Calendario romano (II)

Gayo Julio César
Busto de Gayo Julio César

La reforma de Julio César


El deseo, largamente perseguido, de terminar con el desfase entre el año solar y el calendario lunar de Numa, siguió estando presente. Ésta fue la razón por la que Julio César acometió la tarea de reformar el calendario de tal manera que este problema desapareciera para siempre. El historiador Suetonio lo cuenta de la siguiente manera:
Entonces Julio César se dedicó a la organización de la república: reformó el calendario, tan desordenado por culpa de los pontífices y del abuso, ya antiguo, de las intercalaciones, por lo que las fiestas de la recolección no coincidían ya en verano ni las de la vendimia en otoño. Distribuyó el año según el curso del sol y lo compuso de 365 días y aumentó un  día cada 4 años. (Suetonio, Vidas de los doce Césares, 1.49)
César, pues, acometió la tarea de reformar definitivamente el calendario. Para conseguirlo, llamó a Sosígenes, un astrónomo griego al que se atribuye la redacción de algunos tratados de astronomía, hoy desaparecido. Sabemos, sin embargo, que en esos tratados Sosígenes enunciaba la rotación de Mercurio alrededor del Sol.
En el año 46 a. C. el astrónomo se puso a la tarea. Después de un período de estudio, estableció la duración del año en 365 días y 6 horas, distribuidos de la siguiente manera:
Februarius: 29 días
Aprilis. Iunius, Sextilis, October; December (meses pares): 30 días.
Iannuarius, Martius, Maius, Quintilis; September, Mouember (impares): 31 días.
Las 6 horas restantes se iban acumulando y, cada cuatro años, se añadía un día más a Februarius. Sin embargo tal añadido no se hacía a final de mes, como hacemos nosotros; los romanos repetían el día 24 que, como veremos, se llamaba ante die sextum Kalendas Martias. El día extra se denominó, por tanto, ante diem bis sextum Kalendas Martias. Por tal razón seguimos llamando bisiestos a estos años especiales.

Tras la muerte de Julio César


Una vez muerto César, Marco Antonio propuso que le fuera dedicado el mes en el que había nacido. Así, Quintilis pasó a llamarse desde entonces Iulius (julio). Algunos años después, en el 8 d. C., ocurrió algo parecido con el mes Sextilis, pues un decreto del Senado cambió su nombre para poder dedicárselo a Octavio Augusto, pues fue justamente en Sextilis cuando el emperador había conseguido sus victorias más importantes. Así, el mes pasó a llamarse Augustus (agosto).
Sin embargo, se planteó un problema, pues el mes dedicado a Julio César tenía un día más. Para resolver este agravio, se le añadió un día tomado de Februarius, que pasó a tener sólo 28.
Finalmente, para evitar que hubiera tres meses seguidos con 31 días, se alteraron los días de los meses posteriores a Agosto.
Éste calendario se mantuvo inalterado hasta 1528, en el que se introdujeron algunas leves reformas ideadas por el astrónomo italiano Luigi Lilio por encargo del papa Gregorio XIII. Es la fecha de nacimiento del calendario gregoriano.

La semana y los días


La semana tardó en imponerse. Al principio, hasta bien entrada la época republicana, no existía, de manera que Roma no se regía por semanas sino por nundinae. Una nundina es un día de mercado, y, para los romanos, el período de nueve días comprendido entre dos días de mercado (dos nundinae) era el más importante. Siempre se hablaba de “la próxima nundina” o “dentro de dos nundinae”, etc.
La semana de siete días, no obstante, se fue aceptando poco a poco y consiguió imponerse en época imperial. Probablemente surgió por influencia de Egipto, cuyo calendario había dedicado un día a cada uno de los siete grandes astros conocidos en su tiempo, distribuyéndolos desde el más lejano al más cercano a la tierra: Saturno, Júpiter y Marte, por un lado, y Sol, Venus, Mercurio y Luna.
Los romanos llamaron así a los días de la semana:
1.- Saturni dies o ‘día de Saturno’
2.- Solis dies o ‘día del Sol’
3.- Lunae dies o ‘día de la Luna’, nuestro lunes.
4.- Martis dies o ‘día de Marte’, nuestro martes.
5.- Mercurii dies o ‘día de Mercurio’, nuestro miércoles.
6.- Iouis dies o ‘día de Iove (Júpiter)’, nuestro jueves.
7.- Veneris dies o ‘día de Venus’, nuestro viernes.
Esta denominación ha sufrido algunas alteraciones en algunas lenguas: así, el día de Saturno cambió su nombre por el de Sábado, palabra derivada de Sabbath ‘descanso’. Y el día del Sol, en el que se produjo la resurrección de Cristo, fue llamado Dominicus dies ‘día del Señor’. Esta denominación se debe al emperador Constantino que, en el año 321, implantó definitivamente la semana de siete días, que empezaba en el Domingo. Sin embargo, en otras lenguas, como el inglés, no prosperó la reforma de Constantino y sigue utilizándose la antigua denominación:
Saturday (Día de Saturno) y Sunday (Día del Sol). 
Constantino decretó que el Domingo fuese día de descanso, dedicado a adorar a Dios, en lugar del sábado, como era costumbre entre los judíos. Quizá buscaba de esta manera satisfacer a los numerosos seguidores de Mitra, adoradores del sol.

Las horas


Se debe a los sumerios la división del día en 24 horas, de las horas en 60 minutos y de los minutos en 60 segundos.
Después de otros sistemas (basados en los nombres de los días de la semana) los romanos dividieron el día en doce partes (no iguales), a las que llamaron horas. El punto de partida era la salida del sol, de manera que la hora sexta coincidía con el mediodía. La hora sexta, por cierto, es la que utilizaban para descansar durante el día. De ahí deriva el nombre de Siesta. En cualquier caso, para paliar la relativa imprecisión de este sistema, utilizaban las frases ante meridiem (‘antes del mediodía’) y post meridiem (‘después del mediodía’).
La noche se dividió primero en cuatro partes iguales, llamadas uigiliae (‘vigilias’), cuatro períodos de aproximadamente tres horas de duración, al modo de las guardias militares. Más tarde, la noche se dividió también en un período de 12 horas.
En un próximo artículo intentaré explicar de una manera sencilla la, aparentemente compleja, manera de fechar de los romanos. Hoy, terminaré con unos versos de Persio sobre el tiempo:
Indulge genio, carpamus dulcia, nostrum est
quod uiuis. Cinis et manes et fabula fies.
Uiue memor leti. Fugit hora, hoc quod loquor inde est.
‘No seas duro con tu genio; tomemos las cosas dulces.
Sólo lo que vivimos es nuestro. Te convertirás en cenizas, en una sombra, en palabras.
Vive recordando la muerte. El tiempo huye.
Este momento en el que hablo, ya es pasado’ (Persio, Sátiras, 5.150)

Calendario romano (I)

calendario romano
Fragmento de un calendario romano.

Utilizamos un calendario que, con levísimas alteraciones, debemos a Julio César. Nuestro calendario está entre los mejores legados que heredamos de Roma, y ha facilitado nuestra vida de una manera decisiva.
El empeño de los hombres por controlar y dirigir el paso y la distribución del tiempo es muy antiguo, y siempre ha resultado difícil y complejo. Los calendarios más antiguos estaban basados en los ciclos de la luna, no del sol, y solían estar divididos en períodos de diez meses, lo que propiciaba un desplazamiento constante de las fechas, de manera que una fiesta de otoño podía, con el paso de los años, acabar celebrándose en verano o en primavera.
La necesidad de ajustar el tiempo real con las necesidades de los hombres sin la exigencia de hacer ajustes permanentes, se consiguió finalmente en Roma, en tiempos de Julio César. Veamos.

El año y los meses


En un principio, el calendario romano estaba basado en los ciclos de la luna. Se trataba, pues, de un calendario lunar, dividido en años de diez meses, que estaba atribuido, como tantas otras cosas, a Rómulo, el legendario fundador de la ciudad. Los meses tenían los siguientes nombres:

1º.   Martius (nuestro Marzo). En honor al dios Marte, padre de Rómulo y Remo, fue dedicado el primer mes del calendario.
2º.   Aprilis (Abril). Este segundo mes del año estaba consagrado a Apru, nombre etrusco de la diosa Venus.
3º.   Maius (Mayo). Todavía hoy se discute la atribución de este mes. Puede estar dedicado a Maya, la madre del dios Mercurio, diosa agraria identificada con el crecimiento de la vegetación. Sin embargo, hay autores que defienden que este mes está dedicado a los Maiores, igual que el mes siguiente a sus descendientes, los Iuniores. Éste punto de vista es defendido por Plutarco en su obra Cuestiones romanas, 86.
4º.   Iunius (Junio). Consagrado a la diosa Juno, esposa de Júpiter.
A partir de aquí, los meses deben su nombre al lugar que ocupan en la sucesión del calendario: Quintilis (quinto), Sextilis (sexto), September (séptimo), October (octavo), Nouember (noveno) y December (décimo).

Con esta distribución, el año tenía 304 días, lo que planteaba numerosos problemas prácticos, entre los que estaba el desplazamiento de las fechas de las estaciones. La mentalidad práctica de los romanos intentó buscar una solución.

La reforma de Numa Pompilio


Numa fue uno de los legendarios reyes de Roma. Su origen es sabino y reinó, según la tradición, desde el año 717 hasta el 673 a. C. Hizo una reforma muy importante que dividió el año en doce meses. El historiador Tito Livio nos lo cuenta:
Como la luna no cubre 30 días completos cada mes y faltan 6 días para la totalidad del año determinado por el movimiento del sol, intercaló unos meses complementarios y consiguió que cada 20 años los días coincidieran con la misma posición del sol con que se había empezado... También estableció unos días fastos y otros nefastos, porque algunas veces habría de ser útil no llevar asuntos ante el pueblo. (T. Livio, Historia de Roma desde su fundación, 1.19.6 y ss.)
La reforma de Numa consistió, fundamentalmente en la adición de dos meses más: el 11º llamado Ianuarius (Enero), en honor de Jano, y el 12º llamado Februarius (Febrero), en honor de Februo, dios de las purificaciones. El año terminaba, pues, con un mes dedicado a las purificaciones y, de paso, a los buenos deseos de cara al nuevo año.
La reforma también determinaba el número de días correspondiente a cada mes, de manera que el calendario romano pasó a distribuirse de la siguiente manera:

1º.  Martius, 31 días
2º.  Aprilis, 29 días
3º.  Maius, 31 días
4º.  Iunius, 29 días
5º.  Quintilis, 31 días
6º.  Sextilis, 29 días
7º.  September, 29 días
8º.  October, 31 días
9º.  Nouember, 29 días
10º. December, 29 días
11º. Ianuarius, 29 días
12º. Februarius, 28 días

El resultado de esta distribución de los meses era un año de 355 días. Evidentemente el problema del desplazamiento de las fechas, aunque menor, seguía produciéndose, a pesar de que se intercalaban días para compensar tal desplazamiento. Durante mucho tiempo Roma se rigió por este calendario, basado en las reformas de Numa Pompilio.
Mis lectores se preguntarán entonces, con razón, cuál es la causa por la que en el calendario actual hay algunos meses que han sido desplazados de su lugar, de manera que nuestro Octubre, por ejemplo, no es el octavo mes, como correspondería a su nombre, sino el décimo. Es más ¿por qué Noviembre (el 9º) es el 11º? ¿Y por qué Diciembre (el 10º) es actualmente el 12º? La respuesta nos lleva a la Hispania del siglo II a. C.

Los sucesos de Hispania y el cambio en el orden de los meses


Después del gobierno de Tiberio Sempronio Graco, la provincia de Hispania se había mantenido en calma. En el año 170 a. C., Graco había llegado a ser un gobernador popular entre la nobleza y las tribus hispanas, a quienes trató con decencia. Sin embargo, las cosas cambiaron mucho con la llegada de otros gobernadores, menos sensibles que Graco con los problemas locales. El hecho es que en el año 154 estalló una revuelta en el país de los lusitanos, parte de la actual Portugal. La semilla de la rebelión prendió pronto entre los celtíberos de la Hispania central y otras tribus, y llegó a ser tan fuerte que el senado romano se alarmó ante la posibilidad de que los suministros llegados de Hispania, vitales para Roma, pudieran verse afectados.
Así pues, un decreto del propio senado ordenaba el envío a Hispania de uno de los dos cónsules del año 153 a. C. Su nombre era Quinto Fulvio Nobilior y sus órdenes, acabar con la revuelta. Y éste es el momento en que surge el problema con el calendario. Intentaré explicarlo.
Corría el mes de Diciembre, es decir, el décimo mes del calendario romano. Este hecho planteaba un conflicto muy importante para la mentalidad ultraconservadora del senado romano, pues la urgencia de mandar al cónsul a Hispania chocaba con el hecho, establecido fuertemente por la mos maiorum (la ‘costumbre de los antepasados’) de que la toma de posesión de los nuevos cónsules debía hacerse indefectiblemente en el primer mes del nuevo año, es decir, el mes de Martius (Marzo).
El nuevo cónsul debía esperar, pues, más de dos meses antes de partir a Hispania. Este hecho resultaba suicida en relación con la situación explosiva de la provincia, de manera que el senado romano tomó una decisión que caracteriza muy profundamente su mentalidad: aunar las necesidades prácticas con la mos maiorum de manera tal que la costumbre, la sagrada costumbre transmitida por los padres de Roma, no se viera alterada.
La decisión fue cambiar el orden de los meses. Dado que era Diciembre y urgía la partida del cónsul, se decretó que el mes siguiente fuera considerado a partir de entonces como el primer mes del año. De esta manera, Ianuarius (Enero) pasó a ser el primer mes del año, y el cónsul Nobilior pudo partir a Hispania con todas las de la ley, pues el día en que debía asumir el cargo, fijado en Marzo, se adelantó al 1 de Enero, día que, a partir de ese momento, quedó establecido para siempre como el primer día del año.
El nombre de los meses, sin embargo, se mantuvo por inercia (a pesar de que alguno de ellos resultaba claramente incongruente), y se fijó de la manera en que, todavía hoy, lo seguimos utilizando.
Ésta es la razón por la que octubre, noviembre y diciembre no son el octavo, noveno y décimo meses del año. El orden de los meses quedó establecido de la siguiente manera:

1º.   Ianuarius
2º.   Februarius
3º.   Martius
4º.   Aprilis
5º.   Maius
6º.   Iunius
7º.   Quintilis
8º.   Sextilis
9º.   September
10º.   October
11º.   Nouember
12º.   December

Los sucesos de Hispania cambiaron el calendario de todo occidente para siempre.
Pero el deseo de hacer que el calendario reflejase con exactitud la correspondencia de los días y la sucesión de las estaciones propició nuevos cambios que, finalmente, lo consiguieron por completo.
Éste será el motivo de un próximo artículo.

La amenaza de la democracia (IV)

En los tres artículos precedentes he ido desgranando alguna de las ideas que, según creo, pueden ayudar a comprender el proceso que ha llevado a las sociedades avanzadas, como la europea, a una situación de crisis generalizada como la actual. En el último de esos artículos decía que la solución de esta situación (que en algunos países, como Grecia, empieza a ser casi de emergencia) pasa por la democracia y la educación.
En las líneas que siguen intentaré explicar las razones que me han llevado a esta convicción, aunque voy a detenerme hoy un poco en la historia moderna de Europa. No quiero alargar desmesuradamente la extensión de estos artículos. Ésta es la razón por la que los estoy publicando en una serie de la que éste artículo es la cuarta entrega. Confío en no alargarme mucho más y en no aburriros demasiado.

Del siervo al trabajador. La irrupción de la izquierda


Desde siempre, pero especialmente a partir de la gran revolución industrial del siglo XIX, la base del desarrollo económico y de la riqueza ha estado asentada en lo que conocemos por economía productiva. Por esta razón, el equilibrio político y social de los países occidentales se ha sustentado, desde finales del siglo XIX y principios del XX, en el pacto, más o menos explícito, entre quienes creaban riqueza invirtiendo su capital y quienes la producían, invirtiendo la fuerza de su trabajo. Esta oposición entre capital y trabajo ha conseguido equilibrarse a lo largo de los últimos cien años de la historia de Europa Occidental de una manera lenta y, a veces, dolorosa, basada en la mutua dependencia entre el capital y el trabajo, de manera que ambos han entendido que el modelo de crecimiento, de progreso y de generación de  riqueza y bienestar era imposible sin llegar a una cierta armonía entre las fuerzas del capital y del trabajo.
Naturalmente, tal equilibrio no se ha conseguido de manera voluntaria. Los poseedores del capital, miembros de las clases dominantes desde tiempos inmemoriales, no cedieron, como ha ocurrido en todas las épocas de la historia, parte de su poder sin graves disturbios sociales, protagonizados por trabajadores organizados en sindicatos que, conscientes de su posición clave dentro del esquema de la economía productiva, iniciaron en toda Europa una serie de movilizaciones reivindicativas que, en último término, están en la base de una de las conquistas más nobles de la humanidad: la desaparición del esclavo y el nacimiento del trabajador.
Los antiguos aristócratas, terratenientes, nobles y toda clase de poseedores de riqueza, no tuvieron más remedio que aceptar, a medio plazo, una situación que les era impuesta no por el hecho de que los antiguos esclavos estuvieran cargados de razón, sino porque sin la mano de obra, sin la fuerza del trabajo, toda economía productiva era imposible.
Los poseedores de las tierras, de las minas, de las fábricas, no aceptaron, pues, la nueva situación gracias a un proceso de reflexión que les hiciera asumir que la explotación del trabajo de esclavos era moral y éticamente inasumible; aceptaron la nueva situación porque, de no hacerlo, su posición política y social, y, especialmente, su riqueza, habrían de venirse abajo sin la participación de una mano de obra prestada por trabajadores con derechos, no por esclavos.
Sin embargo, no toda la nobleza europea fue capaz de entender este proceso inevitable. En la Rusia zarista los nobles llevaron la situación hasta el extremo, incapaces de comprender y aceptar que el esquema medieval, basado en la posesión de la vida, el cuerpo y el alma del siervo, había llegado definitivamente a su final. Mientras la mayor parte de la población moría de hambre, de frío o de enfermedades, en el palacio del zar y en las mansiones de los nobles el caviar se servía en cuencos de plata mientras la música vienesa llenaba de un eco incomprensible las heladas calles de San Petersburgo. Pocos nobles fueron capaces de prever la tempestad que, nacida de vientos que ellos mismos habían sembrado a lo largo de siglos de completa arrogancia, se les venía encima.
La revolución bolchevique de 1917 convirtió Rusia en la Unión Soviética. Todas las potencias occidentales se pusieron en guardia, especialmente Inglaterra, Francia y Alemania, alarmadas por la irrupción de un nuevo poder que amenazaba con exportar hacia occidente la revolución bolchevique. Ese nuevo poder fue canalizado a través de los partidos comunistas que, poco a poco, empezaron a penetrar en el sustrato ideológico de los nuevos trabajadores que, en toda la Europa occidental, se habían agrupado en torno a los llamados partidos socialistas.
La izquierda, aglutinada fundamentalmente en torno a las ideologías socialista y comunista, había echado raíces en toda Europa.

El capitalismo humano: la socialdemocracia y la democracia cristiana


El equilibrio entre el trabajo y el capital ha sido verdaderamente difícil e inestable a lo largo de toda la historia del siglo XX. En muchos aspectos, la búsqueda de este equilibrio me recuerda, salvando mucha distancia y no pocas disimilitudes, a otra búsqueda que, en realidad, estuvo presente siempre a lo largo de la historia de la antigua Roma. También fue la búsqueda de un equilibrio, el que inevitablemente debía producirse entre los patricios y los plebeyos romanos.
En el caso de la Europa del siglo XX, la necesidad de tal equilibrio vino impuesta, a mi juicio, por dos razones. Una de naturaleza económica; la otra política y social. Veamos.
No es posible, en efecto, una economía productiva sin la presencia del capital y del trabajo. La aparición de los partidos socialistas y de las organizaciones sindicales obligó a los patronos a llegar a acuerdos con sus trabajadores, que presionaron con el ejercicio de una nueva práctica letal para toda economía productiva: la huelga. En este sentido, las huelgas de los mineros en Gales, por ejemplo, y la aparición en el parlamento inglés del partido del trabajo (el actual Partido Laborista), modificaron para siempre el panorama económico no sólo de Inglaterra, sino de toda Europa. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial.
La otra razón (política y social, como decía) tuvo que ver con el miedo que en toda Europa occidental produjo la posibilidad de que la influencia del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) se extendiera, como una mala hierba, por todo el territorio de los países europeos. Tal miedo hizo que en el prólogo de la Segunda Guerra Mundial las potencias occidentales estuvieran dispuestas, incluso, a considerar a Hitler un mal menor frente a Stalin y el PCUS.
Así pues, una necesidad económica (aunar los intereses del capital y del trabajo como único medio de mantener una economía productiva) y otra política (evitar la penetración de las ideas comunistas propiciadas por el PCUS) hicieron que, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, se desarrollara en Europa una tercera vía política dispuesta a consagrar para siempre los derechos de los trabajadores a cambio de evitar, también para siempre, el peligro de los partidos comunistas y de una ideología que, a la luz  de los crímenes cometidos en la Unión Soviética por Stalin, debía desecharse por completo. Mis lectores saben que en la Historia rara vez de consigue algo “para siempre”.
Esta tercera vía, empero, tuvo dos versiones, ambas caracterizadas por una doble idea de base: de un lado, hacer desaparecer el rostro inhumano de un pasado caracterizado por el abuso de una nobleza política y militar que había sumido a Europa en un período terrible de hambre, explotación y guerras. Es la vía de la llamada Democracia Cristiana, surgida en el seno de la llamada doctrina social de la Iglesia y basada en la encíclica Rerum Novarum, publicada por el Papa León XIII en el año 1891. En torno a esta vía se agrupa, todavía hoy, la derecha europea.
De otro lado, hacer desaparecer también la práxis que caracterizaba al comunismo practicado por Stalin en la Unión Soviética. En una palabra, conseguir una dignificación de la izquierda, que hiciera olvidar en occidente el llamado “socialismo real”. Esta alternativa apareció en el seno del movimiento obrero y el socialismo, y aceptaba (y postulaba a la vez) que no existe conflicto entre la economía capitalista de mercado y lo que, a partir de entonces, comenzó a llamarse sociedad o estado de bienestar, siempre que el Estado tenga poder y medios suficientes para garantizar a todos los ciudadanos una amplia protección social. Ésta es la propuesta de la llamada Socialdemocracia.
Ambas corrientes tuvieron, como decía, una característica común: centrar todo su modelo en el ser humano; dignificar el concepto del hombre e intentar que todos los ciudadanos, fuera cual fuese su condición económica o social, viesen en el poder del Estado un halo protector, no opresor ni perseguidor. Por eso ambas corrientes hicieron de la democracia no sólo su bandera, sino su credo político irrenunciable.
La irrupción de la Democracia Cristiana acabó con la derecha fascista que, con algunas excepciones (España y Portugal) fue barrida del mapa político de la nueva Europa surgida de la Segunda Guerra Mundial.
La irrupción de la Socialdemocracia y su llegada al gobierno en algunos países europeos (especialmente los llamados países nórdicos) puso en dificultades a los partidos comunistas, que, ya desde 1956, cuando comenzaron a conocerse algunos contenidos del famoso “informe secreto” de N. Jrushchov en el seno XX Congreso del PCUS (en el que se denunciaban sin tapujos los excesos criminales de Stalin), se vieron gravemente heridos. En la medida en que la socialdemocracia parecía imponer su modelo, los partidos comunistas hicieron un último esfuerzo por sobrevivir, creando la famosa corriente “eurocomunista” que, en cualquier caso, sólo fue el preludio de su práctica desaparición de la escena política europea, polarizada entre estas dos grandes corrientes políticas: la socialdemócrata y la democratacristiana.
Éste ha sido, a grandes rasgos, el origen de la Europa moderna. Y la verdad es que la aplicación de modelos políticos basados en el respeto por el ser humano, y la creación de un Estado, llamado de bienestar, caracterizado por la extensión de los servicios sociales básicos (educación, sanidad, justicia) a todos los ciudadanos, han hecho de la llamada Europa Occidental un referente ético y moral en todo el mundo.
¿Qué ha ocurrido para que quienes se siguen llamando hoy socialdemócratas y cristianodemócratas hayan decidido renunciar a los principios que los hicieron nacer, primero, y triunfar, después?
¿Qué clase de ataque está haciendo tambalearse a la Europa que nuestros abuelos y padres crearon después de sufrir innumerables horrores en los campos de batalla, en los campos de exterminio, en las cárceles de Hitler o en los Gulags de Stalin?
La clase de ataque que Europa ha empezado a sufrir desde hace unos años es muy difícil de parar. No tenemos la suerte de poder mirar a los ojos de nuestro enemigo y combatirlo de frente. Es un ataque que tiene que ver con las leyes de la Historia y se dirige contra la democracia y la educación.
Intentaré explicarlo en el próximo artículo.

Violencia de guante blanco

Ayer, una vez más, los informativos de medio mundo transmitieron la imagen de una Atenas en llamas y exhibieron el rostro compungido de algunos políticos condenando la violencia. Esa violencia que condenan –y que, en el fondo les favorece–, la hemos condenado repetidamente, no sólo con palabras sino también con actos, quienes acudimos una y otra vez a manifestarnos desde la no-violencia contra la desmedida violencia de guante blanco ejercida impunemente por quienes de iure y de facto nos gobiernan.
Ayer, desde las cinco de la tarde, había en la plaza Syntagma de Atenas más de cien mil personas tratando de impedir de forma no violenta que avanzara aún más el funesto plan que está dejando a Grecia hundida en la miseria y sometida a la voluntad de sus controvertidos acreedores. Esa no-violencia no llenó las pantallas ni los periódicos. Sin ir más lejos, pasó desapercibida la imagen de los ancianos Mikis Theodorakis y Manolis Glezos tratando de hablar con los antidisturbios y teniendo que ser evacuados entre una nube de gases lacrimógenos. Yo estaba allí, a su lado, junto a otros muchos que tragamos de lleno la primera bocanada. Corrimos todos haciendo arcadas y tratando de abrir paso para sacar a Theodorakis en su silla de ruedas pegado a una máscara antigás.
Media hora después, ya recuperados, los dos respetados personajes trataron de acercarse de nuevo mientras, en uno y otro punto de la plaza, la policía continuaba lanzando gases contra una masa compacta de manifestantes pacíficos que retrocedía y volvía a avanzar según la densidad del humo, sin intención de abandonar la plaza. Todo esto –de lo que poco se informa–, sucedió mucho antes de los disturbios en las calles circundantes, mucho antes de que cayera la noche y, lamentablemente, instigadores y alborotadores –cuya tesitura moral guarda nula relación con la del grueso de los manifestantes– hicieran arder varios edificios del centro.
Esta violencia de reyerta la condenamos todos. Pero hay que condenar también la otra: la de un gobierno que, lejos de garantizar el derecho a la manifestación pacífica, gasea sistemáticamente a quienes tratan de ejercerlo para no sentirse cómplices de la injusticia; la de unos “representantes” de oídos sordos que no se atreven a asomarse siquiera a la ventana del parlamento para ver que, desde hace ya tiempo, gobiernan de espaldas a una ciudadanía cada vez más desesperada; la violencia de estar mintiendo reiteradamente a esa ciudadanía y de escamotearle un referéndum para pronunciarse sobre pactos que la comprometerán durante largos años y que están siendo firmados en su nombre por un gobierno colaboracionista de muy dudosa legitimidad democrática; la violencia de haber dejado a 30.000 personas sin hogar durmiendo entre cartones este invierno; la violencia de haber situado ya al 28% de la población del país bajo el umbral de la pobreza; la violencia de condenar a una generación al paro, o a la miseria de ser contratado por 500 euros y acribillado a impuestos; la violencia de cortar el suministro eléctrico a las familias mientras se subvenciona a fondo perdido a la banca; la violencia de estar desmantelando el Estado social y democrático para pagar la insensatez de los políticos y el descontrol de la especulación. Esta es la violencia que hay que condenar, la impune violencia de guante blanco, la violencia impoluta de los hipócritas que callan sabiéndose cómplices de un sistema que produce a manos llenas misera, explotación, colonialismo, guerra y muerte, y, sin embargo, hacen un consternado gesto de repulsa cuando ven arder un contenedor de basura.
Pedro Olalla. Atenas, 13/02/2012

Estupidez

La naturaleza de algunos hombres, especialmente los que se han entregado a la tarea política, propende a la corrupción. Basta con el hecho de que el poder los roce o que las elecciones los santifiquen para que sus ideas, intenciones y deseos, se conviertan en materia, en la seca y mísera materia con que se destruyen todas las ilusiones.
El pueblo parece haberse acostumbrado al diario saqueo al que es sometido por unos políticos rapaces que conciben su actividad como la de un depredador siempre dispuesto a exprimir, hasta la última gota, la sangre de sus presas.
Mas, a pesar de que la actividad política parece atraer a toda una larga lista de rufianes, a pesar de que la corrupción produce repugnancia en la conciencia de cualquier persona honrada y marchita a diario la raíz de todo estado de derecho, hay algo que me parece todavía más grave, más decisivo, que demuestra casi definitivamente el curso final de la historia de una sociedad.
No es fácil definirlo con una sola palabra ni precisarlo con una frase sencilla y certera. Los síntomas son varios y, con demasiada frecuencia, se camuflan con los que producen otras enfermedades de origen político: desencanto, resignación, pesimismo... El pueblo parece entregado, dispuesto, decidido a soportar toda la carga de iniquidad que la casta política le obliga a llevar sobre sus espaldas.
En el punto álgido su enfermedad, la gente común, aquella sobre la que se asienta todo el poder de los estados y de los gobiernos, parece inclinarse a admirar a los políticos corruptos, parece incluso envidiarlos, deslumbrada por la magnitud de sus ganancias, por el descaro de su riqueza y la dimensión de su poder. Entonces, febril como un enfermo incurable, los vota de nuevo, los defiende de los tímidos intentos del estado por poner coto a sus iniquidades y, finalmente, se deja gobernar de nuevo con resignación, pasivamente, por los mismos hombres que no sólo la engañan sin el más mínimo pudor, sino que la despojan, poco a poco, de todo ápice de dignidad.
No es fácil comprender la razón por la que esto sucede. Sin embargo, si cualquiera de nosotros estudia con calma los datos cotidianos, habla con la gente sobre los sucesos que caracterizan su vida diaria, y observa la pasión con que casi todo el pueblo vuelca sus afectos y frustraciones en las actividades privadas de aquellos que se autodefinen como famosos, comprueba rápidamente cómo la capacidad crítica ha sido completamente desactivada por un poder que fomenta, complacido, unos espectáculos públicos masivos basados en la más vergonzosa venalidad.
También es relativamente fácil constatar que la mayor parte de las personas valiosas, íntegras, capaces y sabias huye de la política como de una enfermedad incurable.
Si cualquiera de nosotros reflexiona un momento e intenta interpretar los síntomas que nos permiten identificar la enfermedad que parece haber hecho presa en nuestra sociedad, es muy posible que llegue a esta conclusión: la enfermedad no es desencanto, ni resignación ni pesimismo. La ascensión de los políticos corruptos, su permanencia en el poder, su inmunidad, están basadas en una enfermedad menos perceptible, pero mucho más grave: la estupidez.
Por eso la clase política cultiva con mimo el terreno sobre el que crece la droga de la estupidez.

Delfos: el ombligo del mundo

Delfos. Templo de Apolo
Delfos. Templo de Apolo.
El templo de Apolo visto desde su lado oeste. Este es uno de los lugares más impresionantes del mundo antiguo. Las Fedríades, rocas de aspecto amenazante, parecen rodear el templo con su manto de piedra.
La historia ha ocurrido en lugares que no siempre parecen reflejar los sucesos que se fraguaron sobre ellos, como si no estuvieran a la altura de su fama. Con frecuencia, el viajero que busca algo más que la vacía contemplación de un paisaje, de un templo o de un campo de batalla, parece no reconocer el lugar que tiene delante de sus ojos, defraudado quizá por la magnitud de lo que había imaginado y desorientado por la austeridad, la pequeñez o la aparente fragilidad de lo que contempla.
Mas éste no será el caso de quien contemple Delfos por primera vez, pues quizá ningún lugar de Grecia refleja tan imponentemente la importancia que la historia habría de reservarle. Delfos, el ombligo del mundo, el santuario panhelénico al que acudían gentes, ciudades y Estados de todo el mundo, la sede del oráculo más importante de la Antigüedad, el hogar del enigmático dios Apolo, se alza sobre uno de los emplazamientos geográficos más impresionantes de toda Grecia, flanqueado al norte por las nevadas cumbres del monte Parnaso y al sur por un mar de olivos que se extiende inmenso hasta las costas del golfo de Crisa, un lugar de aguas transparentes, un pequeño paraíso acariciado por las olas del mar Jónico.
En este lugar, antiguo y desconcertante, se escribió buena parte de la historia de la antigua Grecia.

1.- MITO
El ombligo del mundo


Después de su nacimiento en la inhóspita isla de Delos y de su viaje al lejano país de los hiperbóreos, en el lejano norte, Apolo buscaba un lugar en el que fijar la sede de su culto. Deambuló por toda Grecia sin saber con claridad dónde habría de escribirse su destino. Su padre Zeus, que contemplaba los afanes de su hijo con la calma de quien conoce el significado de las cosas, decidió ayudarlo en la elección del lugar en que habría de levantar su templo.
Tomó en sus manos dos águilas: lanzó una hacia poniente y otra hacia el sol naciente. Las dos aves volaron raudas como el viento, impulsadas por el poderoso remar de sus alas: atravesaron mares, océanos, tierras habitadas y desiertos, y, a punto de encontrarse, lanzaron sus agudos gritos al sobrevolar una las cumbres del Parnaso, otra los campos y barrancos del golfo de Corinto. Justo sobre Delfos, las dos águilas de Zeus juntaron sus garras y danzaron en círculo, anunciando a todos que aquel lugar en el que se habían encontrado después de rodear con su vuelo el orbe entero de la tierra, era el centro, el ombligo del mundo.
Delfos era ya la sede de un pequeño y modesto santuario, vinculado a Gea, la Tierra, y a Temis, la diosa de las leyes eternas, la sabia consejera del propio Zeus. Sobre ella había recaído hasta entonces la dura tarea de predecir el futuro, de adentrarse en los secretos del porvenir para comunicárselos a hombres y dioses que, confiados en su sabiduría, acudían a ella, agobiados por los trabajos del presente y los enigmas del futuro.
Apolo vio el encuentro de las dos aves encima del cielo de Delfos. Eufórico y agradecido, dijo:
“Aquí me procuraré un templo hermosísimo que sea por siempre oráculo para los hombres. Aquí vendrán todos los hombres, ya desde el sur, del fértil Peloponeso, ya desde Europa, la fértil, o desde las islas ceñidas por las corrientes del mar. Todos vendrán a mi oráculo a consultarme y yo les mostraré mi infalible determinación”. [1]

Lucha por la posesión de Delfos


Mas el dios, joven todavía, ignoraba que su templo habría de levantarse sobre los ecos de una dura lucha. En efecto, no lejos del lugar en el que había decidido edificarlo, una grieta penetra en la tierra. De ella brota un manantial fresco y cristalino que desciende desde el Parnaso por una fisura que se asienta entre los escarpados picos de Nauplia e Hiamia. El lugar invita a los caminantes a calmar la sed y el calor, pues, al lado del camino, brota una fuente de aguas transparentes, frías y dulces. Mas al lado de la fuente [2], junto a su corriente, vivía una gigantesca serpiente, de nombre Pitón. Apolo supo en seguida que aquella serpiente representaba un peligro mortal para su santuario y, a la vez, un  recuerdo incómodo del mundo del pasado. Decidió enfrentarse a ella y comenzar su dominio sobre Delfos con un gesto incuestionable de autoridad y de poder.
Fue una decisión que todos habrían de aplaudir, especialmente los asustados habitantes de aquellas tierras, pues Pitón, hija de Gea, cruel y sanguinaria, ocupaba su tiempo exterminando a todo aquel que se acercaba a la fuente, enturbiando las aguas de los otros manantiales que fluían desde el Parnaso y asustando a las ninfas, habitantes de los sombreados parajes de los cercanos bosques. Acechaba el ganado, quebraba las cepas de las viñas y las ramas de los olivos.
Apolo, acompañado por su hermana Ártemis, se acercó a la fiera con una flecha dispuesta sobre la tensada cuerda de su arco. Sin mediar palabra, sin dedicar a la bestia un solo gesto, disparó certero. Herida de muerte, Pitón comenzó a jadear profusamente y, rodando por el suelo, abrumada por los dolores de la muerte, lanzó un grito indescriptible, exhalando su último aliento con la boca ensangrentada. [3]
Entonces, lleno de orgullo, se jactó Apolo, poseído por la gloria de aquella primera victoria. Con displicencia, sin un ápice de piedad, mirando a la serpiente con el desprecio de quien se siente superior, le dirigió estas palabras:
“Púdrete [4] ahora sobre la tierra que nutre a los hombres. Ya no serás más una carga aciaga para los hombres, que, comiendo los frutos de la fértil tierra, me harán aquí hermosos sacrificios. En este lugar te pudrirá la negra tierra y los radiantes rayos del sol”. [5]
Una alegría sin nombre invadió el corazón de quienes poblaban la fértil llanura de Crisa. Agradecidos, instauraron en honor del dios que había liberado sus tierras unos juegos que recibieron, en recuerdo de la hazaña de Apolo, el sobrenombre de “píticos”. Durante siglos, gente procedente de todos los rincones de Grecia habría de viajar a Delfos para conmemorar esta prueba del afán civilizador de Apolo: la derrota y muerte de la serpiente Pitón, símbolo del pasado, de un mundo que ya no habría de volver nunca.
Vencida Pitón, nada detuvo al dios. Delfine, el otro ser guardián de Delfos, huyó sin enfrentarse con Apolo. Su cuerpo mitad mujer, mitad serpiente, desapareció para siempre de los recuerdos de la gente.
Temis tampoco opuso resistencia, vencida por el convencimiento de que su tiempo había terminado. Caminó con Apolo por los lugares que siempre habían sido su hogar desde los lejanos tiempos en que Gea, la Tierra, había alumbrado el mundo en medio de terribles convulsiones, y se rindió al poder de aquel dios joven, henchido de energía. Sin temor, sin angustia, con la sensación de que liberaba su mente de un peso que ya era insoportable, comunicó al hermoso Apolo los secretos del futuro.
Cuando se fue, no miró hacia atrás. El paisaje que poblaba sus ojos era todo el horizonte.

El oráculo de Apolo


Apolo era ya el dueño de la tierra délfica. Sobre las quebradas de las Fedríades, rodeado por cientos de cornejas que graznaban a su alrededor, intentó contemplar el futuro, penetrar en el interior del templo que habría de alzarse sobre una terraza, encima del valle.

Delfos. Templo de Apolo. Entrada principal
Delfos. Templo de Apolo. Entrada principal
Entrada principal al templo de Apolo, corazón del oráculo. La niebla y la nieve cubren en invierno el santuario de Delfos, quizá el lugar religioso más importante de toda la Antigüedad.
Cierra los ojos. Ve entonces el dios su templo, y se fija en la inscripción que resalta sobre su entrada: γνωθι σεαυτόν “Conócete a ti mismo”. Arruga su tersa frente, preguntándose por el significado de aquellas palabras que serían en el futuro uno de sus símbolos. Camina hacia el interior del edificio cargado de un olor dulce y penetrante, y en el ádyton, la parte más recóndita, el lugar más sagrado, consagra un trípode al lado de un laurel cuajado de hojas, recuerdo de su infortunado amor por Dafne [6]. Coloca el trípode sobre una grieta de la tierra; una grieta de la que mana un soplo imperceptible para los mortales. El soplo que hará posible a los hombres el conocimiento del futuro.
Ve entonces a la pitia [7], una mujer sentada sobre el trípode sagrado: parece sumida en un trance, poseída por el deseo de penetrar en el futuro. Es una anciana de gesto inexpresivo, está pálida y tiene el cuerpo agarrotado, los ojos en blanco, y no deja de masticar hojas de laurel mientras respira profundamente el soplo que surge de la grieta de la tierra [8].
Cuando su trance parece llegar al punto culminante, su rostro se crispa, sus labios se entreabren dejando al descubierto el verde espumarajo en que se ha convertido el laurel, fermentado en su boca. Entonces, rígida como una columna, deja escapar del interior de su boca un rugido que no parece surgido de las entrañas de su cuerpo, sino de alguna sima de la tierra. Es la voz del futuro, la respuesta de Apolo a los enigmas que los hombres le plantean. Sólo unos pocos sacerdotes, servidores del templo igual que ella, tienen el privilegio de escuchar aquella voz. Todavía son menos los que alcanzan a entenderla.

2.- HISTORIA
Siglos de olvido


Sobre las ruinas de lo que fue el antiguo santuario oracular, se alzó un pueblo llamado Castri. Utilizando material de los antiguos edificios, la gente construyó sus casas, sus establos y sus corrales. Durante mucho tiempo los ecos de la historia de este lugar apenas resonaron en este grandioso paisaje, junto a la sagrada fuente Castalia, cuyo manantial discurre entre las impresionantes Fedríades, los dos salientes rocosos del Parnaso que dominan el valle sobre el que se asentó el santuario de Delfos.
Mas en el siglo XIX, con el auge de la arqueología, se crearon en Grecia una serie de instituciones extranjeras cuyo objetivo era promover la investigación arqueológica. Entonces el santuario de Apolo, enterrado por la acción combinada del tiempo, los terremotos y la actividad humana, comenzó a ser rescatado del olvido: la Escuela Francesa de Atenas obtuvo un permiso del gobierno griego para poder realizar una excavación completa en Delfos.
La hora de confrontar el mito con la historia había llegado.

Una excavación titánica


El primer problema que planteaba la excavación arqueológica de Delfos era verdaderamente difícil: había que destruir por completo la aldea de Castri para poder tener acceso a los niveles arqueológicos. Sólo la intervención del gobierno francés hizo posible que el proyecto siguiera adelante. En 1891, la Cámara aprobó un crédito de 400.000 francos (una cantidad de dinero muy importante para la época) para poder cubrir las indemnizaciones que debían cobrar los habitantes de Castri.
En 1893 comenzó a escribirse una de las páginas más impresionantes de la historia de la arqueología. La aldea fue borrada del mapa y el lugar cubierto con una red de vías de ferrocarril que sirvió para evacuar miles de metros cúbicos de escombros. Numerosas cuadrillas de obreros se turnaron casi sin descanso a las órdenes de E. Bourget, P. Pedrizet y otros miembros de la Escuela Francesa. En el lugar había la tensión que late en los momentos previos a los grandes descubrimientos. En realidad, los hechos confirmaron (y aun rebasaron) muy pronto todas las expectativas.
La excavación siguió más o menos el curso de la llamada Vía Sacra, el camino que seguían los peregrinos que llegaban a Delfos. Muy pronto se descubrió un pequeño edificio (el tesoro de los atenienses) que llenó de esperanza a todos los que participaban de los trabajos. A este descubrimiento siguieron otros todavía más importantes: el tesoro de los sifnios, el teatro y el templo de Apolo, además de un número importante de estatuas, entre las que se encuentra el famoso Auriga de Delfos, una obra en bronce que es considerada hoy día como una de las piezas maestras de la estatuaria griega.

Auriga de Delfos
El rostro enigmático y melancólico del Auriga de Delfos

Por todas partes, en los muros que flanquean la Vía Sacra, en las bases de las estatuas y en cualquiera de las muchas piedras talladas que yacen desperdigadas por todo el recinto, aparecieron inscripciones de todo tipo. Muchas son frases de agradecimiento al dios, escritas por toda suerte de fieles a los que Apolo había ayudado de alguna manera. Otras tienen notaciones musicales que, todavía hoy, siguen sin ser definitivamente interpretadas. Delfos es un verdadero libro cuyas hojas de piedra guardan secretos que están todavía por contar.
Finalmente, fueron sacados a la luz otros dos recintos: uno de ellos es un estadio, ubicado en la parte más alta del área de excavación del santuario; el otro es un santuario, situado más abajo que el de Apolo, al otro lado del camino. Se trata de un espacio dedicado a la diosa Atenea, que es conocido hoy día con el nombre de Atenea Pronaía. En su interior se encuentra una thólos, edificio circular que forma parte de las imágenes más conocidas de Delfos.
Por fin, en el año 1903 el lugar fue entregado solemnemente a las autoridades griegas. Se había construido un museo para albergar los tesoros descubiertos. A pesar de que la Escuela Francesa dio por concluida la “gran excavación”, los trabajos nunca han cesado hasta nuestros días.

3.- UN LENGUAJE OBLICUO DEL ORÁCULO


El hecho de que Delfos atrajera la atención de los arqueólogos se debe a que es uno de los lugares angulares de la civilización griega. Su presencia es permanente en todas las muestras del espíritu griego: arte, literatura... Su excepcional importancia se debe, sobre todo, al oráculo, que funcionaba en el lugar mucho antes de la época en que fue asociado con el dios Apolo. La posibilidad de penetrar en el futuro debió de ser un poderoso imán que atrajo a gente de todo tipo, deseosa de conocer lo que el porvenir habría de depararlos en un mundo presidido por la violencia.
La importancia política del santuario fue tal que toda decisión que afectara a cualquiera de las ciudades-estado griegas se tomaba tras haber consultado antes el oráculo. Los reyes persas y los faraones egipcios llevaron ofrendas al templo e, incluso, se procuraron su benevolencia en no pocos conflictos con los griegos. Desde el punto de vista político, Delfos fue también un lugar de jerarquía internacional.
Mas las respuestas del dios eran siempre ambiguas, enigmáticas y, con frecuencia, difíciles de interpretar correctamente.
Temístocles, estratego ateniense durante los difíciles días de la segunda guerra contra los Persas (480 a. C.), consultó al oráculo de Delfos cuando el ataque persa contra Atenas parecía completamente inevitable. Apolo, a través de la pitia, contestó: “buscad refugio en la ciudad (o en el muro) de madera”. Tal respuesta parecía aludir claramente a la acrópolis, cuyos edificios eran entonces, en su mayoría, de madera. Mas Temístocles, hombre hábil e inteligente que había comprendido desde hacía tiempo que la salvación de Atenas estaba en el poder de su flota de guerra, convenció a la Asamblea de que el dios se refería no a la acrópolis sino a los barcos. La “ciudad de madera” era la flota. Los atenienses abandonaron su ciudad, desembarcaron a las mujeres, ancianos y niños en las playas de la isla de Salamina y esperaron a los persas en los angostos estrechos que separan sus costas del continente. En la batalla de Salamina (septiembre de 480 a. C.) los persas fueron completamente derrotados y la historia de occidente tomó un rumbo que todavía no ha abandonado en nuestros días. Temístocles interpretó bien el oráculo.
Muchos otros no tuvieron tanta suerte.



[1] Himno a Apolo 287 y ss.
[2] Esta fuente fue conocida después con el nombre de Castalia. Desde su manantial, en el que debían purificarse todos los peregrinos, partía la Vía Sacra que conducía hasta el oráculo del dios. Todavía hoy sigue manando.
[3] Himno a Apolo 357 y ss.
[4] El significado exacto de la palabra Pitón se nos escapa. En el texto del Himno a Apolo (versos 372 y ss.) parece que hay un juego de palabras con el verbo pýtho, que significa “pudrirse”. En efecto, quizá la relación entre el nombre de la serpiente y el sobrenombre “Pitio” que adopta Apolo se debe a que fue allí mismo donde el calor del sol hizo que se pudriera el cadáver de la serpiente. Sin embargo, ya en la Antigüedad se proponían otras etimologías, como la que relaciona el nombre de la serpiente con pythésthai ‘informarse’, significado que cuadra muy bien con la historia oracular del lugar.
[5] Himno a Apolo 363 y ss.
[6] Dafne (palabra que en griego significa “laurel”) es hija de la Tierra y del río tesalio Peneo. Apolo se enamoró perdidamente de ella y la persiguió con el deseo de poseerla. La muchacha, ajena al deseo amoroso, pidió a su padre ayuda antes de caer en los brazos del dios. Entonces, cuando Apolo iba a abrazarla, se transformó en laurel.
[7] Pitia es el nombre con el que era conocida la mujer que entraba en trance para comunicarse con Apolo. El nombre recuerda la época en que Pitón, la serpiente vencida por Apolo, era la guardiana del santuario.
[8] Una antigua tradición refería que en Delfos había un khásma gês, es decir, una “grieta de la tierra” de la que emanaba un gas (pneûma) de efectos más bien inexplicables. Plutarco nos da detalles muy interesantes sobre esta tradición (completamente verídica, a mi juicio) en su obra La desaparición de los oráculos. Personalmente he tratado este asunto en mi libro El rayo y la espada I, Alianza Editorial, Madrid 2008, en cuyas páginas puede encontrar el lector interesado una exposición amplia sobre las causas externas e internas que, a mi juicio, explican el trance adivinatorio de la pitia.