Regreso al futuro. La democracia ateniense (III)

En este artículo pretendo seguir explicando a mis lectores el largo y tortuoso camino que los atenienses tuvieron que recorrer para terminar con la sociedad gentilicia y construir la sociedad democrática. A mi juicio, el paso decisivo en este camino lo dio un legislador peculiar, cuyo oficio era el de poeta. Su nombre forma parte de todo lo que nos dignifica como seres humanos. Su nombre era Solón.

Solón, el poeta, el legislador, "el lobo en medio de los perros".
Solón, el poeta, el legislador, "el lobo en medio de los perros".

Un nuevo sistema: la timocracia


Creo que lo he dicho otras veces, pero no me importa repetirlo una vez más. Solón es uno de esos personajes a los que admiro profundamente. Su aparición en la historia de Atenas cambió el rumbo de los acontecimientos para siempre.
Decidido a terminar el trabajo comenzado por Dracón, introdujo a comienzos del siglo VI a. C reformas que, realmente, propiciaron el principio del fin del sistema gentilicio.
La primera de todas fue la naucraría (ναυκραρία). No sabemos con seguridad si las naucrarías existían ya desde época anterior, pero de ser así, Solón las potenció enormemente como las primeras unidades administrativas basadas en un principio de subdivisión territorial. Es decir, por primera vez el pueblo fue dividido con un objetivo exclusivamente social que se basaba en la convivencia territorial y no en la relación gentilicia de parentesco. Cada tribu (φυλή) fue dividida en doce naucrarías.
Pero Solón se atrevió a algo mucho más revolucionario: dividió la sociedad ateniense en clases sociales que no tenían nada que ver con la estructura gentilicia, sino con un criterio económico. Creo que éste es el punto esencial de su reforma, y va mucho más allá de lo que, en apariencia, puede suponerse. Veamos.
El sistema creado por Solón fue llamado, desde antiguo, timocracia, es decir, gobierno basado en el “honor” (τιμή). Platón, el primer autor que utiliza el término, lo considera un sistema político “puro”, el menos afectado por la corrupción propia del Estado. Para que el lector se haga una idea, diré que la mayoría de los antiguos griegos consideraban a Esparta como el modelo típico de un sistema timocrático.
Mas la gran revolución de Solón consistió en dar a la palabra timé (τιμή) un significado que, en este contexto político, tenía muy poco que ver con el modelo espartano, heredado de la mentalidad heroica transmitida por Homero, pues, a primera vista, un sistema de gobierno basado en el honor parece claramente vinculado a la sangre y, por lo tanto, a la estructura gentilicia, y muy poco a las naucrarías, unidades territoriales y no gentilicias.
La gran innovación de Solón consistió en no vincular el honor a la sangre, a la preminencia en un génos o, ni siquiera, a la posesión de tierras. Solón vinculó el honor y, por tanto, el derecho a ejercer cargos públicos, a la producción de la tierra, no a su posesión. De esta manera, dividió a la sociedad ateniense en cuatro clases sociales que, como acabo de decir, estaban vinculadas a la producción de la tierra en medidas de cereal o aceite. El resultado fue éste:
  • 1ª clase o Pentakosiomedímnoi (πεντακοσιο-μέδιμνος ov), es decir, aquellos que podían producir, al menos, quinientos medimnos (unidad de medida) de cereal. Tal producción implicaba la posesión de unas 15 hectáreas de tierra productiva.
  • 2ª clase o Triakosiomedímnoi (τριακοσιο-μέδιμνος ov), quienes podían producir trescientas medidas de cereal, para lo que se necesitaban 8 hectáreas de tierra productiva. Esta clase fue conocida también con el nombre de Hippeís (ἱππεῖς) ‘Caballeros’, pues quienes pertenecían a ella podían costearse un caballo y el equipo necesario para servir en la caballería del ejército de Atenas.
Según las reformas introducidas por Solón, sólo quienes pertenecían a estas dos clases sociales podían ser arcontes (cargos públicos de primer nivel) o formar parte del tribunal del Areópago. Lo importante, sin embargo, fue que, con la reforma de Solón, había que producir. Ya no bastaba con poseer tierras. El poder político estaba ligado a la producción y, por lo tanto, a la aportación que, mediante los impuestos, cada ciudadano entregara al Estado.
Ahora la palabra τιμή empezaba a desligarse del código heroico establecido por los guerreros micénicos y transmitido de forma magistral por Homero. El honor no estaba en la posesión de grandes extensiones de tierra. El honor estaba en la producción de la tierra y, por tanto, en la aportación que los propietarios de tierras proporcionaran al Estado.
  • 3ª clase o Zeugitas (ζευγῖται) o ‘Poseedores de una yunta de bueyes’. Esta palabra deriva de ζυγόν (latín iugum, español ‘yugo) y hace alusión a los ciudadanos que, literalmente, ‘poseían una yunta de bueyes’, con la que podían arar cinco hectáreas de tierra y producir, al menos, doscientos medidas de cereal, por lo que también eran conocidos como los Diakosiomédimnoi (διακοσιο-μέδιμνος ov). Los Zeugitas formaron el grueso del ejército de Atenas, pues podían costearse el equipo propio de un hoplita, soldado de infantería pesada.
  • 4ª clase o Tétes (θητικοί), población integrada por quienes carecían de tierras y, por tanto, trabajaban en explotaciones agrícolas en calidad de asalariados. Sus mujeres trabajaban normalmente como sirvientas o nodrizas en casas particulares. Eran hombres libres pero, con frecuencia, estaban excluidos de las estructuras gentilicias y no pertenecían a ninguna fratría o génos, por lo que estaban realmente desprotegidos y, con frecuencia, se veían obligados a pagar sus deudas con su propia libertad.
Los Tétes integraban el grueso de la armada ateniense, donde servían como remeros, por lo que llegaron a tener un peso decisivo en la futura democracia. También servían en la infantería como tropas auxiliares, pues no podían costearse el equipo de un hoplita. No podían acceder a los cargos públicos, pero, a cambio, formaban parte de la Asamblea y, sobre todo, estaban exentos del pago de impuestos.
Esta es, en esencia, la reforma de Solón. Supongo que el lector es capaz de calibrar lo que supuso en la sociedad ateniense del siglo VI a. C. A mi juicio Solón llevó a cabo una transformación titánica en una época dificilísima, cargada de violencia. Pero hizo algo más. Algo que lo dignifica por encima de todas sus reformas. Algo que se define con una palabra que, hoy día, empieza a aplicarse en la Grecia moderna en relación con su deuda.

Solón y la Grecia moderna: la Seisákhtheia (σεισάχθεια)


Lo que realmente hace que mi admiración por Solón sea tan grande no tiene que ver con su reforma política. Tiene que ver con una medida de contenido estrictamente humano. Tiene que ver con la concepción humanística de los antiguos griegos, con la consideración de que el ser humano está por encima de todas las cosas. Veamos.
El número de Tétes se vio incrementado a comienzos del siglo VI a. C. por una multitud de pequeños y medianos propietarios que, endeudados por completo, tuvieron que vivir cultivando su propia tierra en beneficio de un acreedor. Fueron llamados hectémoros (ἑκτήμοροι), pues sólo podían quedarse con una sexta parte de su producción; el resto debía de ser entregado a los acreedores.
A veces, ni siquiera así podían satisfacer los plazos de su deuda. Entonces los acreedores tenían derecho a convertirlos en esclavos, venderlos y, de esta manera, conseguir que su deuda quedara cancelada.
Solón se propuso poner fin a esta situación de una manera que, todavía hoy, me produce la emoción propia de las gestas heroicas; de las gestas verdaderamente heroicas. Promulgó la seisákhtheia, es decir, la abolición de las deudas y, a la vez, la liberación de todo aquel que hubiera sido esclavizado por deudas. Fue entonces cuando creó la cuarta clase social, los Tétes, para poder integrar en el nuevo sistema social a todos los que habían podido recuperar la libertad perdida gracias a su decreto de seisákhtheia.
Es difícil calibrar hoy lo que significa este decreto de Solón. Es difícil, pero podemos intentarlo si dirigimos nuestra mirada a la Grecia moderna, esclavizada por su deuda. Supongo que cada lector puede imaginar la epopeya de Solón si la “contextualiza” en el mundo de hoy, veintisiete siglos después de que promulgara su seisákhtheia.
En cualquier caso, tenemos la fortuna de conservar parte de su obra, de sus versos. En uno de sus poemas describe con palabras conmovedoras todo el proceso que estoy describiendo. Oigámoslas de nuevo, testigos, símbolos imperecederos de la grandeza de un hombre y de una civilización:
Arranqué de la negra tierra los mojones hincados por todos los lugares; los mojones de una tierra que antes era esclava y ahora libre. Devolví a Atenas, nuestra casa, [...] a muchos hombres que habían sido vendidos con razón o sin ella y a otros que, obligados a exiliarse por su extrema pobreza, habían olvidado ya la lengua de su patria. A quienes aquí mismo sufrían una  esclavitud vergonzosa, temblando ante el humor de sus amos, los hice libres, tratando de poner en armonía la fuerza y la justicia [...]

También escribí leyes, igual para el plebeyo que para el noble, aplicando a ambos una justicia recta [...] pues si yo hubiera hecho un día lo que a unos agradaba, y lo que a los contrarios al día siguiente, esta ciudad hubiera quedado viuda de muchos hombres. Así que, buscando ayuda en todas partes, me revolví como un lobo en medio de los perros. (Solón, 24D)
“Me revolví como un lobo en medio de los perros”. Quizá estas palabras reflejan mejor que ninguna otra cosa la violencia a la que debió enfrentarse Solón. Quiero terminar con sus palabras este artículo.
Ojalá pudieran llegar a estos despiadados acreedores que, ufanados en su efímero éxito presente, castigan a los griegos sin saber, sin entender, sin siquiera imaginar que en las tierras áridas, secas, aparentemente improductivas de toda Grecia late, desde hace miles de años, la esperanza de todos los hombres.

Nota

Las palabras con caracteres griegos de este texto han sido corregidas por un alumno de Bernardo. Debido a problemas de código html. Si existiera algún error en su significado real es debido a mi. El autor de la publicación es Bernardo Souvirón.

El destino de Grecia. El destino de Europa

Los griegos acaban de pronunciarse en las urnas. Néa Demokratía (el PP griego) ha obtenido el 30% de los votos, Syriza, la izquierda emergente de A. Tsipras, roza el 27% y el PASOK (Partido Socialista Panhelénico) se queda en el 12%. La abstención ronda el 40% y el partido de ultraderecha Aurora Dorada acaricia el 7% de los votos emitidos, sólo cinco punto por debajo del partido socialista. Éste podría ser el resumen de los datos más importantes de las elecciones de ayer.
En realidad, el miedo, ese compañero indeseable de todos nosotros, ha triunfado de nuevo. Con un poco de aritmética parlamentaria, los dos partidos responsables de la ruina de Grecia y de la desesperación de sus habitantes, los dos partidos que han acaparado el poder desde la caída de la dictadura de los coroneles en 1974, volverán a gobernar de nuevo. Los responsables de la corrupción generalizada, del clientelismo y el nepotismo que han colapsado la conciencia de la administración griega, los responsables de haber metido al pueblo griego en una pesadilla inacabable, volverán a gobernar.
De los dos partidos, la responsabilidad del PASOK (al que los griegos identifican con la corrupción desde los años ochenta) es verdaderamente extraordinaria. Un partido socialista (?) que ha renunciado a su ideario, que ha cedido a la presión del capitalismo especulativo más radical a costa de poner al pueblo griego ante el abismo de la desesperación, ha pasado en apenas tres años de tener el 44% de los sufragios en las elecciones de 2009 (después de ocho años de gobierno de la Néa Demokratía) al 12% en las elecciones de ayer. No parece que esto les importe a sus dirigentes actuales, incapaces de reconocerse, ni de lejos, en la historia de su propio país.
Y, de nuevo, la Néa Demokratía en el poder. El partido que  creyó que todo valía, que Grecia era un territorio que enfangar con todo un derroche de corrupción y, si se me permite la expresión, de estupidez política; el partido de los que se vieron deslumbrados (como el PASOK) por el brillo de una moneda que, finalmente, se ha revelado como la antesala de un nuevo infierno, infinitamente más dantesco que el antiguo hades: el infierno de los mercados. El partido que, como la mayoría de los partidos europeos, todavía no ha comprendido que los mercados son insaciables, que no se detendrán ante ninguna concesión, que son capaces de condenar a gobiernos, instituciones y ciudadanos, que anteponen sus propios beneficios a cualquier otra cosa, aunque ésta sea, por ejemplo, la destrucción de la Seguridad Social en Grecia y la muerte, inexorable y lenta, del modelo social surgido después de los horrores de la guerra.
Mas Europa ha reaccionado con alivio. La victoria de Néa Demokratía “es una buena noticia para Europa, Grecia y España”, ha declarado Mariano Rajoy. ¿Por qué? ¿Qué razón hay detrás de estas palabras? ¿Por qué la victoria de un partido que ha engañado a sus socios, que ha falseado las cuentas del Estado, que ha destruido el precario bienestar de sus ciudadanos es una buena noticia? Me temo que las palabras de Rajoy y las de los demás dirigentes y políticos europeos no son más que una desdichada muestra de solidaridad entre oligarcas.
Es difícil explicar lo que ha sucedido en estas elecciones en Grecia. Y es imposible prever lo que ha de suceder no sólo en Grecia, sino en toda Europa. Puedo percibir el miedo de los griegos, de toda la sociedad griega, un miedo lanzado contra ellos por quienes hoy detentan el poder en Europa con una arrogancia propia de bárbaros despiadados.
Estamos ante un momento de retraimiento. La historia de Europa, tras alumbrar a todo el mundo con su luz cegadora, está apagándose de nuevo. Después de décadas de razón, marcadas por el desarrollo de una sociedad más abierta de lo que ha sido ninguna otra a lo largo de toda la historia humana, después de descubrimientos científicos sin precedentes que presagiaban la esperanza de un mundo más justo, más feliz, después de haber conquistado derechos por los que varias generaciones de europeos dejaron su sangre en los campos de batalla, en las cárceles o en los campos de exterminio, estamos viviendo hoy los síntomas, claros y precisos, de un nuevo retraimiento.
Cuando pienso en tales cosas siempre recuerdo las palabras que el maestro E. R. Dodds escribió al final de un libro que podría servir de título a este artículo: Los griegos y lo irracional (Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 238). Permítanme que reproduzca aquí sus palabras, certeras, casi proféticas, cargadas con la modestia y con la inmensa sabiduría de un verdadero sabio:
“¿Qué significan este retraimiento y esta duda? ¿Es la vacilación que precede al salto, o el comienzo del pánico fugitivo? Sobre una cuestión de tal naturaleza un simple profesor de griego no es quién para opinar. Pero puede hacer una cosa. Puede recordar a sus lectores que una vez en la historia un pueblo cabalgó hacia ese mismo salto, cabalgó hacia él y rehusó darlo. Y puede rogar a sus lectores que examinen todas las circunstancias de esa negativa.

¿Fue el caballo el que se negó, o el jinete? Esta es en realidad la cuestión crucial. Personalmente creo que fue el caballo, es decir, los elementos irracionales de la naturaleza humana que gobiernan sin nuestro conocimiento una parte tan grande de nuestra conducta y una parte tan grande de lo que creemos nuestro pensamiento. […] Los hombres que crearon el primer racionalismo europeo no fueron nunca ‘meros’ racionalistas, es decir, fueron profunda e imaginativamente conscientes del poder, el misterio y el peligro de lo Irracional. Pero sólo podían describir lo que acontecía por debajo del umbral de la conciencia en lenguaje mitológico o simbólico; no tenían instrumento alguno para entenderlo, menos aún para controlarlo, y en la Época Helenística muchos de ellos cometieron el error fatal de creer que podían ignorarlo. El hombre moderno, por el contrario, está empezando a adquirir ese instrumento. Está todavía muy lejos de ser perfecto, y no siempre se le maneja con habilidad; en muchos campos, incluso en el de la historia, sus posibilidades y sus limitaciones están aún por probar. No obstante, parece ofrecer esperanzas de que, si lo usamos sabiamente, llegaremos por fin a comprender mejor a nuestro caballo; de que, comprendiéndolo mejor, podremos, mediante un entrenamiento mejor, vencer su miedo, y de que, venciendo el miedo, caballo y jinete darán un día ese salto decisivo, y lo darán con éxito”.
Ingenuamente, creí que Grecia, de nuevo, estaba a punto de dar ese salto. Mas el miedo, el miedo irracional que ha ido contagiando poco a poco a buena parte de la sociedad griega, el miedo irrazonable que está a punto de atraparnos también a quienes hasta ahora esgrimíamos como escudo un irracional “nosotros no somos Grecia”, ha empezado a cumplir bien su papel, incluso entre quienes creían que los “miedosos” eran otros.
Como Dodds, no soy quién para poder explicar lo que está pasando. Pero sé que, en lo fundamental, ya ha pasado. Me temo que el salto decisivo, el salto mediante el cual jinete y caballo librarán para siempre el abismo de la injusticia, la sinrazón, el abuso, el cinismo y la desfachatez que caracterizan a nuestros dirigentes, deberá todavía esperar, pues el jinete se ha contagiado del miedo de un caballo que, desbocado, galopa asustado hacia el sucio establo que creía haber abandonado para siempre.

Regreso al futuro. La democracia ateniense (II)

En el artículo anterior veíamos que la sociedad ateniense estaba organizada, en sus orígenes, en una serie de estructuras gentilicias. Desde tiempo inmemorial, toda reforma política y social estuvo orientada a terminar con este sistema gentilicio basado en los orígenes y en la sangre, que resultaba un obstáculo casi insalvable para abordar los cambios que, inevitablemente, tenía que afrontar la sociedad ateniense.

El mítico Teseo y el "sinecismo"


La arqueología moderna ha establecido que, con cierta frecuencia, hubo problemas serios entre las πόλις, pues en muchos lugares del Ática hay rastros de fortificaciones, batallas y guerras que no pueden ser explicadas por la presencia de un enemigo externo.
En cualquier caso, parece razonable suponer que,  en un mundo en que no había leyes en un sentido estricto, sino costumbres inveteradas que eran transmitidas, respetadas y aplicadas por los jefes de cada una de las organizaciones, el sistema gentilicio tenía en su seno el germen de la violencia. En un mundo así, los desacuerdos entre miembros de géne diferentes derivaban con frecuencia en enfrentamientos generalizados, pues la respuesta a tales desacuerdos nunca era individual, sino del grupo entero.
La tradición atribuye al mítico rey Teseo, el vencedor del minotauro, el proceso que llevó a la unificación de todos los pobladores del Ática en torno a la ciudad-estado (πόλις) de Atenas. Este proceso es conocido por el término sinecismo (συνοικισμóς), palabra que literalmente significa ‘cohabitación’ y que, en el contexto que estamos  estudiando, podríamos traducir como 'casa común'. Quizá este proceso, mediante el cual varias aldeas confluyen en una ciudad explica que buena parte de las ciudades griegas (Atenas, Tebas, Delfos...) sean designadas por su nombre en plural.
En el caso de Atenas (y de otras póleis), se produjo también lo que podríamos llamar un sinecismo religioso en torno a la figura de Atenea, la diosa que, por esta razón, prestó su nombre a la nueva ciudad.
Independientemente de la tradición mítica, el sinecismo ateniense debió de producirse entre los siglos IX y VIII a. C., época en que se integran en la nueva Atenas las aldeas de la costa, la llamada Parália (παραλία), término que significa literalmente ‘junto al mar’. Este proceso histórico está reflejado en el mito del enfrentamiento entre Atenea y Poseidón por la posesión y el patrocinio de Atenas.
En efecto, el choque real entre los habitantes de la llanura, el grupo llamado  el Pedíon (πεδίον, ‘llanura’) dedicados especialmente al cultivo de olivos, y los de la Paralia (dedicados a las tareas del mar y al comercio) debió de resolverse a favor de aquellos, pues el olivo, mítico regalo de Atenea, fue aceptado por los habitantes de la nueva ciudad antes que el regalo (un manantial de agua salada) ofrecido por el poderoso dios del mar.
El sinecismo ateniense debió de completarse cuando se unieron al proceso las aldeas de las montañas, la Diácria (Διακρία). Se trataba de una población de pastores y ganaderos de cabras y ovejas.
Así pues, en los albores de una época que habría de cambiar para siempre la historia de toda Grecia (la época de la gran colonización griega), los habitantes de la región de Ática (los de la llanura, los de la costa y los de la montaña) dieron un primer paso, difícil y costoso, que, a la larga, habría de hacerlos más fuertes: se unieron, adquiriendo la conciencia de que era más aquello que los unía que aquello que los separaba y otorgándose un nuevo marco en el que vivir: una πόλις a la que llamaron Ἀθῆναι, Atenas.
Lo más importante del sinecismo es que cambió la estructura social para siempre: ahora la sociedad de la nueva Atenas era definitivamente más complicada, y necesitaba nuevas normas que hicieran posible la convivencia entre grupos que tenían intereses y modos de vida muy diferentes. Propietarios de tierra (y campesinos), ganaderos (y pastores) pastores y comerciantes se vieron obligados a tenerse en cuenta unos a otros.
Sin duda, los campesinos del Pedíon se convirtieron en el núcleo del proceso, como era natural en una sociedad fundamentalmente agraria. En realidad, la búsqueda de un equilibrio entre ellos y los demás componentes de la sociedad de la nueva pólis es la esencia del proceso que habría de conducirlos a la democracia.

Un legislador mítico: Dracón


El nombre de Dracón es, todavía hoy, sinónimo de dureza y crueldad, y el adjetivo "draconiano" sigue significando 'duro, cruel, inexorable'. Sin embargo, es muy poco lo que podemos saber de su época, salpicada de leyendas y hundida en todo un mar de referencias míticas.
La tradición sitúa a Dracón en el siglo VII a. C., una época de grandes descubrimientos pero, también, de grandes convulsiones. Las luchas intestinas de los φυλή eran casi cotidianas y los asesinatos, ordenados por sus jefes, provocaban una espiral de violencia que no parecía tener límites.
En relación con el poder político, los aristócratas, especialmente aquellos que vinculaban su riqueza y su poder a la posesión de tierras (el Pedíon), se disputaban el dominio y sus privilegios atendiendo exclusivamente a los intereses de su génos, pues más allá de éste no había otro horizonte.
En este contexto, de extraordinaria violencia, Dracón recibió el encargo de redactar un código de leyes. No podemos conocer las circunstancias políticas y sociales en que se produjo este hecho ni la razón que llevó a los diferentes jefes de los géne a designar a Dracón para llevar a cabo tal tarea. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que redactó un repertorio de normas de extraordinaria severidad, que prescribía la muerte, por ejemplo, como castigo de un simple hurto.
Desde mi punto de vista, Dracón intentó poner freno a la violencia que se había adueñado de la sociedad resultante del sinecismo, que no había roto con su pasado gentilicio. Y lo hizo intentando que la violencia dejara de ser patrimonio de los clanes. Por esta razón, independientemente de la dureza de las penas, introdujo de una manera inteligente y sutil un principio legal que era completamente revolucionario.
Este principio establecía que la respuesta ante un delito, cualquiera que éste fuera, debía ser de toda la sociedad, producto del sinecismo, y no del génos. Por primera vez, que yo sepa, la corrupción (inherente a todo sistema gentilicio), los robos, los asesinatos... fueron considerados delitos contra la  pólis, contra toda ella, no contra un génos, una familia o una fratría.
De hecho, las leyes de Dracón terminaron con el derecho de venganza del génos, otorgándoselo a toda la sociedad, a toda la pólis, que empezó así a convertirse en el marco de referencia legal. Atenas comenzaba a percibirse como una especie de madre, capaz de proteger a todos sus hijos, fueran del génos que fueran.
Dracón dio, quizá, el primer paso decisivo. El extraordinario rigor de las leyes que promulgó consiguió dar reparación a las familias afrentadas y, probablemente, disuadir a una buena parte de los criminales. Pero lo más importante, lo verdaderamente decisivo fue que, aún en estado naciente, el concepto del derecho individual, de la responsabilidad personal, apareció por primera vez en la nueva Atenas, de manera que el individuo, cualquier individuo, pudo imaginar que era posible sustraerse a la influencia opresiva de su génos y asomarse a un universo donde se columbraban conceptos como la integridad, la conciencia, la independencia y la libertad individuales.
Quizá por esto, la tradición atribuye también al implacable Dracón otra aportación verdaderamente fundamental: la distinción, la frontera entre el homicidio voluntario y el involuntario.
Supongo que mis lectores podrán imaginar las dificultades a las que tuvo que enfrentarse Dracón en una época como aquella. La influencia de los dirigentes de las organizaciones gentilicias era tan grande, tan decisiva, que muchos ciudadanos (no sólo él) debieron de creer que cualquier cambio, cualquier reforma decisiva, era completamente imposible. Sin embargo, a pesar de las presiones y la violencia de quienes, como siempre, se resistían a perder su influencia y sus privilegios, Dracón y, con él, muchos atenienses, plantaron una semilla que no tardaría en germinar.
La sociedad ateniense surgida del sinecismo empezó a vencer, en el siglo VII a. C., su miedo a cambiar, a enfrentarse con un futuro que no estaba escrito en la sangre de las viejas estructuras gentilicias. Fue una proeza, una conquista que no había hecho más que iniciar el camino.
En los artículos siguientes intentaré seguir explicándolo.

Regreso al futuro. La democracia ateniense (I)

En una serie de artículos anteriores que titulé genéricamente "La amenaza de la democracia" he intentado estudiar la serie de factores que, en mi opinión, ha ido, poco a poco, desvirtuando (cuando no prostituyendo) el sentido de la teoría y práctica democráticas. Seguramente, a la luz de los acontecimientos que, en los tiempos que estamos viviendo, se suceden a una velocidad de vértigo, podría añadir alguna reflexión más que ilustrara hasta qué punto estoy convencido de que estamos viviendo una crisis que va mucho más allá de lo económico. En realidad, el factor económico no es más que un síntoma de una enfermedad, larga y penosa, que lleva mucho tiempo enquistándose en el organismo de todo occidente.
En estos días en que parece que todo un modelo de sociedad puede venirse abajo, volver la vista atrás, buscar respuestas en las soluciones que otros seres humanos dieron en circunstancias difíciles, no sólo ofrece un cierto consuelo sino que, con frecuencia, nos hace vivir una extraña paradoja: la sensación de que nuestro futuro se encuentra en el pasado.
En efecto, el largo camino recorrido por los atenienses hasta llegar a la primera democracia de la historia, las enormes dificultades que tuvieron que afrontar y resolver, los factores de generación y corrupción que, con el paso del tiempo, hicieron que fracasaran en su empeño, pueden iluminar en tiempos como los que estamos viviendo el camino de nuestro futuro. Veamos.

El reflejo político de la libertad: la democracia


También hemos visto en artículos anteriores que, en un momento dado (entre los siglos VII y VI a. C.), poco después de que algunos griegos descubrieran la individualidad y la libertad, surgió un nuevo modelo de hombre, al que la sociedad griega llamó σοφός, 'sabio'.
Con el paso del tiempo, de una manera única y desconocida hasta entonces, se planteó la necesidad no sólo de conocer, sino de transmitir sistemáticamente lo que esos hombres llamados 'sabios' habían descubierto. En una palabra, en la antigua Grecia mucha gente se esforzó por transmitir a las generaciones futuras el conocimiento atesorado por los sabios. ¿Cómo podía hacerse tal cosa?
Paralelamente, en los albores del siglo V, surgió en Atenas la necesidad de conservar, primero, y propagar y difundir, después, su forma característica de existencia individual y social. Sólo esto habría sido suficiente para hacer de la antigua Atenas un referente de la historia humana. Sin embargo, lo más importante, según creo, no fue tanto la consciencia de tal necesidad, sino la manera, el procedimiento de llevarla a cabo. Los atenienses llegaron a la conclusión de que el ser humano sólo puede conservar y propagar su forma de existencia individual (individualidad) y social (libertad) si se sirve de los mismos instrumentos mediante los cuales ha llegado a ser un individuo libre: la voluntad consciente y la razón. Con tales instrumentos es posible la libre circulación de las ideas y se transita hacia lo que llamamos humanismo.
Mas el humanismo no es un estado permanente, inmutable, sino dinámico, y ha de conservarse y transmitirse para que permanezca. Por esta razón, la permanencia del humanismo exige la creación de estructuras, de organizaciones que, precisamente, permitan su transmisión y, como consecuencia de ello, su permanencia.
De esta manera, confluyeron en Atenas dos necesidades: transmitir, de un lado, el conocimiento de los sabios y, de otro, la concepción humanística individual y social. El mecanismo por el cual habrían de lograrse ambas cosas fue llamado παιδεία, es decir, ‘educación’.
Así pues, la esperanza de una buena parte de la sociedad ateniense estuvo depositada en el hecho de que el conocimiento racional, propio de los sabios, y el humanismo pudieran encontrarse con la παιδεία, es decir, con la educación. Es éste el único camino por el que los hombres pueden llegar a ser cualitativamente iguales y desarrollar su capacidad no sólo al servicio de sí mismos sino, fundamentalmente, al servicio de la sociedad en la que viven.
En realidad, la παιδεία es el sustento humanístico de la democracia, y, sin él, la democracia real es imposible, no puede existir. Mediante la educación, que hace a los hombres esencialmente iguales, se puede llegar a un sistema político basado en tres pilares: ἰσονομία (‘igualdad ante la ley’), ισηγορία (literalmente ‘palabra igual para todos’, es decir, derecho de todo ciudadano a poder hablar libremente en público) y παρρησία (libertad de expresión’).
Tales son las bases no sólo de la democracia, sino del humanismo político.
El camino que hubo de recorrer Atenas para intentar llegar a ese punto fue largo, arduo y, finalmente, penoso. En mi opinión, se trata de uno de los episodios más extraordinarios de la historia de toda la humanidad, una auténtica epopeya que merece la pena conocer. Sinceramente, creo que en los hitos de ese camino, en las etapas que cubrió el pueblo de Atenas, está buena parte de lo que, dos mil quinientos años después, todavía hemos de intentar hacer todos nosotros.
¿Cómo se hizo tal camino? ¿Cómo comenzó? ¿Qué dificultades hubo de superar? Permítanme que intente explicarlo.

La herencia micénica: una sociedad gentilicia, cerrada e injusta


En términos generales, la sociedad que los griegos micénicos dejaron tras de sí no desapareció nunca. No ha desaparecido todavía. El poder estaba en manos de una aristocracia que basaba su derecho a gobernar en el privilegio de la sangre. Se llamaban a sí mismos Eupátridas, ‘de buen padre’, es decir, ‘los bien nacidos’. En torno a ellos se fue creando una estructura gentilicia que perduró durante muchísimo tiempo.
Antes de seguir, es necesario entender bien lo que significa el adjetivo gentilicio, un término muy utilizado en la literatura histórica. La palabra deriva de γένος, ‘nacimiento, origen, raza’. En latín aparece como genus, término con el que se relaciona gens (genitivo gentis, plural gentes) y en nuestra lengua está permanentemente presente: gen, género, genoma, génesis, gentil, etc.
Así pues, un régimen gentilicio está basado en una estructura cerrada basada en el origen, en el nacimiento, es decir, en la sangre.
Pues bien, en las épocas remotas de la historia de Atenas, la sociedad de toda la región del Ática estaba organizada de la siguiente manera:
  • Cuatro φυλή (phylaí). Una phylé es un grupo de familias con un antepasado común, que se consideran pertenecientes a una misma raza. Normalmente la palabra se traduce por “tribu”, en un sentido político. Era la célula elemental de la antigua sociedad ateniense y su formación se hunde en la noche de los tiempos.
  • Cada una de las cuatro phylaí estaba dividida en tres fratrías (la palabra frater acabó por significar ‘hermano’ en latín). Una fratría es una especie de asociación de carácter civil y religioso a la vez y en su seno se celebraba una de las fiestas más importantes de la antigua Grecia, las Apaturias. En el tercer día de estas fiestas se presentaba a los niños nacidos dentro de la fratría. Los padres prestaban juramento sobre la legitimidad de su hijo que, al llegar a la pubertad, era presentado de nuevo en presencia de dos testigos para renovar su inscripción en la fratría. Es fácil imaginar la importancia de esta organización, pues los niños eran considerados “sin padre” (de ahí deriva el nombre de la fiesta) hasta que eran inscritos en la misma.
Cada fratría tenía su propia divinidad y su propio santuario. Al frente de ella se colocaba un fratriarca.
  • Cada fratría tenía treinta γένη (plural de γένος), grupos consanguíneos. Cada génos vivía en las mismas tierras y su jefe era el descendiente más directo del antepasado que había dado origen a todo el génos. Era también el jefe religioso, administraba justicia y, a la vez, mandaba las tropas pertenecientes al génos.
La propiedad podía circular, pero no podían hacerse operaciones fuera del génos, pues toda la organización estaba basada en la defensa de los intereses de éste que, además, reaccionaba en bloque cuando uno de sus miembros era atacado, especialmente por un extranjero o un génos rival.
  • Finalmente cada génos estaba dividido en treinta familias.
Así pues, en toda la región del Ática había 4 tribus, 12 fratrías, 360 génos y 10800 familias. El lector puede imaginar un mundo cerrado, lleno de tensiones, donde la responsabilidad individual no existe, donde, en fin, el individuo está completamente indefenso ante un sistema gentilicio que desconoce por completo el plano individual. En realidad, el camino de la democracia estuvo siempre orientado a terminar con semejante estructura.
Permítame ahora el lector una comparación que me parece pertinente.

La nueva estructura gentilicia: los partidos políticos


Si somos capaces de saltar unos tres mil años y contemplar el panorama político de nuestro país, podemos ver con cierta claridad que el sistema gentilicio no ha sido superado por nuestra mal llamada democracia. Las estructuras gentilicias perduran en los partidos políticos, que se han convertido en organizaciones cerradas dentro de las cuales es imposible el comportamiento individual. Cada miembro de estas nuevas γένη se mueve teniendo en cuenta sólo los intereses de su clan, sin ser capaz siquiera (pues eso supondría su inmediata desaparición política) de votar en función de su conciencia individual ni en las estructuras de su partido ni en las del Estado, como el Parlamento, donde tiene que obedecer las indicaciones de su fratriarca.
Si cualquiera de mis lectores quiere comprobar que las estructuras gentilicias están completamente vigentes, no tiene más que asomarse a las sedes de las dos grandes tribus de nuestro país, situadas en las calles Ferraz y Génova de Madrid. Probablemente será invitado a abandonar un territorio que le es completamente vedado si no forma parte de algunas de las fratrías, familias o géne a las que antes aludía. Da igual que invoque su naturaleza de ciudadano. La naturaleza y la condición de ciudadano son características del individuo y éste es desconocido en los ámbitos gentilicios.
Mas, como decía antes, el largo y tortuoso camino hacia la democracia estuvo siempre orientado en la supresión de la sociedad gentilicia ¿cómo fue ese camino? ¿Cómo consiguió la sociedad ateniense librarse del lastre de los antiguos clanes y lanzarse hacia un sistema basado, como decía más arriba, en la isonomía, la isegoría y la parresía? ¿Recorrieron los atenienses un camino parecido al que debemos recorrer nosotros hoy para, después de acabar con las estructuras gentilicias, llegar a una práctica política verdaderamente democrática?
No quiero extenderme más en un solo artículo. En los días que siguen intentaré explicar a mis lectores (a quienes agradezco de corazón sus palabras de aliento) los hitos principales de ese largo e inacabado camino.

Banderas

¿Que hay detrás de las banderas que, cuando las veo ondeando al viento, me parecen ancladas sobre cadáveres y sangre? ¿Cómo es posible que la misma bandera sea, para unos, símbolo de libertad y democracia y, para otros, de tiranos y asesinos? ¿Por qué cuando cruzamos la invisible barrera de una frontera los símbolos parecen rodearnos, como si quisieran recordarnos que abandonamos un mundo para entrar en otro?
Detrás de las banderas, de los estandartes, de los pabellones y de los escudos se oculta la historia de todas las infamias humanas. Detrás de los símbolos patrios desfilan los ejércitos después de ganar sus batallas y de profanar los símbolos de los enemigos vencidos. Desde las garras de las águilas o las fauces de los leones que, amenazantes, ondean sobre los suaves tejidos de las banderas, la sangre de otros pueblos, de otros hombres, gotea sobre el mármol de los edificios en cuyos tejados se fijan los astiles de las banderas.
Pocas cosas me inquietan más que quienes hacen de una bandera un símbolo inviolable, una suerte de santa abstracción que representa esencias que nunca saben definir. Arropados detrás de las banderas, los fanáticos tensan sus músculos, dispuestos a afirmar la esencia de lo suyo, la pureza inmaculada de sus ideas, la visión eternamente inalterable de una patria que se asienta sólo en los filtrados recuerdos de su secta. Frente a ellos, otros fanáticos agitan otras banderas, otros símbolos desde los que airear su pertenencia a otra tribu; su naturaleza parcial de patriotas orgullosos.
Cuando los jefes de las facciones políticas invocan los símbolos, animan a los ciudadanos a arroparse con las banderas, a mostrar con orgullo nacional o su deuda con una nación preñada de héroes, siempre me he sentido amenazado, pues detrás de las banderas los hombres se transforman en una horda, en una manada irracional dispuesta a defenderse de enemigos que no existen.
No me gustan las banderas; no me siento contenido en ellas, ni en sus colores, ni en sus escudos, ni en el significado de sus emblemas. No me emocionan los lemas escritos debajo de los escudos, ni los cantos patrióticos, ni los himnos de victoria, ni los desfiles militares que recorren en triunfo las calles de las ciudades.
En medio de un mundo que cada día es más pequeño, me siento identificado con muchas ideas, hijo de muchas ciudades, parte de muchos paisajes. He sido feliz en países que creía cargados de enemigos, he compartido un chusco de pan con hombres que hablaban lenguas desconocidas, y me he sentido extranjero dentro de las fronteras de mi patria, rodeado de los símbolos de su poder y de su gloria.
La tierra toda es nuestro hogar. Cada guerra, cada batalla, cada enfrentamiento civil es la patética confesión de nuestra conciencia tribal, de nuestra incapacidad para comprender que todo ser humano es un compatriota; que todo pueblo es nuestro pueblo.
Quienes arengan a los pueblos para que agiten sus banderas y asienten su grandeza en la exhibición de sus símbolos, no se dan cuenta de que su patria, su amada patria, es, a la vez, su pequeñez y su pobreza.

El drama del exilio: Publio Ovidio Nasón

Ovidio. Estatua del poeta en Constanza, la antigua Tomi.
Ovidio, en el patio del Museo de Historia y Arqueología de Constanza, la antigua Tomi. En el pedestal de la estatua puede leerse el epitafio del poeta, que parece meditar sobre lo profunda que es, con frecuencia, la ironía de la historia: el lugar en el que tanto sufrió, hoy honra su memoria.
 I

El poeta Ovidio vio la luz en el mes de marzo del año 43 a. C. Por lo que sabemos, su vida transcurrió feliz hasta el año 8 d. C, el fatídico año en que Octavio Augusto, el primer emperador romano, lo desterró súbitamente. Hasta ese momento, su obra es un reflejo de su vida. Sus primeros títulos no hablan del pasado ni de gestas heroicas ni de los grandes personajes mitológicos, sino de un presente feliz, a veces embriagadoramente feliz, en donde predomina la alegría de vivir y una despreocupada percepción de los sucesos que, fuera del círculo del poeta,  estaban cambiando para siempre la historia de Roma.
Los títulos de sus primeras obras (Amores, El arte de amar, Remedios amorosos, Sobre la cosmética para del rostro femenino) dan fe de esa posición casi diletante del poeta, aparentemente ajena a la realidad que la ciudad de Roma vivía en los momentos de consolidación del poder de Augusto. Sin embargo, espoleado quizá por la fama  que ya consagraba a poetas como Virgilio u Horacio,  Ovidio acometió la tarea de escribir  otras obras, alejadas ya de la temática que había caracterizado sus primeros libros. Entonces aparece un poeta más reflexivo (Metamorfosis) e, incluso irónico (Fastos).
Mas, como decía al principio, Ovidio sufrió de repente un golpe despiadado que cambió por completo el resto de su vida. Tenía poco más de cincuenta años cuando Octavio Augusto ordenó su destierro a la aldea de Tomi (en la actual Rumania), junto al mar Negro, en territorio de Escitia, prototipo, para un romano como Ovidio, de una tierra salvaje.
En esa aldea desolada, rodeado por gentes extrañas que hablaban una lengua ininteligible, agobiado por un clima hostil y los recuerdos, con el ánimo roto ante la implacable resolución de Augusto (y de su sucesor, Tiberio), Ovidio escribió algunos de los versos más hermosos de la historia de la literatura. Como tantas otras veces, la desgracia personal, la conmoción del destierro, el sufrimiento, en suma, han producido lo que a mi juicio es una verdadera obra de arte: los versos del exilio, contenidos en dos obras: Tristia ("Tristes") y Ex Ponto (“Pónticas”).
Quizá para alguno de mis lectores sea ésta una afirmación exagerada, pues lo que la tradición recoge sobre Ovidio y su obra puede resumirse en una sola palabra: inmoralidad. En esto los ecos de la acusación en que se fundamentó su destierro han calado hondamente en los autores de todas las épocas. Porque, en efecto, Augusto desterró a Ovidio basándose en una acusación de inmoralidad y aportando para sostenerla una prueba decisiva: el Ars amandi o Arte de amar.
Pero ¿fue ésta, en realidad, la causa de una pena tan severa? ¿Tiene sentido que, en una sociedad como la romana, un escritor como Ovidio, una persona políticamente inofensiva, fuera desterrado a una aldea de la costa del mar Negro por el imperdonable delito de escribir una obra como el Ars amandi? En mi opinión, no.
Sin embargo, como decía antes, buena parte de la tradición considera a Ovidio un "inmoral". Tal afirmación se repite hasta la saciedad en la obra de muchos autores y, por supuesto, es considerada motivo suficiente (y justificado) para su destierro. El poeta aparece en muchos de estos estudios como un hombre aterrorizado que espera la inapelable sentencia del emperador cargado con el peso de la culpa.
Mas hace tiempo, especialmente desde los días en que impartía clase sobre Ovidio en la UNED, empecé a plantearme que los hechos que podíamos conocer de la vida del poeta no se correspondían con esta visión de la realidad. De hecho, la vida de Ovidio está muy alejada del contenido de su obra maldita, tal como él mismo afirma: "Mis costumbres, créeme, están muy lejos de mi obra. Mi vida es pudorosa, mi Musa, alegre" (Tristia, 1.353-54). Y unos versos más adelante (360), añade: "¿Acaso son guerreros quienes cantan feroces guerras?"
Así pues, él mismo nos dice que sus obras amatorias no son el fruto de la experiencia (357-350) sino de la imaginación. La tradición, empero, (especialmente hasta finales del siglo XIX), es casi unánime: Ovidio es un poeta fácil, autor de versos en los que predomina la erudición mitológica (Metamorfosis) y una excesiva tendencia a la perífrasis.
En relación con sus escritos desde el exilio se dice que son excesivos lamentos sobre sus desdichas o que “nunca pudo renunciar a su frivolidad natural ni a las seducciones mundanas”, como dice J. Bayet en su Literatura latina (Ariel, Barcelona, 1970, p. 306). Hasta tal punto la acusación de inmoralidad impuesta por Augusto ha hecho fortuna en la crítica moderna. En mi opinión, lo decía más arriba, los versos escritos desde el exilio son una muestra verdaderamente conmovedora del talento del poeta.
Mas si, como creo, la acusación de inmoralidad era realmente una excusa, un pretexto que oculta la razón real, ¿podemos saber esa razón, la causa del destierro irrevocable de Ovidio?
El lector comprenderá que se trata de un problema muy difícil de resolver, en relación con el cual creo que todavía no se ha dicho la última palabra. De hecho, estamos delante de uno de los asuntos más debatidos por la crítica de todos los tiempos pues, realmente, parece un verdadero misterio que el propio Ovidio alimenta cuando afirma: “una parte de mis desgracias conviene que muera conmigo. Ojalá pueda yo, con mi silencio, disimularla” (Tristes, 1.5.51-52).
En realidad, el mismo poeta nos define con sólo dos palabras los motivos de su desgracia: carmen et error, “un poema y un error”. Parece claro que el poema es el Arte de amar (en eso están de acuerdo la inmensa mayoría de los estudiosos). Desde luego tiene sentido que Augusto, decidido a restaurar la moral pública romana, castigase a un poeta que se había mostrado en los versos de su obra como obsceni doctor adulterii, “maestro del obsceno adulterio” (Tristes, 2.212). De hecho con estas palabras el propio Ovidio parece asumir que fue el único poeta de su tiempo que permaneció ajeno al tipo de moralidad encarnado por el emperador y difundido profusamente por la propaganda imperial y por las llamadas Leges Iuliae (“Leyes Julias”) sobre el matrimonio.
Sin embargo, soy de los que piensan que la dureza de la condena de Ovidio (un destierro del que nunca fue perdonado ni por Augusto ni por su sucesor, Tiberio) excede con mucho la gravedad de su delito. Más bien parece que los versos de su Arte de amar resultaron ser un oportunísimo pretexto para castigar, en realidad, ese error, esa equivocación fatídica que el propio Ovidio lamenta varias veces. En Pónticas 3.3.70-72 dice:
Ningún crimen late dentro de tu Arte.
¡Ojalá pudiera defenderme!
Tú sabes que otra cosa más grave es lo que te ha perjudicado.
Permítame el lector que me quede aquí. En un próximo artículo abordaré con calma qué fue esa “otra cosa más grave”, ese error que provocó la ruina de Ovidio. Ahora vamos a centrarnos en sus versos.

II

Así pues, en el año 8 d. C., en un momento en que Ovidio se encontraba en la isla de Elba, se abatió sobre él una sentencia inexorable dictada por el propio Princeps, Augusto. Tal sentencia condenaba al indefenso poeta a abandonar Roma de inmediato y a trasladarse a Tomi (o Tomos), actual Constanza, en la costa occidental del mar Negro (Ponto Euxino).

El mar Negro, congelado en invierno

El mar Negro, congelado en invierno.

El frío congela con frecuencia las aguas del Ponto Euxino (el "Mar Hospitalario") en invierno. Los ojos de Ovidio contemplaron en los días de su destierro el desolado aspecto de un mar que, para él, no fue hospitalario.
Quizá, ni la pena de muerte hubiera sido más dura. Para un ciudadano romano, abandonar su patria, a su familia y a sus amigos era peor que la muerte. Mas si, además, su destino era el gélido país de los getas, la ribera del Ponto, helada en invierno, el castigo se convertía en algo verdaderamente insoportable.
Ovidio tenía cincuenta y dos años de edad cuando recibió la noticia. Regresó inmediatamente a Roma y pasó allí su última noche en compañía de su familia y de sus más íntimos amigos. Al amanecer, se embarcó rumbo a un exilio del que no habría de regresar.
En la tercera elegía del libro primero de sus Tristes, evoca la última noche pasada en Roma. Es uno de los poemas más hermosos de toda la obra. Con toda probabilidad fue escrito durante el viaje hacia el Ponto, en alguna de sus tristes escalas, quizá (como cree algún autor) en un puerto del Epiro (actual Albania).
Permítame el lector que lo escriba también en latín para que, aunque no sea conocedor de la lengua latina, pueda percibir el ritmo, la belleza palpitante de estos versos:
Cum subit illius tristissima noctis imago,                1
qua mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum repeto noctem qua tot mihi cara reliqui,
labitur ex oculis nunc quoque gutta meis.
Cuando me asalta el tristísimo recuerdo de aquella noche
en la que viví mi último instante en la ciudad,
cuando recuerdo la noche en que abandoné todo lo que amaba,
todavía hoy una lágrima se desliza desde mis ojos.

Iam prope lux aderat, qua me discedere Caesar      5
finibus extremae iusserat Ausoniae.
Nec spatium, nec mens fuerat satis apta parandi:
torpuerant longa pectora nostra mora.
Ya estaba cerca la luz del día en que el César me había ordenado
dejar atrás los últimos confines de Italia.
Ni tiempo, ni ánimo tuve para poder prepararme:
una larga espera había paralizado mi pecho.

[…]

non aliter stupui, quam qui Iouis ignibus ictus        11
uiuit et est uitae nescius ipse suae.
Ut tamen hanc animi nubem dolor ipse remouit
Et tandem sensus conualuere mei,
Adloquor extremum maestos abiturus amicos,         15
Qui modo de multis unus et alter erant.
Quedé atónito, como quien herido por el rayo de Júpiter
vive y, a la vez, no sabe que está vivo.
Mas cuando mi propio dolor disipó esta nube de mi ánimo
y, al fin, el vigor volvió a mis sentidos,
a punto ya de irme, por última vez me dirijo a mis desolados amigos
que de muchos, apenas uno y otro eran.
Éste último verso (qui modo de multis unus et alter erant) es de un dramatismo conmovedor. El hombre que va partir al exilio ve que de sus muchos amigos, aquellos que en los tiempos felices estaban siempre a su lado, solo quedan unus el alter, literalmente “uno y otro”. Creo que sólo el latín, con su concisión casi dolorosa, puede expresar con tal sencillez el sufrimiento de Ovidio.
Mas la noche le da una tregua, un instante para ver por última vez el Capitolio, los edificios de la ciudad en la que ha sido feliz, los lugares sagrados habitados por dioses que quizá no le acompañen. Ovidio describe ese momento de calma con dos versos absolutamente maravillosos, que no pueden traducirse sin perder el ritmo, casi musical, casi sinfónico, de las palabras latinas:
Iamque quiescebant voces hominumque canumque,                  27
lunaque nocturnos alta regebat equos.
Ya callaban las voces de hombres y perros
Y la alta luna guiaba los caballos de la noche.
La luz, empero, el amanecer, llega implacable. Ovidio debe despedirse ya de Fabia, su esposa. Es un instante supremo, pues la aurora anuncia que la partida, el viaje hacia la muerte (pues no otra cosa es el exilio) no puede aplazarse más. Las palabras de Fabia son, quizá, de las más emocionantes que hayan podido escribirse nunca:
Tum uero coniunx umeris abeuntis inhaerens
miscuit haec lacrimis tristia uerba meis:                  50
“non potes auelli. Simul hinc, simul ibimus”. inquit,
“te sequar et coniunx exulis exul ero.
Et mihi facta uia est, et me capit ultima tellus:
accedam profugae sarcina parua rati.
Te iubet e patria discedere Caesaris ira,
Me pietas. Pietas haec mihi Caesar erit”.
Entonces, yéndome ya, mi esposa, aferrándose a mis hombros
mezcló con mis lágrimas estas tristes palabras:
“No pueden arrebatérteme. De aquí juntos, juntos partiremos.
Te seguiré. De un exiliado seré exiliada esposa.
Este viaje también para mí está hecho, también me toma el confín de la tierra.
Leve carga seré en esta nave prófuga.
La ira del César te ordena alejarte de tu patria.
A mí el amor. Este amor será mi César.”
Ya en Tomi, en la ultima tellus, Ovidio no pudo olvidar Roma. El recuerdo de la ciudad, de sus amigos y, especialmente, de su esposa, fueron marchitándolo poco a poco, mientras fue comprendiendo que nunca recibiría el perdón.
Voy a terminar este artículo con algunos versos de la elegía tercera del libro tercero de los Tristes. De nuevo es el recuerdo de Fabia lo que inspira al poeta. Cada vez que leo estos versos, a pesar del tiempo, a pesar de las veces que lo he hecho, la emoción acaba atrapándome.
Lassus in extremis iaceo populisque locisque,
et subit adfecto nunc mihi, quicquid abest.
Omnia cum subeant, uincis tamen omnia, coiunx,   15
et plus in nostro pectore parte tenes.
Te loquor absentem, te uox mea nominat unam;
nulla uenit sine te nox mihi, nulla dies.
Agotado yazgo en extremos lugares, en pueblos extremos,
y ahora, tan débil ya, todo lo ausente me asalta.
Mas, aunque todo me asalte, a todo vences, esposa,
y más que una parte de mi corazón posees.
A ti ausente te hablo, sólo a ti mi voz te nombra;
Ninguna de mis noches llega sin ti, ninguno de mis días.
[…]
Si tamen impleuit mea sors, quos debuit, annos,
et mihi uiuendi tam cito finis adest ,
quantum erat, o magni, morituro parcere, diui,
ut saltem patria contumularer humo?                                    30
[…]
tam procul ignotis igitur moriemur in oris,
et fient ipso tristia fata loco;
nec mea consueto languescent corpora lecto,
depositum nec me qui fleat, ullus erit; 40
nec dominae lacrimis in nostra cadentibus ora
accedent animae tempora parua meae;
nec mandata dabo, nec cum clamore supremo
labentes oculos condet amica manus;
sed sine funeribus caput hoc, sine honore sepulcri     45
indeploratum barbara terra teget.
Mas si mi suerte ha cumplido ya los años que debió
y el final de mi vida está ya tan cerca,
¿tan difícil era, grandes dioses, perdonar al que ha de morir
para que, al menos, fuera enterrado en el suelo de su patria?
[…]
Pero he de morir lejos, en costas desconocidas,
en un lugar que hará aún más triste mi destino.
Mi cuerpo no languidecerá en el familiar lecho
ni habrá nadie que por mí, dispuesto ya, llore.
Las lágrimas de mi esposa cayendo sobre mi rostro
no añadirán a mi vida un poco más de tiempo.
No habrá última voluntad ni, con la última llamada,
una mano amiga cerrará mis ojos desfallecientes.
Sin funerales, sin la honra de un sepulcro
una tierra bárbara cubrirá este cuerpo indeplorado.
Finalmente, Ovidio, desde la inmensa distancia, escribe como si estuviera mirando a su esposa, cara a cara, a los ojos, y le dirige estos últimos versos:
Parce tamen lacerare genas nec scinde capillos:
non tibi nunc primum, lux mea, raptus ero.
cum patria amisi, tunc me periisse putato:
et prior et grauior mors fuit illa mihi.
Nunc si forte potes –sed non potest, optima coniunx-                  55
finitis gaude tot mihi morte malis.
[…]
Ossa tamen facito parua referantur in urna:                   65
sic ego non etiam mortuus exul ero.
No hieras tus mejillas ni cortes tus cabellos:
No es ahora la primera vez, luz mía, que te he sido arrebatado.
Piensa que, en el momento en que abandoné mi patria, entonces perecí:
mayor, más grave muerte me fue aquella.
Ahora, si acaso puedes –sé que no puedes, ¡oh la mejor de las esposas!-
alégrate con mi muerte, pues es la muerte de todos mis males.
[…]
Haz que mis huesos regresen en una pequeña urna:
así, muerto, no seré ya un exiliado.
Todos los intentos llevados a cabo para conseguir el perdón de Ovidio fueron vanos. El poeta dejó de respirar un día del año 17 d. C. en Tomi, lejos de Roma, en la tierra de Escitia.
El esfuerzo de algunos hombres a lo largo de la historia y, también, la casualidad, han obrado el milagro, el increíble milagro, de que podamos hoy, dos mil años después, leer estos versos y sentir, como si fuera nuestro, el drama de Ovidio, el poeta desterrado, el hombre condenado a morir lejos de su mundo por un error del que nunca fue perdonado. Hago mío su epitafio (Tristia, 3.73-76).
El epitafio que él mismo pidió a su esposa que grabara sobre su tumba:
HIC EGO QUI IACEO TENERORVM LVSOR AMORUM

INGENIO PERII NASO POETA MEO

AT TIBI QVI TRANSIS NE SIT GRAVE QVISQVIS AMASTI

DICERE NASONIS MOLLITER OSSA CVBENT.

YO QUE AQUÍ YAZGO, CANTOR DE LOS TIERNOS AMORES,

SOY NASÓN EL POETA; POR MI INGENIO HE MUERTO.

MAS A TI QUE PASAS, QUIENQUIERA QUE SEAS, A TI QUE AMASTE,

QUE NO TE RESULTE MOLESTO DECIR:

HUESOS DE NASÓN, EN PAZ DESCANSEN.