Cuando uno contempla un mapa de Grecia

Cuando uno contempla un mapa de Grecia toda su tierra parece estar desperdigada, rota, esparcida como las esquirlas de una roca barrenada por la historia. Cuando uno camina por las tierras de Grecia, descubre con asombro cómo mar y tierra se confunden, como amantes, en un abrazo eterno en el que la naturaleza de ambos se disuelve, fundida por un calor hondo y húmedo, como el de los miembros humanos en invierno.
En realidad, el mapa y las tierras de Grecia son como una alegoría de su propia historia y, como si un minúsculo big bang hubiera hecho estallar el núcleo de su alma, sus pedazos están esparcidos por todos los lugares del planeta, por lejanos que parezcan. Llevada por el mismo afán de proseguir que hizo a Alejandro alcanzar las costas del océano Índico, Grecia también está presente en otros planetas, en otras tierras, mares, o cielos y en las innumerables estrellas que cada noche iluminan desde la bóveda del cielo nuestro efímero afán de conocimiento. El Universo está enclavado sobre un mapa insólito en el que cada pueblo, cada aldea, tiene un nombre griego.
Los retazos de Grecia adornan los Museos de lugares que no existían cuando los artistas griegos escribían sus obras, esculpían sus estatuas o dibujaban sobre los vasos de cerámica el alma de sus mitos; en todas las bibliotecas hay libros escritos en griego o traducidos del griego. En todas partes hay obras de arte (libros, documentos, estatuas, cerámica...) que fueron robados, expoliados, arrancados de Grecia por hombres fascinados y valientes y, también, por taimados ladrones sedientos de fortuna.
En Londres, en el British Museum, están expuestas las estatuas que Fidias hizo para los frontones del Partenón. A principios del siglo XIX, Thomas Bruce, conde de Elgin, cuando Grecia estaba bajo el dominio turco, sacó de Atenas doscientos cajones llenos del tesoro del Partenón y los envió a Londres. Pagó por ellos 74.240 libras. Durante años se discutió el derecho de posesión de estas obras maravillosas, de estas estatuas que al escultor italiano Antonio Canova le parecieron “de carne y hueso”; hasta que en el año 1816, tras una resolución del Parlamento, fueron compradas por un total de 35.000 libras; ni siquiera la mitad de lo que habían costado.
¿Deben devolverse tales obras a los griegos? ¿Deben volver a Atenas, al lugar en que nacieron, a la patria de su autor, muerto hace más de dos mil quinientos años? ¿Deben volver a Grecia todos los fragmentos que el big bang de su historia ha esparcido por todo el mundo, aun siendo ya parte del patrimonio de todos los seres humanos de la Tierra?
En el cielo nocturno de estos días contemplo a Orión, a Andrómeda, a las Pléyades... a toda Grecia, expoliada, inmortal.

El mundo egeo en vísperas de la Guerra del Peloponeso (431 a.C.)
El mundo egeo en vísperas de la Guerra del Peloponeso (431 a.C.)

    Hola de nuevo:
    Os envío este artículo, escrito hace ya algún tiempo. A veces viajar a Grecia no es sólo viajar en busca de monumentos, de recuerdos de otros tiempos. También es viajar con la intención de contemplar el paisaje que vieron los antiguos, aunque en él no estén ahora los antiguos templos, las antiguas estatuas. Yo creo que, de alguna manera, todos los que venís a este viaje lo sabéis.
    En fin. 
    Os mando la lista con la distribución de habitaciones de nuevo, con los cambios que ha habido. Si hay algún error decídmelo por favor, porque los hoteles nos piden ya la distribución. Es importante que lo tengan con tiempo pues, dada la diligencia (un tanto improbable) de los griegos, nos evitaremos así esperas innecesarias cuando lleguemos a los hoteles. 
    Hay que hacer el segundo pago. Os lo recuerdo, aunque sé que no hace falta. Seguid las mismas instrucciones que ya os mandé hace algún tiempo, por favor.
    Un abrazo fuerte. Ya queda menos.
    Bernardo Souvirón Guijo
    4 de marzo de 2014

De rerum natura


Lucrecio. De rerum natura

Habiéndote demostrado que las cosas no pueden nacer de la nada ni, una vez nacidas, ser devueltas de nuevo a la nada, no fuera a hacerte recelar de mis palabras la incapacidad de tus ojos para distinguir los elementos primeros, déjame citarte otros cuerpos cuya existencia material deberás admitir aun siendo invisibles.
La enfurecida fuerza del viento azota las olas, derriba naves enormes y dispersa las nubes; o bien, en arrebatado torbellino recorriendo los llanos, los siembra de grandes troncos arrancados de cuajo y sacude las cimas de los montes con su soplo, flagelo de las selvas: tal es su furor cuando silba estridente, de tal modo se ensaña con amenazante murmullo. Son pues, sin duda, los vientos cuerpos invisibles, que barren el mar, las tierras y, en fin, las nubes del cielo, llevándoselas a jirones en súbito remolino. Su curso, sembrador de ruina, no es distinto al de la muelle substancia del agua cuando irrumpe en desbordada corriente, y de lo alto de los montes se despeña, engrosado por las lluvias, un poderoso torrente arrastrando en confusión despojos de las selvas y troncos enteros, sin que los robustos puentes puedan aguantar el empuje del agua que baja: así, turbulento por los aguaceros échase el río contra los diques con fuerza irresistible, todo lo derriba con estruendo y bajo sus olas revuelve piedras enormes; arrolla cuanto a su curso se opone. De este modo deben también moverse los soplos del viento; donde se arrojan, cual poderoso río, todo lo trastornan y derriban ante sí con embate incesante; o bien, en revuelto remolino lo arrebatan raudos, se lo llevan en tromba. Por tanto, una vez más lo repito, los vientos son cuerpos invisibles, ya que por su carácter y efectos emulan a los grandes ríos, cuyo cuerpo es manifiesto.
Sentimos además los diversos olores de las cosas, sin que jamás los veamos venir a nuestra nariz, ni vemos la ardencia del calor, ni podemos con los ojos captar el frío, ni nuestra vista percibe las voces; y no obstante, todos estos objetos fuerza es que sean de substancia corpórea, dado que pueden impeler los sentido, pues nada puede tocar y ser tocado, si no es cuerpo.   
Se humedecen las ropas tendidas en la ribera donde rompen las olas, y se secan expuestas al sol. Mas, ni hemos visto de qué modo las empapó la humedad, tampoco cómo la ha ahuyentado el calor. Así pues, el agua se pulveriza en partículas que de ningún modo pueden captar nuestros ojos. Más todavía: al cabo de muchas revoluciones anuales del sol, la sortija con el uso adelgaza por dentro; gota que cae excava una roca; aunque de hierro, la corva del arado mengua imperceptiblemente en los surcos, Y en las calles vemos el enlosado de piedra gastado por los pies de la turba; asimismo, junto a las puertas, las estatuas de bronce dejan ver cómo adelgazan sus diestras por el tacto de tanta gente que las besa al pasar. Todas estas cosas disminuyen, pues, ya que las vemos gastarse; pero, qué partículas las dejan en cada momento, es una visión que nuestra mezquina naturaleza nos veda.
Por último, todo lo que el tiempo y la naturaleza aportan poco a poco a las cosas, forzándolas a crecer dentro de límites, no alcanzamos a verlo por más que agucemos los ojos; ni tampoco lo que los cuerpos pierden al envejecer y agostarse; ni lo que las rocas suspendidas sobre el mar, roídas por la mordedura de la sal, van perdiendo a cada momento. 
Invisibles son, pues, los cuerpos con que obra la Naturaleza.  
(Lucrecio, De rerum natura, 1.265-328)

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Texto nº 2
Cuando a los ojos hundida en vileza la vida humana
yacía por tierra, abrumada bajo el peso de la religión,
cuya cabeza asomaba desde las regiones celestes
amenazando a los mortales con su horrible mueca, 
un hombre griego osó rebelarse y alzar hacia ella sus ojos mortales.
No lo detuvieron ni la fama de los dioses, ni los rayos
ni el cielo con su amenazante bramido.
Al contrario, más excitaron el penetrante valor de su ánimo
y su deseo de forzar los apretados cerrojos 
que cierran las puertas de la naturaleza.
Su vigoroso espíritu triunfó y lejos
avanzó, más allá del llameante recinto del mundo.
Y el todo infinito recorrió con mente y ánimo.
De allí nos trae, victorioso, el conocimiento de lo que puede nacer, 
de lo que no, las leyes, en fin, que a cada cosa delimitan su poder,
y sus jalones, hondamente hincados.
La religión, por ello, sometida yace a nuestros pies 
y a nosotros la victoria al cielo nos iguala.
(De rerum natura, 1.62 y ss.)

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Texto nº 3
[...] Es necesario que los miedos del alma y sus tinieblas
los disipen no los rayos del sol ni los luminosos dardos del día
non radii solis neque lucida tela diei / discutiant
sino la observación de la naturaleza y la razón
sed naturae species ratioque.
De aquí nuestro primer principio parte:
Jamás cosa alguna se engendró de la nada por obra divina.
(1.146 y ss.)

La persistencia de la palabra

Encuentro músico-literario de la Delegación de Madrid de la SEEC
23 ABRIL 2022, 12.00h
MUSEO DE SAN ISIDRO
Pl. de San Andrés, 2 Madrid

Voz: BERNARDO SOUVIRÓN
Música: DIMITRI PSONIS
Bernardo Souvirón. Dimitri Psonis
*Entrada libre hasta completar aforo.

Dimitri Psonis tocando el Santur Persa y la Lira Bizantina (Kemanche clásica)


Museo de San Isidro los orígenes de Madrid
MUSEOS MUNICIPALES
SOCIEDAD ASICOS

Θάλασσα, θάλασσα

Odysséas Elýtis


Una oración transfigura sus alturas
Cambia de cauce el tiempo
Y desnudos de cuita terrenal
A otras nociones nos conduce

¿Dónde está el pulso del suelo
La sangre en la memoria de nuestros rostros
El auténtico viaje de ida?

[...]

Dentro de nosotros se desgajó el silencio
Su arcángel tocó lo más hondo
A un caos inhóspito hizo rodar la memoria
Cuando nos ofrecimos a una increíble orilla

Orilla de las leves sombras
Soñada en otro tiempo por lágrimas
Los dorados estigmas nos miraron
Tanto que nos desprendimos de nuestro peso
¡Cómo nos despedimos de nuestro pecado!

[...]

Día concha reluciente de la voz que me creaste
Desnudo para andar en mis diarios domingos
Entre las bienvenidas de las riberas
Suelta el viento conocido por vez primera
Extiende un verde arriate de ternura
Para que deslice el sol su cabeza
Encienda con sus labios las amapolas
Las amapolas que segarán los orgullosos hombres
Para que no haya otra señal en su pecho desnudo
Que la sangre del desdén que borró la tristeza
Llegando hasta la memoria de la libertad.

Pronuncié el amor la salud el rayo de la rosa
Que solo encuentra en derechura el corazón
La Grecia que con firmeza pisa la mar
La Grecia que me transporta siempre viajero
A desnudas montañas gloriosas de nieve.

Doy la mano a la justicia
Transparente surtidor cimera fuente
Mi cielo es profundo e inmutable
Lo que amo nace sin cesar
Lo que amo se encuentra siempre en su principio.

[...]

Con qué piedras qué sangre y qué hierro
Y qué fuego estamos hechos
Cuando parecemos de simple nube
Y nos lapidan y nos llaman
Ilusos
El cómo pasamos nuestros días y nuestras noches
Un Dios lo sabe

Amigo mío cuando enciende la noche tu eléctrico dolor
Ves el árbol del corazón que se extiende 
Tus manos abiertas bajo una Idea toda blanca
Que insistes en rogar
Que insiste en no bajar
Años y años
Aquélla allí en lo alto tú aquí al lado.

Y sin embargo la visión del anhelo despierta un día hecha carne
Y allí en donde antes no resplandecía sino desierto desnudo
Ahora ríe una hermosa ciudad como la deseaste
A punto estás de verla te espera
Trae tu mano y vamos antes de que el Alba
La lustre de gritos de triunfo.

Trae tu mano — antes de que se reúnan pájaros 
En los brazos de los hombres y lo trinen 
Que por fin se mostró viniendo de lejos 
¡La virgen que los caminos de la mar mira la Esperanza!

Vamos juntos y que nos lapiden
Y que nos llamen ilusos
Amigo mío cuántos no sintieron nunca con qué
Hierro con qué piedras qué sangre qué fuego
¡Construímos soñamos y cantamos!
(Odysséas Elýtis, Antología; Akal bolsillo, 77; Traducción: Alfonso S. Rodríguez)

Poesía lírica coral

Alcmán, Partenio 1


[…] Hay un castigo de los dioses.
Dichoso aquel que, con feliz ánimo,
la trama del día teje sin lágrimas.
Mas yo canto la luz de Ágido.
La veo como al sol
al que ella misma invoca,
testigo de su luz.

[…] Hagesícora es distinta;
brillante como si alguien
un caballo colocase en medio de las reses;
un caballo vencedor, de cascos resonantes,
propio de un alado sueño.

[…] Ahí está Hagesícora, mírala,
y Ágido, la segunda en belleza,
que corre tras de ella.
Luchan con nosotras
que llevamos un peplo a la diosa,
luchan en medio de la noche inmortal
emergiendo de ella como Sirio.

[…] Sigamos a Hagesícora
pues al piloto antes que a nadie
en la nave es preciso obedecer.
Ella no tendrá la dulce voz de las sirenas,
pues son diosas,
pero nosotras somos diez muchachas
cantando igual que once
y ella tiene la voz de un cisne
deslizándose sobre las corrientes del Janto,
sus hermosos, rubios, bucles al viento […]
(Alcmán, Partenio 1)

Coro de ancianos persas

Están en la explanada del palacio real. A un lado, la tumba del Gran Rey Darío, padre de Jerjes.

Entrada del coro
Aquí estamos los llamados fieles de los persas, 
que han marchado a tierra griega, 
la guardia de los esplendentes palacios, llenos de oro,
a los que de vejez por privilegio, 
el mismo Jerjes rey, nacido de Darío,
hizo custodios de esta tierra.

Pero sobre el retorno del monarca
y de su tropa rica en oro, ahora,
[…] se turba mi corazón por dentro.
Porque toda la fuerza hija de Asia
partido ha y ladra en tomo a un joven
y ni un mensajero ni un jinete
llega a la capital de los persas:
aquellos que de Susa y Ecbatana
[…] fueron, unos a caballo,
otros en naves o marchando a pie,
formando fuerza de combate.

Es así como los caudillos de los persas,
reyes que son vasallos del Gran Rey,
marchan, jefes de tropa numerosa,
que matan con el arco, caballeros
temibles a la vista y en la lucha
por el valor tenaz de su ánimo.

Una tal flor del territorio persa
partido ha de varones,
por ellos la tierra entera de Asia
tras criarlos, de amor ardiente gime
y los padres y esposas, día tras día,
por el tiempo que pasa se estremecen.

Estrofas
Cruzó ya la que asola las ciudades,
la real armada, a la vecina
tierra que está en la otra ribera,
en balsas que ata el lino el mar salvando,
[…]
cual yugo echando a la cerviz del ponto.

Del Asia populosa el audaz jefe
hace que en todas direcciones
rebaño prodigioso avance,
confiado en quienes su ejército gobiernan
por tierra, y en los rudos jefes del mar,
él, un mortal igual a los dioses,
miembro de una raza nacida del oro.

Con su mirada sombría mirando,
ojos de serpiente sanguinaria,
miles de brazos gobierna, miles de naves,
avanza presuroso sobre un carro sirio
y lleva contra héroes famosos por su lanza
un Ares que triunfa con el arco.

Mas de nadie se espera que oponiéndose
a ese gran río de soldados, pueda
con unos fuertes diques poner freno
a la ola del mar indomeñable:
pues es irresistible la tropa de los persas,
su pueblo de corazón valiente.

Mas ¿qué hombre mortal del dios evitará el engaño?
¿Quién hay que con pie raudo dé un fácil salto 
con pleno dominio? Amistoso y halagador primero
el dios en su red al mortal atrapa
y no puede éste escapar de ella.

Mi alma está de luto
de terror se siente desgarrada
¡Ay del ejército persa!
Temo por la gran ciudad de Susa,
temo que vacía de hombres quede.

Toda la región de Cisa devolverá el eco;
una confusa multitud de mujeres ¡ay! proferirá el grito,
el duelo desgarrará sus finos vestidos de lino.

Los lechos se mojan de lágrimas
por la nostalgia de los esposos,
cada una de ellas, las mujeres persas
por el dolor se desalientan 
tras despedir a su esposo,
con el deseo amoroso con que aman
a su marcial, a su brioso esposo,
solas se quedan sin sus hombres.
¿Cómo estará Jerjes, el rey, nacido de Darío?
¿Vencerá el disparo del arco o ¿Ha prevalecido la fuerza de la lanza? 
(Esquilo, Persas, 1 y ss.)

Mujeres persas