El destierro de la diosa: guerra y sociedad patriarcal

Πόλεμος βίαιος διδάσκαλος 
La guerra es un feroz maestro 
TUCÍDIDES

La Ártemis cazadora


En la medida en que Ártemis fue incorporándose al panteón olímpico de los dioses griegos, su imagen fue cambiando. Este cambio es completamente lógico, pues las imágenes de los dioses se adaptan a las expectativas que los mortales depositan en ellos, adecuándose a las necesidades religiosas de cada época. Afortunadamente, en el caso de Ártemis podemos seguir el proceso con bastante precisión.


Durante la época arcaica (siglos VIII-VI a.C.) la imagen de la diosa se adaptó a los rígidos modelos que establecía la estatuaria de la época. Un buen ejemplo de esta adaptación es la figura conocida como Ártemis de Delos, fechada en siglo VII a.C. y conservada en el Museo Nacional de Atenas. Se trata de una imagen de unos 75 cm de altura, que representa con toda seguridad a la diosa, pues una inscripción nos informa de su origen y establece que fue dedicada por una tal Nicandra, de la isla de Naxos, a «la diosa que se complace lanzando sus flechas lejos».
Afortunadamente, la escultura no es la única fuente iconográfica que poseemos para hacernos una idea de la imagen de Artemis; los pintores que decoraban los maravillosos vasos de la cerámica de esta época, fueron algo más explícitos que sus colegas escultores, atrapados todavía dentro del corsé que suponían unos recursos técnicos limitados.
Ciertamente, la Artemis que aparece decorando la cerámica arcaica está caracterizada por los mismos rasgos que hemos visto en sus orígenes. Un buen ejemplo es el famoso Vaso François, en una de cuyas asas hay una Ártemis alada, señora de las fieras, que sostiene por el cuello a un león (o una leona) y a un ciervo. La diosa se muestra así con todo su poder, representada en un tamaño deliberadamente más grande que el de los dos animales.
Al final de la época arcaica, ya en el siglo V a.C., estaba muy bien establecido el modelo iconográfico de la diosa cazadora que, vestida con ropa adecuada para la caza, con el pelo recogido por una diadema y armada con su arco y el carcaj repleto de flechas, habría de ser, desde entonces hasta hoy mismo, una figura ornamental en multitud de parques y jardines. Este modelo adquirió sus rasgos definitivos en el siglo IV a.C., con las esculturas de Praxíteles y Leocares, autor este último de la estatua que sirvió de modelo a la ya citada Ártemis de Versalles. Tales rasgos se consolidaron aún más con la asimilación de Ártemis a la Diana romana.
Normalmente la evolución que escultura y pintura muestran de la imagen de un dios suele correr paralela a la que se muestra también en los textos literarios. Así, las imágenes de la Artemis originaria, identificada con la Pótnia therón minoica, tienen su correlato literario en las tablillas micénicas. Por supuesto, la diosa tiene en época clásica un protagonismo notable en numerosas obras de los autores griegos, donde se presenta sola o en compañía de su hermano Apolo. Sin embargo, su primera aparición literaria, en la Ilíada de Homero, resulta verdaderamente chocante; tan chocante que voy a detenerme un momento en este punto, muy revelador a mi juicio.

Copia de la Ártemis del Vaso François. (Museo Arqueológico de Florencia). La magnífica vasija a la que pertenece esta figura es una crátera funeraria de año 570 a.C aproximadamente. Fue modelada por el ceramista Ergótimo y pintada por Clitias, ambos artistas atenienses. Ártemis aparece representada como señora de las fieras y con las llamadas «alas pérsicas», que se caracterizan por tener las puntas vueltas en forma de volutas. V. figura 7.
De hecho, esta aparición primera de Ártemis en la literatura griega no es un hecho de significado meramente cronológico, sino que es un verdadero hito en el proceso de occidentalización de la diosa, fundamental para integrarla en su nuevo papel dentro de una religión como la griega, marcadamente patriarcal. Esto es, en realidad, lo que en general hizo Homero, no sólo en el caso de Artemis: transmitir por escrito, de una manera consistente, los modelos que la ideología de las clases dominantes necesitaban establecer.
El pasaje que voy a comentar está situado en el contexto de la llamada “batalla de los dioses”. En un momento dado, los habitantes del Olimpo, que siguen con atención los acontecimientos acaecidos en torno a las murallas de Troya, toman partido; unos favorecen a los troyanos (Apolo y Ártemis, por ejemplo, que parecen comportarse de manera coherente con sus orígenes asiáticos), otros a los griegos. En un momento dado el propio Poseidón reprocha al hermano de Artemis, Apolo, que haya olvidado las penalidades que pasaron juntos cuando, en otro tiempo, construyeron las murallas de Troya por orden de Zeus [43], y que siga, a pesar de ello, prestando su ayuda a los troyanos.
Apolo le contesta un tanto displicentemente, recordándole que es absurdo discutir (y mucho menos llegar a las manos) por culpa de los mortales:
«[...] no me contarías por sano de juicio
si fuese por mor de mortales a entrar en liza contigo,
míseros, que, semejos a hojas, tan pronto en su brío
verdecen de vida, comiendo de mies del campo aradio,
tan pronto sin fuerza se van marchitando. No, sino hito
pongamos aquí a la lid, y ellos lidien entre sí mismos.»
Tal en hablando, la vuelta se dió; pues venir con su tío 
[...] a las manos tenía por desatino.» [44]
La escena no pasaría de ser una más de las muchas en que, a cuento de todo tipo de asuntos, los dioses discuten con la misma vehemencia que los mortales. Lo que la hace diferente a otras es que intervienen dos diosas: primero Ártemis, luego Hera, la esposa de Zeus. Y las intervenciones de ambas son, a mi modo de ver, extraordinariamente esclarecedoras en relación con el papel que las dos habrían de jugar en la religión griega. En realidad, toda la escena es muy educativa, en el sentido de que dos dioses “mayores”, Poseidón y Hera, ponen en su sitio a dos “jovencitos” recién llegados al Olimpo desde las tierras de Asia.
Cuando Ártemis oye las palabras de su hermano, se vuelve hacia él y le increpa, casi le insulta, echándole en cara que sólo tenga fuerza con la palabra.
[...] le riñó su hermana, la que es de las fieras señora,
Ártemis montaraz, y le habló con bierva afrentosa:
«Huyes pués, [...] y ya a Posidón le das toda
la palma sin más, y de balde lo has puesto en tal vanagloria.
¡Necio de ti! ¿a qué llevas el arco a tontas y a locas?
Que ya de hoy más en las salas del padre nunca te oiga
dártelas, como solías allí entre dioses y diosas,
de que a Posidón a luchar le hacías frente de sobra.» [45]
Apolo mantiene su actitud de calma y equilibrio, y no se molesta en rebatir a su áspera hermana, pero Hera (y esto es lo más relevante de todo el pasaje), que ha escuchado las palabras de Ártemis, sí lo hace, humillando a la joven diosa de una manera innecesariamente cruel. El lector juzgará si exagero.
Mas, enfurecida, la augusta de Zeus hermana y esposa 
la denostó con palabras de ultraje a la Flechadora: 
«¿Cómo ante mí, perra tú sin pudor, esperas ni osas 
irte a plantar? Dura soy para ti para hacerme la contra,
por arco que quieras portar, porque para mujeres leona
Zeus te hizo ser y te ha dado el matar a la que se te antoja.
A fe que es mejor cazar por los montes lobas o zorras
y ciervas montesas que entrar a la lid con más poderosas.
Pero si quieres probar de la guerra, a fin que conozcas
cuánto mejor soy que tú, ya que así en poder te me afrontas...» [46]
Hera llama a Ártemis «perra sin pudor» [47], pero no se conforma sólo con eso. Le dice a las claras que es mucho mejor para ella cazar en el monte (lobas, zorras o ciervas) o matar mujeres que enfrentarse con alguien como ella. En realidad Homero, en unos pocos versos, nos sitúa de lleno en la imagen que, a partir de entonces, habría de tener la diosa para siempre: la caza, los bosques y la venganza, especialmente contra mujeres. Si la diosa pretende salirse de ese ámbito en el que es “recolocada” en su proceso de helenización, corre el riesgo de sufrir una afrenta como la que acaba de infligirle Hera, la esposa de Zeus.
Mas ésta no se conforma sólo con palabras insultantes; sin acabar la frase pasa a la acción, humillando todavía más a la joven Ártemis.
Dijo, y le asía ambos brazos por las muñecas a rosca
con la zurda, y el arco del hombro arrancó con la otra;
que tras las orejas con él le atizaba, muy reïdora,
según ella se revolvía; y las flechas caíanle en ronda;
que al sesgo escapó llorando la dea, tal que paloma
que, a un vuelo de halcón, se ha metido volando a cuéncava roca
en un recoveco, y no era ser presa su hado ni hora:
tal ella, dejando su arco allí mismo, huyó lacrimosa. [48]
Ártemis recibe una lección que no olvidará. La esposa de Zeus le quita el arco y la golpea con él entre risas, haciendo que, sin recursos para defenderse, llorando como una niña mala que ha sido castigada por mostrar un atrevimiento desmedido, quede paralizada, presa de una completa inacción. Mientras, Leto, su madre, recoge del suelo el arco y las flechas desperdigadas y se va sola, convencida quizá de la inutilidad de cualquier respuesta.
La escena termina [49] con Ártemis acudiendo a su padre Zeus para contarle lo que ha pasado. Éste responde como cualquier padre que atiende las travesuras de una hija, sin dar la más mínima importancia a
un suceso que, desde su punto de vista, no la tiene.
Homero, el gran educador de Grecia, el urdidor no sólo de versos sino, también, de buena parte de la mentalidad de los antiguos griegos, nos presenta a Ártemis como un director de escena presentaría a una actriz secundaria; una actriz destinada a jugar un papel completamente subsidiario en la trama de una obra de teatro cuyo argumento intenta romper con el pasado.
La realidad es que Homero consiguió ese fin, pues Ártemis, salvo alguna excepción, dejó de ser una diosa de primera fila para convertirse en una rareza: solitaria, cazadora, aislada, virgen y, desgraciadamente para algunos mortales como Níobe, poseída por un deseo de venganza que parece reflejar su disposición agresiva contra un mundo que le estaba negando su antiguo estatus.
Y así, poco a poco, la asiática Ártemis efesia, que había desarrollado su historia en un lugar consagrado
desde tiempos inmemoriales a la diosa Cibeles (a la que, por cierto, Homero ignora por completo, como si nunca hubiera existido), se fue transformando en la helenizada Ártemis cazadora, alguien muy diferente, dispuesta a jugar un papel nuevo, desigual, cargado de sombras y marcado por su nueva naturaleza de diosa virgen, vengativa y displicente. Sin embargo, esta transformación tan radical, tan extraordinariamente bien reflejada por las estatuas de Éfeso y de Versalles, no fue sencilla ni se hizo sin resolver antes dificultades de un gran calado.



[43] En efecto, Poseidón, Hera y Atenea urdieron en un momento dado una trama para encadenar a Zeus y suspenderlo en el cielo. Una vez fracasada la conjura, Apolo (que participó también en el enredo) y Poseidón fueron obligados por Zeus a trabajar para el rey de Troya, Laomedonte. Éste les encargó la construcción de los muros de su ciudad, aunque parece que fue sólo Poseidón el que hizo tal trabajo, mientras Apolo guardaba los rebaños del rey en el monte Ida. Cuando terminaron su trabajo, Laomedonte, prototipo del hombre sin palabra y del rey perjuro, se negó a pagarles lo convenido y los amenazó con venderlos como esclavos. Poseidón recuerda a Apolo estos sufrimientos y le reprocha su apoyo a los troyanos.
[44] Homero, Ilíada, 21.462 y ss. Como en el volumen I, sigo utilizando la traducción de la Ilíada del profesor A. García Calvo. Respeto completamente todos sus neologismos, así como su manera de acentuar, que en algunos casos choca con las normas establecidas. Las demás traducciones de autores griegos son mías, salvo que especifique lo contrario.
[45] Homero, Ilíada, 21.470 y ss.
[46] Ibidem, 21.479 y ss.
[47] kýon adeés en griego.
[48] Homero, Ilíada, 21.489 y ss.
[49] Ibidem, 21.505 y ss.

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