectamente.
Todo se copió en la biblioteca. Todo se guardó. Todo el conocimiento que había hasta entonces; sobre cualquier materia; sin importar creencias, ni religiones, ni países. Aquella operación verdaderamente gigantesca, comenzó realmente bajo la dirección de un hombre extraordinario, nacido en el norte de Grecia: Dionisio Tracio. Él hizo con la lengua, con la gramática, lo mismo que Euclides hizo con la geometría. En realidad, creo que puedo decir sin exagerar que Dionisio Tracio inventó la gramática. Con él nació lo que vosotros llamáis filología.
Pero también se investigaron los cielos y la tierra. En los estantes dedicados al conocimiento astronómico había un libro de Hiparco con el primer dibujo de las constelaciones y de la luz de las estrellas. Siguiendo las indicaciones de un astrónomo griego de la isla de Samos, Aristarco, empezamos a plantearnos cómo era el lugar en que vivíamos: el planeta tierra. Y nos dimos cuenta de que formábamos parte de un sistema más amplio cuyo centro, según Aristarco, era el sol, no la tierra. Era muy difícil aceptar eso en una época como la mía. Vosotros, dos mil quinientos años después de Aristarco, seguís diciendo que “el sol sale, el sol se pone...” como si todavía no hubierais sido capaces de asumir que es la tierra la que se mueve, no el sol.
Pero hemos perdido los libros de Hiparco, de Aristarco y de muchos otros. Si multiplicáis por cien mil esas pérdidas, os haréis una idea de la grandeza de la civilización griega clásica, y de la enorme tragedia que supuso su desaparición.
Porque todo desapareció. O casi todo. Habéis discutido mucho sobre cómo fue el final de la Biblioteca de mi ciudad y, en realidad, no sabéis lo que pasó. La verdad es que ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, creo que todos fuimos responsables de su destrucción, porque todo lo que hicimos allí dentro, todo lo que supimos, todo lo que investigamos y descubrimos, no sirvió para cambiar la dura vida de la gente común. Cuando las llamas acabaron con el edificio que albergaba los libros, el pueblo no tuvo consciencia de lo que se perdía. No podía tenerla, pues el conocimiento que albergaba la biblioteca no sirvió para liberarlo de sus desdichas cotidianas.
Si la ciencia no es conocida por el pueblo, si lo que se investiga y descubre en los laboratorios y en los centros de investigación (las nuevas bibliotecas de Alejandría) no se pone al alcance de la gente, al servicio de los pueblos, la biblioteca de Alejandría volverá a arder de nuevo ante la indiferencia de la gente.
Está en vuestras manos evitarlo.

Safo de Mitilene

Adrea Gastaldi. Safo

ο]ἱ μὲν ἱππήων στρότον οἱ δὲ πέσδων
οἱ δὲ νάων φαῖσ’ ἐπ[ὶ] γᾶν μέλαι[ν]αν
ἔ]μμεναι κάλλιστον, ἐγὼ δὲ κῆν’ ὅττω
τις ἔραται.
[…]
κε βόλλοιμαν ἔρατόν τε βᾶμα
κἀμάρυχμα λάμπρον ἴδην προσώπω
ἢ τὰ Λύδων ἄρματα καὶ πανόπλοις
πεσδομ]άχεντας.
(Fragmento 16 LP)

Algunos dicen que nada es más hermoso sobre la negra tierra
que una muchedumbre de jinetes o de infantes o de naves;
Mas yo digo que aquel a quien se ama.
[…]
Cómo desearía ver su andar enamorado,
el chispeante brillo de su rostro
antes que los carros de guerra de los lidios
o una muchedumbre de soldados cargados con sus armas.

Estas palabras de Safo, este pequeño fragmento tan alejado del ideal heroico masculino, puede servirnos de introducción al tema que pretendo tratar en este artículo, que no es otro que el de una de las mujeres que, asombrosamente, se asomó al mundo de la literatura escrita y, por alguna razón difícil de explicar, consiguió que su nombre perdurara.
Pues, como mis lectores saben bien, la literatura griega antigua (y toda literatura) está llena de nombres masculinos y casi vacía, por no decir desierta, de nombres de mujeres. Es lógico, pues la sociedad de la Grecia antigua era una sociedad de hombres en la que las mujeres vivían confinadas en sus casas, dedicadas al trabajo doméstico y, sobre todo, a la producción de hijos. Esta situación de confinamiento era esencial para el asentamiento y la supervivencia de la sociedad patriarcal indoeuropea.
Por eso es verdaderamente sorprendente que nos hayan llegado algunos nombres de mujer vinculados a la literatura, especialmente en el siglo VI a. C.: Telesila, Mirtis, Praxila y la beocia Corina, que vivió en el siglo. V. a. C. Mas entre todos esos nombres hay uno que brilla con luz propia, que ha desafiado leyendas y mentiras, prejuicios e, incluso, ataques inicuos y crueles. Me refiero a Safo, la mujer cuyo nombre y el de su patria (la isla de Lesbos) han sido asociados por la tradición a la práctica del amor homosexual entre mujeres. Voy a detenerme un poco en ella.
¿Quién era en realidad Safo? Sólo puedo decir que era una mujer excepcional que, muy probablemente, desafió buena parte de las convenciones de su época. Quizá por eso la tradición, incapaz de terminar con su recuerdo, intentó hacer de ella un ejemplo asumible. Quizá por eso la tradición ha tenido siempre un enorme interés por hacer de ella un modelo asimilable desde el punto de vista masculino, asociándola sin el más mínimo escrúpulo a la figura de Faón, el hombre del que, según cuentan, se enamoró perdidamente. Como él no correspondió a su amor, Safo se suicidó arrojándose al mar desde una roca.
Nunca he creído esa historia. Siempre me ha parecido un invento interesado cuya finalidad era convertir a Safo en una mujer “normal”, tan sujeta a sus pasiones como para ser capaz de suicidarse por un hombre.
En realidad, lo que la tradición histórica ha debatido siempre es si Safo era, como afirma la Suda, una especie de maestra rodeada de alumnas, una mujer “casera y trabajadora” (P. Oxy. 2506, fr. 48) o, incluso, como se ha dicho con frecuencia, una especie de madame al frente de un grupo de hermosas cortesanas que no sólo se entregaban al placer heterosexual (pagado) con los hombres sino que, en sus ratos libres, no rehuían los placeres homosexuales entre ellas. Ésta opinión, groseramente malvada, está basada en algunos fragmentos de la propia poetisa, como el que reproduzco a continuación. A mi juicio se trata de algunos de los versos más hermosos que se han escrito en griego y, si no me equivoco, de la primera descripción de los síntomas físicos que produce el amor. Safo parece despedirse de una mujer con la que ha mantenido una relación íntima. La razón de la despedida que es la boda de su amiga.

Igual que los dioses me parece ese hombre
que está sentado frente a ti y cautivo te escucha
mientras le hablas con dulzura y le sonríes llena de deseo.
Y eso me ha desmayado el corazón en el pecho:
pues si te miro un solo instante
entonces no puedo, aunque hable, pronunciar ni una palabra;
mi lengua, así callada, se quiebra
y, de repente, debajo de mi piel, un tenue fuego me recorre;
nada veo con mis ojos, mis oídos zumban,
un helado sudor me envuelve, un temblor entera me sacude;
y estoy pálida, más que la hierba.
Siento que me falta poco para quedarme muerta.

(Fragmento 31 LP)

Versos como estos han ligado a Safo para siempre a la práctica del amor homosexual y han llenado su biografía de rasgos negativos. Sin embargo, el “morbo” que esta extraordinaria mujer ha despertado entre sus jueces masculinos no ha conseguido distorsionar irremediablemente su recuerdo.

Safo de Mitilene. Museo Arqueológico de Estambul.
Busto de la poetisa Safo de Mitilene. Museo Arqueológico de Estambul. Esmirna. Copia romana de una escultura perteneciente al Período Helenístico. Invt. 358 T Cat. Mendel 626.
En efecto, la figura de Safo siempre ha estado teñida por colores completamente opuestos. De un lado, fue una mujer apreciada, al menos, por lo que podríamos llamar la comunidad intelectual de Mitilene, capital de la isla de Lesbos, tal como parece desprenderse de un comentario conservado en el P. Colon 5860 (que cita a Calias, un gramático mitilenio del siglo III a. C.). En él se nos dice que solía educar a las jóvenes procedentes de la nobleza de Lesbos y de toda Jonia en general, y que profesaba un auténtico culto a la areté o “virtud”.
Sin embargo, frente a este tipo de informaciones positivas (más bien escasas) aparecen otras de tinte claramente negativo, que finalmente calaron en toda la tradición posterior. Así, por ejemplo, una biografía (conservada en el P. Oxy. 1800, fr. 1) dice que “es acusada por algunos de depravada y amante de mujeres”. Las luces y las sombras adornaron desde el principio el recuerdo de Safo, aunque éstas últimas se fueron alargando cada vez más.
Algunos autores antiguos, como el gramático Dídimo, llegaron a preguntarse sin rubor si Safo había sido simplemente una prostituta, tal y como ha recogido Séneca en una de sus Epístolas (88.37). En esta misma epístola el autor cordobés afirma, de paso, que Dídimo se planteaba también “si Anacreonte (otro poeta lírico, aunque posterior) vivió entregado más a la voluptuosidad que a la bebida”, lo que desgraciadamente parece indicarnos que la costumbre de hurgar en la vida privada de los demás, especialmente si son famosos, tenía ya en la Antigüedad algunos partidarios. De tales individuos, tan presentes en todos los medios de comunicación de nuestro tiempo,  el propio Séneca llega a decir, con la ironía que le caracterizaba, que “nunca aprenden lo necesario por haber aprendido lo superfluo”.
Cuando el cristianismo comenzó a tener influencia oficial en la vida pública, las insinuaciones se trocaron en ataques, hasta el punto que un tal Ninfodoro  afirmaba (en Ateneo 596 F), tratando de hacer equilibrios, que había dos Safos en realidad: una, la poeta, nacida en la ciudad de Mitilene y otra, la prostituta, nacida en Éfeso. En fin, hasta Wilamowitz, el gran filólogo alemán, llegó a decir que era la severa regente de un pensionado de señoritas.
Personalmente, estoy de acuerdo con Máximo de Tiro (hombre del siglo II d. C.) cuando compara a Safo con Sócrates desde el punto de vista pedagógico. Y la comparación la establece de una manera simple y contundente: la pedagogía de Safo está dirigida a las mujeres; la de Sócrates a los hombres.
El delito de Safo es haber sido acusada por la tradición de ser homosexual, una acusación completamente extraña para cualquier griega o griego antiguos. El amor sáfico (o lésbico) es probablemente el amor más puro que pueda imaginarse, pues se planteaba fuera del contexto reglado de la sociedad, fuera del matrimonio.
El amor, desde luego, no formaba parte del universo de razones que inducen a un matrimonio. Por el contrario, el hecho de “ser casadas” (el verbo siempre aparece en pasiva en griego cuando el sujeto es la mujer) equivalía para la mayoría de las mujeres a ser abandonadas en un territorio hostil en el que el hombre, el marido, era un verdadero enemigo armado legalmente hasta los dientes. Y en ese territorio las reglas claves para una mujer tenían que ver con la supervivencia, no con los sentimientos. Las mujeres sobrevivieron en ese territorio hostil, igual que sobrevive un soldado dentro de las líneas del enemigo.
En una sociedad así, si una mujer deseaba amor, amor simplemente, no contaminado, puro, debía buscarlo fuera del matrimonio y, por lo tanto, lejos de los hombres. Debía buscarlo en otra mujer y acostumbrarse a vivir en dos mundos radicalmente diferentes pero forzosamente compatibles. Safo podía amar a otra mujer que formara parte de su grupo y, a la vez, mantener una vida familiar y un matrimonio, pues se trataba de universos completamente diferentes que sólo ocasionalmente establecían puntos de contacto. Safo estuvo casada con Cércilas de Andros, tuvo una hija de nombre Cleis y, a la vez, amó intensamente a las mujeres de su círculo y criticó a rivales como Andrómeda y Gorgo, que debían de dirigir otros grupos de muchachas parecidos al suyo.
La Grecia antigua era otro mundo, muy distinto del nuestro, sin el filtro de una religión (y de una cultura) que habría de condenar cualquier conducta homosexual como una práctica aberrante o, incluso, como una enfermedad.
Quizá el lector entienda mejor ahora los versos que ya ha leído al comienzo de este artículo o el que le propongo a continuación:

Estrella del ocaso, que recoges todo cuanto dispersó
la Aurora clara;
recoges a la oveja,
recoges a la cabra.
Mas de su madre a la hija separas.

(Fragmento 104a LP)

O este fragmento bellísimo, de una sensibilidad exquisita y atemporal:

οΤον τό γλυκύμαλον έρεύθεται άκρωι έπ’ ύσδωι,
άκρον έπ’ άκροτάτωι, λελάθοντο δέ μαλοδρόπηες·
ού μάν έκλελάθοντ’, άλλ’ ούκ έδύναντ’ έπίκεσθαι

Como la manzana que, roja, se empina en la alta rama,
en lo alto de la más alta rama. Los cosecheros la olvidaron.
No, no la olvidaron. No pudieron alcanzarla.

(Fragmento 105a LP)

Y, finalmente, este último fragmento, melancólico, recuerdo de la juventud perdida para siempre:

(νύμφη), παρθενία παρθενία ποΤ με λίποισ’ άποίχηι;
(παρθενία), ούκέτι 1·ήξω προς σέ| ούκέτ’ ήξω.

- Virginidad, Virginidad. ¿Adónde te has ido, abandonándome?
- Ya nunca volveré a ti, nunca volveré.

(Fragmento 114 L-P)