La fragilidad de la memoria

En estos días de relativo descanso, oyendo a los comentaristas políticos y a los propios políticos, representantes del pueblo, no he podido evitar pensar, de nuevo, en el último tercio del siglo II a. C., una época enormemente parecida a la nuestra, y en uno de sus protagonistas, el tribuno de la plebe Tiberio Graco.
Tiberio, como su hermano Gayo, más joven, era hijo de Cornelia, hija, a su vez, de Publio Cornelio Escipión, “El Africano”, vencedor de Aníbal. Creció viendo cómo se transformaba Roma, convertida en una potencia mundial, y cómo el éxito económico aniquilaba por completo la economía tradicional, basada en la pequeña propiedad de la tierra, detentada por ciudadanos libres, y convertía el suelo de Italia en una sucesión de grandes latifundios, propiedad de unos cuantos grandes propietarios que cultivaban sus tierras con mano de obra esclava.
Tiberio pudo comprobar esta realidad cuando, camino de Hispania, vio los campos de Etruria abandonados o atestados de esclavos que trabajaban para los grandes propietarios.
Corría el año 133 a. C. cuando fue elegido tribuno de la plebe, el sagrado representante de la plebe romana, obligado a defenderla y auxiliarla ante los abusos de los poderosos patricios. Decidido a detener el drama social que estaba produciendo el éxito económico, presentó ante el pueblo romano un proyecto de ley que pretendía repartir la tierra, en pequeños lotes, entre todos los ciudadanos necesitados.
El día de la votación, Roma se llenó de campesinos pobres, de aliados itálicos y de esa masa de plebe urbana inmigrante, desclasada, que veía en aquel proyecto de ley una oportunidad de supervivencia. Las palabras con que Tiberio presentó la ley, afortunadamente conservadas, siguen emocionándome todavía hoy:
“Las fieras que discurren por los bosques de Italia tienen cada una su guarida y su cueva. Mas aquellos que luchan y mueren por Italia sólo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más, puesto que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres.
Mienten los caudillos cuando en las batallas exhortan a sus soldados a combatir contra el enemigo por sus aras y sus sepulcros, porque, de un gran número de romanos, ninguno tiene ara, patria, ni sepulcro de sus antepasados, sino que por la codicia y la riqueza de otros luchan y mueren. Y cuando se dice que son señores de todo el mundo, ni siquiera tienen un puñado de tierra propio”.
La ley iba a aprobarse, pero uno de sus colegas, el tribuno Octavio, al servicio de los intereses del senado, levantó el brazo y utilizó el sagrado derecho de veto, propio del tribuno. La ley no se discutió. La asamblea se disolvió.
Días después, fracasados todos los intentos de acuerdo, Tiberio recurrió de nuevo a la asamblea, pronunciando un discurso de eterna vigencia, emocionante, profundo, que debería ser leído en todos los parlamentos del mundo hoy día. Fue un discurso contra su colega Octavio, que había impedido con su veto la aprobación de su ley agraria:
“Un tribuno es sacrosanto e inviolable, a causa de que se consagra al pueblo y es del pueblo defensor. Mas, si cambiando de conducta, ofende al pueblo, ese tribuno disminuye su poder; él mismo es quien se despoja de su dignidad, no haciendo aquello para lo que fue elegido. ¿Y no sería cosa repugnante que el pueblo no pueda despojar de su autoridad al tribuno cuando éste abusa de ella contra el mismo de quien la recibió? No es, pues, conforme a justicia que el tribuno que comete injusticia contra el pueblo conserve la inviolabilidad que en favor del pueblo le es dada, porque él mismo destruye la autoridad que le hace poderoso”.
¡Cuánto pienso en estos días en Tiberio Graco! ¡Cómo me gustaría poder viajar en el tiempo y escuchar esas palabras, pronunciadas hace más de dos mil cien años ante los comicios! ¡Qué frágil nuestra memoria al olvidar lecciones como ésta!
Tiberio fue reelegido y, en medio de grandes dificultades, puso en marcha la comisión que habría de hacer el reparto de las tierras. Pero el senado consideró que su reelección era inconstitucional y, con todos sus recursos, se dispuso a combatir lo que consideraba un movimiento sedicioso. Hubo tumultos. Hubo acusaciones falsas. Hubo rumores y, finalmente, Tiberio fue arrollado por la multitud que huía de la turba que, al mando de Escipión Nasica, atacó a los partidarios del tribuno.
Se le negó el derecho de un entierro digno. Su cuerpo, maltrecho, y el de muchos de sus partidarios, fue arrojado de noche a las aguas del Tíber.
Hoy recuerdo con emoción a Tiberio Graco. Hoy cuento un poco de su historia, con la esperanza de que nuestra memoria no sea tan frágil, no dure tan poco.
Bernardo Souvirón

Claves del pasado para entender el presente. 
Organizado por Andrea Souvirón M. y Gabriel Lucas B.