El destierro de la diosa: guerra y sociedad patriarcal

Πόλεμος βίαιος διδάσκαλος 
La guerra es un feroz maestro 
TUCÍDIDES

La Ártemis cazadora


En la medida en que Ártemis fue incorporándose al panteón olímpico de los dioses griegos, su imagen fue cambiando. Este cambio es completamente lógico, pues las imágenes de los dioses se adaptan a las expectativas que los mortales depositan en ellos, adecuándose a las necesidades religiosas de cada época. Afortunadamente, en el caso de Ártemis podemos seguir el proceso con bastante precisión.


Durante la época arcaica (siglos VIII-VI a.C.) la imagen de la diosa se adaptó a los rígidos modelos que establecía la estatuaria de la época. Un buen ejemplo de esta adaptación es la figura conocida como Ártemis de Delos, fechada en siglo VII a.C. y conservada en el Museo Nacional de Atenas. Se trata de una imagen de unos 75 cm de altura, que representa con toda seguridad a la diosa, pues una inscripción nos informa de su origen y establece que fue dedicada por una tal Nicandra, de la isla de Naxos, a «la diosa que se complace lanzando sus flechas lejos».
Afortunadamente, la escultura no es la única fuente iconográfica que poseemos para hacernos una idea de la imagen de Artemis; los pintores que decoraban los maravillosos vasos de la cerámica de esta época, fueron algo más explícitos que sus colegas escultores, atrapados todavía dentro del corsé que suponían unos recursos técnicos limitados.
Ciertamente, la Artemis que aparece decorando la cerámica arcaica está caracterizada por los mismos rasgos que hemos visto en sus orígenes. Un buen ejemplo es el famoso Vaso François, en una de cuyas asas hay una Ártemis alada, señora de las fieras, que sostiene por el cuello a un león (o una leona) y a un ciervo. La diosa se muestra así con todo su poder, representada en un tamaño deliberadamente más grande que el de los dos animales.
Al final de la época arcaica, ya en el siglo V a.C., estaba muy bien establecido el modelo iconográfico de la diosa cazadora que, vestida con ropa adecuada para la caza, con el pelo recogido por una diadema y armada con su arco y el carcaj repleto de flechas, habría de ser, desde entonces hasta hoy mismo, una figura ornamental en multitud de parques y jardines. Este modelo adquirió sus rasgos definitivos en el siglo IV a.C., con las esculturas de Praxíteles y Leocares, autor este último de la estatua que sirvió de modelo a la ya citada Ártemis de Versalles. Tales rasgos se consolidaron aún más con la asimilación de Ártemis a la Diana romana.
Normalmente la evolución que escultura y pintura muestran de la imagen de un dios suele correr paralela a la que se muestra también en los textos literarios. Así, las imágenes de la Artemis originaria, identificada con la Pótnia therón minoica, tienen su correlato literario en las tablillas micénicas. Por supuesto, la diosa tiene en época clásica un protagonismo notable en numerosas obras de los autores griegos, donde se presenta sola o en compañía de su hermano Apolo. Sin embargo, su primera aparición literaria, en la Ilíada de Homero, resulta verdaderamente chocante; tan chocante que voy a detenerme un momento en este punto, muy revelador a mi juicio.

Copia de la Ártemis del Vaso François. (Museo Arqueológico de Florencia). La magnífica vasija a la que pertenece esta figura es una crátera funeraria de año 570 a.C aproximadamente. Fue modelada por el ceramista Ergótimo y pintada por Clitias, ambos artistas atenienses. Ártemis aparece representada como señora de las fieras y con las llamadas «alas pérsicas», que se caracterizan por tener las puntas vueltas en forma de volutas. V. figura 7.
De hecho, esta aparición primera de Ártemis en la literatura griega no es un hecho de significado meramente cronológico, sino que es un verdadero hito en el proceso de occidentalización de la diosa, fundamental para integrarla en su nuevo papel dentro de una religión como la griega, marcadamente patriarcal. Esto es, en realidad, lo que en general hizo Homero, no sólo en el caso de Artemis: transmitir por escrito, de una manera consistente, los modelos que la ideología de las clases dominantes necesitaban establecer.
El pasaje que voy a comentar está situado en el contexto de la llamada “batalla de los dioses”. En un momento dado, los habitantes del Olimpo, que siguen con atención los acontecimientos acaecidos en torno a las murallas de Troya, toman partido; unos favorecen a los troyanos (Apolo y Ártemis, por ejemplo, que parecen comportarse de manera coherente con sus orígenes asiáticos), otros a los griegos. En un momento dado el propio Poseidón reprocha al hermano de Artemis, Apolo, que haya olvidado las penalidades que pasaron juntos cuando, en otro tiempo, construyeron las murallas de Troya por orden de Zeus [43], y que siga, a pesar de ello, prestando su ayuda a los troyanos.
Apolo le contesta un tanto displicentemente, recordándole que es absurdo discutir (y mucho menos llegar a las manos) por culpa de los mortales:
«[...] no me contarías por sano de juicio
si fuese por mor de mortales a entrar en liza contigo,
míseros, que, semejos a hojas, tan pronto en su brío
verdecen de vida, comiendo de mies del campo aradio,
tan pronto sin fuerza se van marchitando. No, sino hito
pongamos aquí a la lid, y ellos lidien entre sí mismos.»
Tal en hablando, la vuelta se dió; pues venir con su tío 
[...] a las manos tenía por desatino.» [44]
La escena no pasaría de ser una más de las muchas en que, a cuento de todo tipo de asuntos, los dioses discuten con la misma vehemencia que los mortales. Lo que la hace diferente a otras es que intervienen dos diosas: primero Ártemis, luego Hera, la esposa de Zeus. Y las intervenciones de ambas son, a mi modo de ver, extraordinariamente esclarecedoras en relación con el papel que las dos habrían de jugar en la religión griega. En realidad, toda la escena es muy educativa, en el sentido de que dos dioses “mayores”, Poseidón y Hera, ponen en su sitio a dos “jovencitos” recién llegados al Olimpo desde las tierras de Asia.
Cuando Ártemis oye las palabras de su hermano, se vuelve hacia él y le increpa, casi le insulta, echándole en cara que sólo tenga fuerza con la palabra.
[...] le riñó su hermana, la que es de las fieras señora,
Ártemis montaraz, y le habló con bierva afrentosa:
«Huyes pués, [...] y ya a Posidón le das toda
la palma sin más, y de balde lo has puesto en tal vanagloria.
¡Necio de ti! ¿a qué llevas el arco a tontas y a locas?
Que ya de hoy más en las salas del padre nunca te oiga
dártelas, como solías allí entre dioses y diosas,
de que a Posidón a luchar le hacías frente de sobra.» [45]
Apolo mantiene su actitud de calma y equilibrio, y no se molesta en rebatir a su áspera hermana, pero Hera (y esto es lo más relevante de todo el pasaje), que ha escuchado las palabras de Ártemis, sí lo hace, humillando a la joven diosa de una manera innecesariamente cruel. El lector juzgará si exagero.
Mas, enfurecida, la augusta de Zeus hermana y esposa 
la denostó con palabras de ultraje a la Flechadora: 
«¿Cómo ante mí, perra tú sin pudor, esperas ni osas 
irte a plantar? Dura soy para ti para hacerme la contra,
por arco que quieras portar, porque para mujeres leona
Zeus te hizo ser y te ha dado el matar a la que se te antoja.
A fe que es mejor cazar por los montes lobas o zorras
y ciervas montesas que entrar a la lid con más poderosas.
Pero si quieres probar de la guerra, a fin que conozcas
cuánto mejor soy que tú, ya que así en poder te me afrontas...» [46]
Hera llama a Ártemis «perra sin pudor» [47], pero no se conforma sólo con eso. Le dice a las claras que es mucho mejor para ella cazar en el monte (lobas, zorras o ciervas) o matar mujeres que enfrentarse con alguien como ella. En realidad Homero, en unos pocos versos, nos sitúa de lleno en la imagen que, a partir de entonces, habría de tener la diosa para siempre: la caza, los bosques y la venganza, especialmente contra mujeres. Si la diosa pretende salirse de ese ámbito en el que es “recolocada” en su proceso de helenización, corre el riesgo de sufrir una afrenta como la que acaba de infligirle Hera, la esposa de Zeus.
Mas ésta no se conforma sólo con palabras insultantes; sin acabar la frase pasa a la acción, humillando todavía más a la joven Ártemis.
Dijo, y le asía ambos brazos por las muñecas a rosca
con la zurda, y el arco del hombro arrancó con la otra;
que tras las orejas con él le atizaba, muy reïdora,
según ella se revolvía; y las flechas caíanle en ronda;
que al sesgo escapó llorando la dea, tal que paloma
que, a un vuelo de halcón, se ha metido volando a cuéncava roca
en un recoveco, y no era ser presa su hado ni hora:
tal ella, dejando su arco allí mismo, huyó lacrimosa. [48]
Ártemis recibe una lección que no olvidará. La esposa de Zeus le quita el arco y la golpea con él entre risas, haciendo que, sin recursos para defenderse, llorando como una niña mala que ha sido castigada por mostrar un atrevimiento desmedido, quede paralizada, presa de una completa inacción. Mientras, Leto, su madre, recoge del suelo el arco y las flechas desperdigadas y se va sola, convencida quizá de la inutilidad de cualquier respuesta.
La escena termina [49] con Ártemis acudiendo a su padre Zeus para contarle lo que ha pasado. Éste responde como cualquier padre que atiende las travesuras de una hija, sin dar la más mínima importancia a
un suceso que, desde su punto de vista, no la tiene.
Homero, el gran educador de Grecia, el urdidor no sólo de versos sino, también, de buena parte de la mentalidad de los antiguos griegos, nos presenta a Ártemis como un director de escena presentaría a una actriz secundaria; una actriz destinada a jugar un papel completamente subsidiario en la trama de una obra de teatro cuyo argumento intenta romper con el pasado.
La realidad es que Homero consiguió ese fin, pues Ártemis, salvo alguna excepción, dejó de ser una diosa de primera fila para convertirse en una rareza: solitaria, cazadora, aislada, virgen y, desgraciadamente para algunos mortales como Níobe, poseída por un deseo de venganza que parece reflejar su disposición agresiva contra un mundo que le estaba negando su antiguo estatus.
Y así, poco a poco, la asiática Ártemis efesia, que había desarrollado su historia en un lugar consagrado
desde tiempos inmemoriales a la diosa Cibeles (a la que, por cierto, Homero ignora por completo, como si nunca hubiera existido), se fue transformando en la helenizada Ártemis cazadora, alguien muy diferente, dispuesta a jugar un papel nuevo, desigual, cargado de sombras y marcado por su nueva naturaleza de diosa virgen, vengativa y displicente. Sin embargo, esta transformación tan radical, tan extraordinariamente bien reflejada por las estatuas de Éfeso y de Versalles, no fue sencilla ni se hizo sin resolver antes dificultades de un gran calado.



[43] En efecto, Poseidón, Hera y Atenea urdieron en un momento dado una trama para encadenar a Zeus y suspenderlo en el cielo. Una vez fracasada la conjura, Apolo (que participó también en el enredo) y Poseidón fueron obligados por Zeus a trabajar para el rey de Troya, Laomedonte. Éste les encargó la construcción de los muros de su ciudad, aunque parece que fue sólo Poseidón el que hizo tal trabajo, mientras Apolo guardaba los rebaños del rey en el monte Ida. Cuando terminaron su trabajo, Laomedonte, prototipo del hombre sin palabra y del rey perjuro, se negó a pagarles lo convenido y los amenazó con venderlos como esclavos. Poseidón recuerda a Apolo estos sufrimientos y le reprocha su apoyo a los troyanos.
[44] Homero, Ilíada, 21.462 y ss. Como en el volumen I, sigo utilizando la traducción de la Ilíada del profesor A. García Calvo. Respeto completamente todos sus neologismos, así como su manera de acentuar, que en algunos casos choca con las normas establecidas. Las demás traducciones de autores griegos son mías, salvo que especifique lo contrario.
[45] Homero, Ilíada, 21.470 y ss.
[46] Ibidem, 21.479 y ss.
[47] kýon adeés en griego.
[48] Homero, Ilíada, 21.489 y ss.
[49] Ibidem, 21.505 y ss.

Homero, Ilíada, 21.462 y ss.

Apolo a Poseidón

“¡Terriseñor!, no me contarías por sano de juicio, 
si fuese por mor de mortales a entrar en liza contigo, 
míseros, que, semejos a hojas, tan pronto en su brío 
verdecen de vida, comiendo de mies del campo aradío, 
tan pronto sin fuerza se van marchitando. No, sino hito 
pongamos aquí a la lid, y ellos lidien entre sí mismos.” 
Tal en hablando, la vuelta se dió; pues venir con su tío 
hermano-de-padre a las manos tenía por desatino.


Le riñe a su hermano Ártemis por haber así cedido y dejado la gloria a Poseidón.

Mas bien le riñó su hermana, la que es de las fieras señora, 
Ártemis montaraz, y le habló con bierva afrentosa: 
“Huyes pués, obrilueñe, y ya a Posidón le das toda 
la palma sin más, y de balde lo has puesto en tal vanagloria. 
¡Necio de tí!, ¿a qué llevas el arco a tontas y locas? 
Que ya de hoy más en las salas del padre nunca te oiga
dártelas, como solías allí entre dioses y diosas, 
de que a Posidón a luchar le hacías frente de sobra.”
Tal dijo; y no respondió el obrilueñe Apóline cosa. 
Mas, enfurecida, la augusta de Zeus hermana y esposa
la denostó con palabras de ultraje a la Flechadora:
“¿Cómo ante mí, perra tú sin pudor, esperas ni osas 
irte a plantar? Dura soy para tí para hacerme la contra, 
por arco que quieras portar, porque para mujeres leona 
Zeus te hizo ser y te ha dado el matar a la que se te antoja. 
A fe que es mejor cazar por los montes lobas o zorras 
y ciervas montesas que entrar a la lid con más poderosas. 
Pero, si quieres probar de la guerra, a fin que conozcas 
cuánto mejor soy que tú, ya que así en poder te me afrontas...” 
Dijo, y le asía ambos brazos por las muñecas a rosca
con la su zurda, y el arco del hombro arrancó con la otra;
que tras las orejas con él le atizaba, muy reïdora, 
según ella se revolvía; y las flechas caíanle en ronda; 
que al sesgo escapó llorando la dea, tal que paloma 
que, a un vuelo de halcón, se ha metido volando a cuéncava roca 
en un recoveco, y no era ser presa su hado ni hora: 
tal ella, dejando su arco allí mismo, huyó lacrimosa. 
Y dijo a Letó el dios mataogros guía-de-sombras: 
“¡Letó!, y yo contigo no voy a luchar; que con las esposas 
de Zeus nubipastoreante enredarse es áspera cosa. 
No, sino bien a tu gusto ufanarte entre dioses y diosas
puedes de que has ganado de mí por fuerza vitoria.”
Tal dijo él. Mas Letó recogía el arco y airosas 
flechas, caídas en tromba de polvo, aquí una, allí otra; 
y, tras de las armas coger de su hija, tornábase sola. 
Mas ella al Olumpo llegaba, de Zeus a la brónciga alcoba; 
y en las rodillas del padre sentábase, niña llorosa, 
temblándole en tomo el divino cendal; y, tomándola contra 
sí, padre Zeus preguntándole iba en risa y lisonja:
“¿Quién de los cielos a tí, niña mía, te ha hecho tal cosa,
tan sin razón? ¿Quién va a haber que haciendo algo malo te coja?”
Al cual le repuso la belcoronada Alaridora:
“Me ha, padre, a mí sacudido Hera braciblanca tu esposa, 
que es de la que entre los dioses proviene riña y discordia.”
Tal como eso estaban hablando uno con otra. 
Y en tanto, Apóline Febo entró al santo burgo de Troya: 
pues cuido le daba el recinto del alta ciudad poderosa, 
no la arrasasen tal día los Dánaos, aun a deshora. 
Y a Olumpo los otros siempre-vivientes dioses de torna 
se fueron, ceñudos los unos, los otros llenos de gloria,
con Zeus nubinegro a sentarse a la ronda.

Cuadro 1. Griego. Latín. Español

Cuadro 2. Griego. Latín. Español

Hola, buenos días. 
Durante estas primeras sesiones del curso hemos estado hablando de dos mundos contrapuestos, el minoico y el micénico, que, en un momento dado, se encontraron. Hemos visto también que en Creta (aunque no sólo en Creta) se generó y desarrolló un mundo cuya esencia no estaba en el agón, es decir, en el enfrentamiento, la competición y, en último término, la guerra. Creo que he aportado algunas pruebas o, al menos, algunos indicios de que esto no es una mera suposición, sino una hipótesis fundamentada que todavía fundamentaremos más a lo largo de las próximas clases.
Hoy he recordado dos citas que, en mi opinión, pueden arrojar todavía más luz en este sentido. Se trata de las dos únicas veces que aparece la palabra ματρίς (matria) en toda la literatura griega conservada. Salvo en estas dos citas, los griegos se refieren a su tierra natal como πατρίς (patria).
La primera es de la República de Platón. Hablando del Estado, concretamente del tirano y de la tiranía, dice:
[...] Así castigará a la patria, introducirá nuevos amigos que esclavizarán...] a la querida patria, o matria, como dicen los cretenses. (Platón, República, 575d).
Plutarco, unos 400 años después que Platón, afirma lo mismo en una curiosa obra titulada Sobre si el anciano debe intervenir en política. En ella dice:
Pero la patria, o la matria, como dicen los cretenses, [...] es longeva, pero no está libre de vejez ni es autosuficiente, (Plutarco, Sobre si el anciano..., 792e).
Las dos únicas veces que la palabra matria aparece en la literatura griega conservada hacen alusión al caso de Creta, al recuerdo que, milenios después de la desaparición de los palacios minoicos, debía de permanecer todavía en la memoria de los cretenses. Algo que llamó la atención de Platón y, después, de Plutarco, que, probablemente, toma la referencia del propio Platón.
Bueno, son dos argumentos más.
Un abrazo. Buenos días y salud.
Bernardo Souvirón Guijo
bsouvironguijo@gmail.com
16 noviembre 2021

Homero, Ilíada, 6.440 y ss.

HOMERO: GUERRA Y CIVILIZACIÓN PATRIARCAL
Homero: el gran transmisor.

  • John Chadwick y Homero. En un capítulo de El mundo micénico dice literalmente:
Lo que merece la pena recordar respecto a Homero, es que se trataba de un poeta, no de un historiador. La verdad poética y la verdad histórica son dos cosas bastante distintas... Buscar un hecho histórico en Homero es tan vano como medir las tablillas micénicas en búsqueda de poesía; pertenecen a universos diferentes.[1]


DESPEDIDA DE HÉCTOR Y ANDRÓMACA  

Y a ella el gran Héctor, el yelmirisado, habló de su boca:
“a fe, que eso todo me cuida mujer; pero mal me sonroja
que crean de mí los Troes y Tróades manto-de-cola
que como vil de la guerra quizá me aleje y esconda;
ni el corazón me lo manda: que a ser de pro y de honra
siempre aprendí, y a luchar entre los primeros de Troya,
guardando la gloria del padre y también ganando la propia.
Pues bien lo sé yo de mi seso y en mis entrañas más hondas:
día vendrá que se hunda la santa Ilio y su gloria,
y Príamo, y gentes del fortilancero Príamo todas.
Mas no tanto el mal de los Troes tras mí que queden me importa
ni de Hécuba ni de Príamo rey la suerte que corran
ni de mis hermanos los muchos y bravos que bajo la horda
de los enemigos caigan al polvo en tal mala hora
cuanto de tí, cuando venga un Aqueo brónciga-cota,
que lagrimeando te arrastra y de libertad te despoja;
y aun puede que en Argos tejiendo el telar te veas de otra
y agua trayendo de fuente tal vez tesalia o laconia,
bien mal de tu grado; mas ley pesará sobre tí poderosa;
y alguno habrá quizá que te diga al verte toda llorosa:
“De Héctor he ahí la mujer, el que era primero en la tropa
de Troes potridomantes, cuando era la guerra de Troya”.
Así dirá alguno, y a ti te entrará una nueva congoja
por falta del hombre que a salvo de vida de esclava te ponga.
mas a mí ¡bien muerto me cubra la tierra en mi fosa,
antes que a ti arrastrada te vea y tus gritos que oiga!
6.466 y ss.
Tal en diciendo , al niño fue a hacerle una carantoña
Héctor preclaro; y al aya belcinta el niño chillando
atrás se le echó asustado a la facha del padre
y la sombra, temiendo del bronce y la cresta corcelifosca
al verla terrible del alto del yelmo agitándose en ondas;
y el padre se echó a reír, y con él la madre y señora.
Al punto quitó el bravo Héctor de su cabeza briosa
el yelmo, y en tierra lo puso fulgiendo en toda su gloria;
y ya que a su hijo besó y le hizo hacer en sus manos cabriolas,
a Zeus y a los otros dioses en rezo habló de su boca:
“Zeus y los dioses demás, otorgad que a mis votos responda
este hijo mío, en ser como yo y de los Troes corona
y tal de bravos en sus bríos, y sea rey sobre Troya,
y alguna vez uno diga: ‘mejor que el padre y con sobra’,
al verlo de guerra volver, y armas traiga en sangre aún rojas
de un hombre que haya matado, y se goce la madre en su gloria”.
6. 490 y ss.
Mas ¡ea, véte a la casa, y allí tu atiende a tus obras,
al huso y la rueca y telar, y ordena a las servidoras
que hagan la jera avanzar!; que a los hombres guerra les toca,
a todos, y a mí el que más, los que son nacidos en Troya”.
Tal en hablando tomó el claro Héctor el yelmo de torna
el corcelicrespo; y camino a su casa iba yendo la esposa,
los ojos a trechos volviendo, en florido llanto llorosa.


[1] J. Chadwick, El mundo micénico, pp. 235 y 236.

Homero, Ilíada, 5.330 y ss.

Afrodita hesiódica


En cuanto a los genitales de Urano, desde el momento en que los cercenó Cronos con el acero y los arrojó lejos de la tierra, en el tempestuoso ponto, fueron luego llevados por el piélago durante mucho tiempo. A su alrededor surgía del miembro inmortal una blanca espuma y en medio de ella nació una doncella... Afrodita la llaman los dioses y hombres, porque nació en medio de la espuma. (Hesíodo, Teogonía, 187 y ss.)


Afrodita homérica


En el comienzo del canto V de la Ilíada, Atenea enaltece el valor de Diomedes, que se lanza a la batalla provocando una gran mortandad entre los troyanos. La diosa ha convencido nada menos que a Ares, el dios masculino de la guerra, para que se retire del campo de batalla y deje que los combatientes se batan limpiamente. En ese momento Diomedes es herido por una flecha, pero consigue que Esténelo, un compañero, se la saque; entonces se pone a rezar a Atenea. La diosa le hace recuperar las fuerzas y le dirige unas palabras muy reveladoras, conminándolo a no enfrentarse con ningún dios de los que pudieran intervenir en la contienda. Mas no se trata de una advertencia absoluta pues, increíblemente, hay una significativa excepción:
“¡Ánimo ya, Dïomedes, a entrar con los Troes en brega!:
pues he destilado en tu pecho el paterno brío y la fuerza
[...] y, lo que tus ojos velaba, les he descorrido la niebla,
a fin de que reconozcas a dios o a hombre que veas;
así que ahora, si un dios aquí a tentarte se llega,
¡no muevas tú con los dioses inmoribundos contienda!
salvo una no más: si la hija-de-Zeus Afrodita a la guerra
viene tal vez, ¡a ésa de bronce agudo la hieras!”[1]
Diomedes se lanza al combate, donde, en medio de la refriega, se topa con Eneas[2], el hijo de Afrodita. Salta éste del carro de guerra dispuesto a terminar con Diomedes, pero el griego coge un peñasco descomunal, de esos cuyo peso sólo pueden aguantar los grandes héroes, lo blande y lo arroja contra el troyano. La piedra da en la cadera de Eneas que, con la vista nublada y la pierna prácticamente descoyuntada, cae de rodillas en tierra. Afrodita lo ayuda, lo cubre y lo intenta sacar del campo de batalla. Pero Diomedes no ceja, la persigue y se enfrenta a ella:
Pues de que ya por espeso tropel la iba alcanzando,
allí, arrojándose el hijo del gran Tudeo esforzado,
tirándole aguda azcona, la hirió somero en el brazo,
tierno de piel; [...]
[...] y quedó la divina sangre manando, 
llamada icor, que les mana a los dioses bienaventurados:
[...]
Conque ella, alzando gran grita, al hijo soltó de sus brazos.[3]
Afrodita no tiene el valor de defender a su hijo. Lo abandona, y lo salva Apolo, que detiene a Diomedes. Éste se dirige a la diosa:
“¡Retírate, hija de Zeus, de guerra y fieros asaltos!
¿No basta ya que a endebles mujeres andes burlando?
Pero, si tú en ésta te metes, cuenta me hago
que vas de guerra a temblar [...]”
Tal dijo; y ella turbada se fué, sufriendo gran daño.[4]
Pero Homero da un paso más al cerrar esta escena con la intervención de Zeus que, como corresponde a su jerarquía, coloca definitivamente a su hija en el lugar que le corresponde. En efecto, cuando la diosa, humillada, logra salir de la escena del combate corre al encuentro de su padre, confiada en que conseguirá su apoyo para la venganza. Mas, al llegar al Olimpo se echa primero en el regazo de su madre, Dione, que intenta consolarla recordándole otras afrentas de mortales a otros dioses. 
Durante todo el pasaje Afrodita aparece como hija de Zeus y Dione; no hay rastro de su nacimiento en el mar ni de la espuma de los cercenados genitales de Urano. Para Homero Afrodita no es, como lo era para Hesíodo, la diosa primigenia, anterior al propio Zeus, sino una de sus muchas hijas; una más, simplemente. El mito que nos ha transmitido Hesíodo en su Teogonía, no tiene sitio en los versos homéricos.
Zeus le responde:
“A ti, pequeña mía, no te son dados los trabajos de la guerra.
Ocúpate tú de los placenteros trabajos de boda
que de esto otro se ocuparán Ares impetuoso y Atenea”.[5]


[1] Ilíada 5.124 y ss.
[2] Eneas sobrevivió a la destrucción de Troya. Su destino, fijado para siempre por el poeta romano Virgilio en su Eneida, será fundar en la lejana Italia una nueva Troya. Esa nueva Troya será Roma.
[3] 5.334 y ss.
[4] 5.348 y ss.
[5] 5.428-430. En esta ocasión he preferido traducir yo mismo los versos en lugar de utilizar la traducción de García Calvo, que, sin duda mejor que la mía, me parecía menos clara.

Homero, Ilíada, 1.53 y ss.

Se reúne la asamblea de los guerreros aqueos. Bajo la protección de Aquiles, el adivino Calcante declara que el motivo de la ira de Apolo es que Agamenón retenga cautiva a Criseide; el cual, aunque enojado, se aviene a entregarla, si los aqueos le dan otra presa en compensación.


Nueve los días, los tiros del dios barrían el campo; 
y al décimo hubo a las gentes a junta Aquiles llamado, 
que tal en las mientes le puso ama Hera la cándidos-brazos: 
lástima a ella le daba de ver ir cayendo los Dánaos. 
Conque ellos ya que acudieron y en uno ya se juntaron, 
ante ellos alzándose, así les hablaba Aquiles pie-raudo: 
“… Atreida, ahora nos veo que ya, la mar desandando, 
nos hemos atrás de tornar, si ya es que a muerte escapamos, 
si así a los Aqueos los va guerra al par y peste asolando. 
Mas ¡ea ya, a un adivino o preste en demanda acudamos, 
un sabio-de-sueños también (son de Zeus los sueños recado), 
que diga qué es que airado se ha Febo Apóline tanto!”
[…]
En hablando así, se sentaba; y húbose alzado
Calcante de Téstor, entre agoradores cierto el más sabio,
que bien lo que pasa sabía y lo por pasar y pasado,
que había en las naves aqueas hasta Ílïo ido guiando
por don que le había de adivinación Febo Apóline dado;
el cual ante ellos habló, y les dijo en juicio bien sano:
“Me mandas, Aquiles, amado de Zeus, aquí declararos
el enojo de Apolo, señor del-tiro-lejano:
bien, pues yo lo diré; pero tú ¡pónte y jura a mi lado
que a defenderme de firme serás con voces y brazo!:
pues cuido que habrá de enojarse señor que en la gente de Argos 
tiene supremo poder y le acatan todos los Dánaos. 
Rey es el potente en cuanto se aíra con hombre más bajo: 
Que aunque el enojo por hoy se lo guarde y se trague el agravio, 
mas para luego mantiene rencor, dispuesto a vengarlo,
en su corazón. Pero tú ¡dí sí vas a darme tu amparo!” 
Al cual así respondiendo le dijo Aquiles pie-raudo: 
“¡Animo, y dí lo que sepas de voz del cielo o dictado!: 
que no, ¡voto a Apolo amado de Zeus, a quien invocando
tú, Calcante, revelas la voz del cielo a los Dánaos!, 
no hay quien, estando yo vivo y sobre la tierra alentando, 
a ti so las cuéncavas naves te ponga encima la mano 
de todos los Griegos, así a Agamenón nombrares por caso,  
que hoy se gloría de entre los Aqueos en ser el más alto.
[…]

Calcante acusa a Agamenón de haber afrentado a Apolo al despedir de mala manera al padre de Criseide, sacerdote suyo, del campamento, sin aceptar el rescate que estaba dispuesto a pagar por su hija. Ésa es la causa de la peste que asola a los Dánaos.

 […] y húbose alzado
hombre divino el Atreida, el de vasto poder soberano, 
hondo dolido; y de furia tenía los negros redaños 
henchidos, y tal le ardían los ojos como relámpago; 
que lo primero a Calcante le habló, maltorvo mirando:
“¡Ah, adivino de mal!, nunca cosa me has dicho de agrado:
siempre en tus mientes te gozas los males en anunciamos,    
mas buena jamás has dicho palabra o le has dado cabo; 
y ahora, cantando del cielo la voz, dices ante los Dánaos 
que ya, por lo que el flechero señor les da duelos tantos, 
es porque yo por la niña Cruseide el rescate preclaro 
no quise tomar; y sí, que en verdad es más de mi grado 
tenerla conmigo: que aun antes que a Clutemnestra más alto, 
mi esposa de ley, la estimo; pues no le cede ni palmo
en porte ni condición, ni en seso ni en sus trabajos. 
Pero, aun así, bien la quiero entregar, si es ello más sano:  
Más que las gentes morir, quiero yo que sigan a salvo. 
¡Ah, pero a mí aprestadme otro don!, no quede privado, 
yo solo entre los Argivos, de don; que tampoco es el caso.
¡Mirad todos pues lo que ha de venirme por dádiva a cambio¡”

Aquiles se irrita. Habla de nuevo, y Agamenón le contesta.

Atreida glorioso, el más codicioso de todos y cuantos!: 
pues ¿cómo te van a dar don los Aquivos fortialentados?: 
no hay mucho fondo de presa común por ahí, que sepamos,
que está repartido lo que de saqueo de plazas tomamos, 
ni es bien que otra vez la gente lo junte a cuenta y reparto. 
Pero ora tú a ésa ¡al dios cédela!: ya te haremos los Dánaos 
Triplo y cuádruplo a cambio cobrar, si Zeus quiere darnos 
un día el recinto de Troya arrasar, el bien-torreado.” 
Y a él en respuesta así le habló Agamenón soberano: 
“¡No más, divinal Aquileo, así te lo sigas guardando, 
por bravo que seas!, que no te me escurres ni te he de hacer caso. 
¿Qué?, ¿quieres, para tu presa guardar, que me quede yo falto 
sentado sin más, y me mandas librar la que es mi regalo? 
Sí, si otra presa me dan los Aquivos fortialentados, 
justa que venga a mi gusto, a valerle a la otra por cambio: 
pero, si no me la dan, puede ser que yo por mi mano
vaya y de ti una presa, o de Ayante, o de Ulises acaso,  
tome y me lleve, y aquél a quien vaya quede rabiando. 
[…]

Aquiles va encolerizándose cada vez más.

¡Ah, mía fe, saco de desvergüenzas, ánimo-avaro!, 
¿cómo tu voz va a acatar ningún Aquivo de grado,
sea en ruta que hacer o en salir contra hombres al campo? 
Pues no vine yo por mor de los astienhiestos Troyanos 
aquí a combatir, porque a mí no me deben culpa ni daño
[…]
no, sino a darte a ti gusto acudimos, gran malosado,   
honra a ganarte a ti, ojo-de-perro, y a Menelao 
costa de Troya; que de ello te da poco duelo y cuidado; 
que ya hasta arrancarme mi presa amenazas tú por tu mano, 
por la que mucho bregué y que los hijos de Aqueos me han dado. 
Nunca mi presa a la tuya es igual, cada vez que tomamos 
por fuerza una plaza bien-abastada de los Troyanos;
y eso que a fe que lo más de la guerra y sus mil trabajos 
mis manos lo amañan; pero, de que al fin, se viene a reparto,
a ti presa mucho mayor, mas yo lo poco y lo grato
voy a la nave a llevar, cuando ya de guerra me canso. 
Mas ora a Ftía me iré, porque mucho es más aguisado   
volver con las córvigas naves a casa; y más no me hallo 
para aquí yo sin honra ganarte hacienda y abastos. 

Agamenón contesta de nuevo.

¡Huye en buen hora, si gana te da!: lo que es yo, ni por caso
te he de rogar quedarte por mí: otros hay a mi lado
sin tí que honra me den, y ante todos Zeus todo-sabio.  
Y me eres de reyes criados-del-cielo tú el más odiado:
pues siempre porfía y peleas y guerra es todo tu agrado. 
Si eres tan fuerte, un dios el ser tan fuerte te ha dado.   
¡Vuélvete ya a tu patria con tus compañas y barcos,
en los Murrnídones reina!, que duelo a mí ni cuidado 
lo que rabies me da. Pero así es lo que te amenazo: 
como a Cruseide a mí me la está Febo Apolo quitando, 
que la haré partir, y con mi compaña y mi barco;  
Pero a tu tienda, a llevarme a Briseide cara-de-encantos,
yo mismo, a tu presa, he de ir, a fin de que veas bien claro
cuánto estoy por encima de ti, y otros tengan reparo 
de hablarme a la cara así y conmigo andarse igualando.  
Tal dijo; y le entró al Peleida furor, y en su pecho vellasco 
se le quedó el corazón entre dos partidos temblando, 
o sí, la daga buída de al píe del muslo tirando, 
alzar a todos en pie y al Atreida allí degollarlo, 
o si la hiel retener y ponerle freno a su ánimo. 
Mientras que tal en sus mientes y pecho estaba dudando, 
ya de la vaina el gran sable tiraba, allí cielo abajo 
Atena acudió: la enviara ama Hera la cándidos-brazos, 
a ambos queriéndoles bien, por igual cuidosa de ambos. 
Conque ella detrás, de la rubia melena le hubo agarrado, 
mostrándose a solo él: nadie más la veía de tantos. 
Pasmóse Aquíleo, y la vuelta se dio; y conoció de contado
a Pálade la Atenea: en horror sus ojos brillaron. 
[…] que a su vez le dijo la diosa Atena ojos-garzos: 
¡Ea, mas cede en porfía, y no tire espada tu mano!,
mas de palabra ¡insúltale, sí, de tanto y de cuanto! 
Pues desde aquí te lo anuncio, y cumplido habrás de mirarlo: 
aún una vez vendrán a tí dones tres veces tantos 
esta soberbia de hoy. Pero ¡ténte, y haznos tú caso!” 
Que respondiéndole a ella, habló Aquileo pie-raudo: 
“Fuerza es, diosa, guardar el de ambas vuestro mandato, 
por más que se esté airado en el alma: es ello más sano: 
el que a los dioses caso les haga, de él hacen caso.”
Dijo, y retuvo en el pomo de plata grave la mano, 
y atrás a la vaina el gran sable metió; y cedía al recado 
[…]

Entonces, tras el beneplácito de Atenea, Aquiles se dirige de nuevo a Agamenón.

“¡Odre de vino, el de cara de can, corazón de cervato!.
nunca a la lid salir a la par de tus gentes armado 
ni a una avanzada acudir con los Aquívos de rango
te has en tu alma atrevido, y ahí se te atisba el mal hado; 
claro, es mucho mejor por el ancho campo a los Dánaos 
ir arrancando la presa, quienquier que te hable contrario. 
¡Rey comepueblo tú, porque en viles reinas vasallos! 
Bien puede, Atreida, que hoy hayas tu ultraje último osado. 
No, sino aquí te lo digo, y lo habré en gran juro jurado: 
a fe de este cetro que nunca echará ni hoja ni ramo, 
[…] que una vez de Aquiles vendrá añoranza a los Dánaos 
todos; y entonces por nada podrás, por más que amargado, 
cura hallar, de que muchos ante Héctor plaga-de-humanos 
caigan muriendo; y a ti te remorderán los redaños, 
rabiando de haber al mejor de los Griegos mal estimado.”
Tal dijo el Peleida, y a tierra arrojó su cetro, de clavos 
todo guarnido de oro; y ya él se quedaba sentado; 
mas de su lado el Atreida rugía. […]

El amanecer de la Europa moderna: el mundo micénico


El modelo minoico fue barrido por otro que penetró en toda Europa con fuerza incontenible. En efecto, unos años después de sacar a la luz los restos de Troya, H. Schliemann decidió dirigirse a Micenas, la ciudad de la que había sido rey Agamenón, el jefe de las fuerzas atacantes de Troya. Enseguida encontró seis tumbas excavadas en la roca: contenían los cuerpos de nueve hombres, ocho mujeres y dos niños. Asombrado, contempló que los rostros de cinco de esos hombres estaban cubiertos por máscaras de oro, como si hubiesen querido perpetuar los rasgos de sus rostros. A su alrededor había multitud de objetos valiosos, especialmente armas: puñales y espadas de bronce, señas de identidad de estos hombres cuya vida y cuya gloria estaba basada en la práctica de la guerra.
Schliemann, en efecto, había descubierto tumbas de guerreros, excavadas en una fortaleza rodeada por murallas imponentes, colosales, que los antiguos llamaban “ciclópeas”, pues el enorme tamaño de sus sillares parecía que sólo podía haber sido movido por los gigantescos cíclopes monóculos. ¡Qué diferencia con los palacios minoicos, donde ni murallas ni armas tienen sitio!
La importancia de Micenas es tan grande que ha dado nombre a todo un período de la historia conocido como “micénico”: una civilización de guerreros indoeuropeos, que aparecen en la Península Balcánica en torno al año 1700 / 1600 a. C [2]. Homero los llamó aqueos (Achaioí), y sus nombres siguen resonando en nuestros recuerdos: Aquiles, Ulises, Agamenón, Áyax...
Cuando los aqueos o micénicos consiguieron asentarse en territorio balcánico, pusieron en marcha un modelo de sociedad que ha tenido un éxito verdaderamente extraordinario. En realidad, las bases que establecieron en su sistema de convivencia perduran hasta el día de hoy, vigentes y pujantes. Estas bases tenían como objeto demoler la antigua sociedad minoica, matriarcal y pacífica, y establecer un modelo de estado y de sociedad basado en:
  • La preponderancia del varón.
  • La práctica sistemática de la guerra.
  • La conquista de territorios y la consiguiente esclavización de sus habitantes.
  • Y, especialmente, la desaparición social y política de la mujer, que quedó confinada, como Penélope, al estrecho mundo de la vida doméstica.
En virtud de los datos que poseemos [3], sabemos que la sociedad micénica se organizó para conseguir estos objetivos. Podemos afirmar que las ciudades-estado micénicas eran gobernadas por reyes (basileîs) que llegaban al trono por herencia, aunque no hay una línea hereditaria constante; unas veces el rey es el más venerado de los ancianos, como ocurre con Néstor, rey de Pilo, otras veces el rey es el jefe del clan familiar más poderoso, como Agamenón en Micenas o Menelao en Esparta.
El poder de estos basileîs abarca tres ámbitos:
  • Son jueces, depositarios de una autoridad que viene de los dioses, cuya voluntad deben interpretar en ausencia de leyes escritas.
  • Son sacerdotes o jefes supremos del culto debido al dios o dioses que protegen la ciudad. En este campo tienen ayudantes a los que solemos llamar sacerdotes, aunque se trata más bien de magos o adivinos, bendecidos por el don adivinatorio.
  • Finalmente, son también jefes militares y caudillos del ejército.
Mas estos reyes están lejos de ser monarcas absolutos. Cuando deben tomar una decisión importante, especialmente en relación con la guerra, escuchan a los ancianos y a los jefes de las familias más importantes y, con frecuencia, convocan y consultan a la asamblea de los ciudadanos en armas, vasallos obligados a servir en el ejército pero, también, hombres libres que ejercen su derecho a opinar con libertad. Sin duda se trata del embrión de lo que después habría de ser la asamblea popular de un estado democrático como el ateniense.
Mas de este mundo hay dos grupos excluidos: los esclavos y las mujeres. En el caso de los esclavos, no tengo ninguna duda de que son una de las consecuencias más notables de la guerra. Heráclito lo vio con claridad cuando, ya en el siglo VI a. C. afirmaba:
La guerra es el padre de todos, el rey de todos. A unos los hace dioses, a otros hombres. A unos los hace libres, a otros esclavos. [4]
En relación con las mujeres la sociedad micénica fue verdaderamente diligente, pues la clave del éxito del modelo patriarcal que pretendía perpetuar estaba en la desaparición social de las mujeres. En mi libro Hijos de Homero (Alianza Editorial, Madrid, 2006, 2008) he tratado con calma este asunto decisivo, a mi juicio, por lo que remito a sus páginas al lector interesado. Sólo diré aquí que si los griegos micénicos y los griegos posteriores no hubieran logrado este objetivo, su modelo de sociedad se hubiera visto seriamente comprometido y, probablemente, hubiera fracasado.
El hecho relevante es que hoy nuestra globalizada sociedad sigue siendo igual que era la de ellos: explota los frutos de la guerra, excluye a verdaderas multitudes de los beneficios de la riqueza, esclaviza sin piedad a quienes están destinados a producir bienes de consumo y, a pesar de algunos indicios aparentemente optimistas, sigue excluyendo a las mujeres de los ámbitos decisorios.
Ciertamente, la progresiva incorporación de la mujer a la vida social, política, empresarial e, incluso, militar, es a mi juicio un dato objetivo, aunque engañoso, pues se está produciendo sólo cuando las propias mujeres parecen haber aceptado el modelo masculino de éxito social, lo que supone que ninguna de ellas, en disposición de tomar decisiones políticas de alto nivel, podría hacerlo si, por ejemplo, cuestionara la guerra como mecanismo de resolución de conflictos.
El éxito del modelo micénico de sociedad patriarcal ha ido probablemente mucho más allá de lo que sus propios inventores imaginaron pues, tres mil seiscientos años después, muchas mujeres (a cuya costa se construyó tal sociedad) han asumido e interiorizado ese modelo incluso cuando creen oponerse a él.



[1] Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, 1.4.
[2] Los primeros indoeuropeos aparecen en Asia, especialmente en la península de Anatolia sobre el año 2300 a. C. Su integración, pacífica o no, con las poblaciones preindoeuropeas es, como en Europa, una de las claves más importantes de la historia antigua.
[3] Proporcionados esencialmente por los poemas homéricos y por las tablillas escritas en el llamado silabario minoico lineal B, un sistema de escritura minoico que los griegos micénicos adoptaron para escribir por primera vez su lengua, es decir, el griego.
[4] Fragmento 761 de Los filósofos presocráticos (I), Gredos, Madrid, 1978.

Micenas

El origen del Estado


Sólo faltaba una cosa: la introducción de una institución que no sólo asegurara esas riquezas recientemente adquiridas por los individuos contra las tradiciones del comunismo primitivo...; una institución que no sólo consagrara la propiedad privada, tan poco apreciada anteriormente, y que hiciera de tal santificación la finalidad superior de toda la sociedad humana, sino que, además, aplicara el sello del reconocimiento social general a las nuevas formas de adquisición de propiedades que fueron desarrollándose sucesivamente, es decir, el crecimiento de la acumulación de riquezas con ritmo acelerado. En una palabra, una institución que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la de los desposeídos, y el dominio de la primera sobre la segunda. Y tal institución apareció. Fue inventado el Estado.
(Friedrich Engels. Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Fundamentos. Madrid 1970, p. 135.)

Hijos de Homero

ΜΗΝΙΝ ΑΕΙΔΕ ΘΕΑ, ΠΗΛΗΙΑΔΕΩ ΑΧΙΛΗΟΣ
ΟΥΛΟΜΕΝΗΝ, Η ΜΥΡΙ’ ΑΧΑΙΟΙΣ ΑΛΓΕ’ ΕΘΕΚΕ
ΠΟΛΛΑΣ Δ’ ΙΦΘΙΜΟΥΣ ΨΥΧΑΣ ΑΙΔΙ ΠΡΟΙΑΨΕΝ
ΗΡΩΩΝ, ΑΥΤΥΣ ΔΕ ΕΛΩΡΙΑ ΤΕΥΧΕ ΚΥΝΕΣΣΙΝ
ΟΙΩΝΟΙΣΙ ΤΕ ΠΑΣΙ, ΔΙΟΣ Δ’ ΕΤΕΛΕΙΕΤΟ ΒΟΥΛΗ,
ΕΞ ΟΥ ΔΗ ΤΑ ΠΡΩΤΑ ΔΙΑΣΤΗΤΗΝ ΕΡΙΣΑΝΤΕ
ΑΤΡΕΙΔΗΣ ΤΕ ΑΝΑΞ ΑΝΔΡΩΝ ΚΑΙ ΔΙΟΣ ΑΧΙΛΕΥΣ.

Música: DIMITRI PSONIS
Lectura: BERNARDO SOUVIRÓN


¡Canta, diosa, la ira de Aquiles el de Peleo!, 
ira maldita, que echó en los Aquivos tanto de duelos, 
y almas muchas valientes allá arrojó a los infiernos 
de hombres de pro, a los que dejó por presa a los perros 
y pájaros todos; y se cumplía de Zeus el acuerdo, 
desde la vez que primera discordes se despartieron 
señor-de-mesnada el Atreida y Aquiles hijo-del-cielo.
(Homero, Ilíada, 1 y ss.)

Homero. Ilíada. Agustín García Calvo