Alejandro Magno


Como buena parte de los hombres, Alejandro murió sin haber cumplido su sueño más hermoso. Cuando sus ojos se cerraron y su cuerpo exhausto, cosido por las heridas, se entregó al pálido espectro de la muerte, toda la ciudad de Babilonia sintió el helado aliento del invierno en aquel férvido día del mes de junio del año 323 a. C. Mientras los soldados griegos deambulaban sin rumbo consumidos por las lágrimas y los persas, otrora enemigos, se rapaban sus cabezas como muestra de dolor, todos los templos de la ciudad apagaron sus fuegos y las imágenes de muchos dioses, griegos y bárbaros, quedaron sumidas en la penumbra y en el silencio.
Mas la oscuridad no sólo atrapó los espaciosos recintos de los templos y las humildes capillas esparcidas como semillas por las orillas del Éufrates sino que, como una niebla espesa, hizo opacos todos los horizontes, desde las montañas del norte de Grecia hasta las húmedas junglas de la lejana y asombrosa India.
El mundo entero se preparó para volver del mundo de los sueños, pues el sueño de Alejandro no había sido conquistar Persia ni devolver la libertad a las ciudades griegas sometidas al poder del Gran Rey Darío; eso nunca fue un sueño para él sino una obligación impuesta por la Historia; y a los veintidós años había cumplido con ella.
Las columnas que sujetaban el edificio de sus sueños eran otras: la fusión entre culturas; la unión de civilizaciones, de razas y de continentes. Asia y Europa, griegos y bárbaros hermanados en un mundo en el que la luz brillara para todos, en el que Atenas, Sardes, Susa, Babilonia, Cartago se contuvieran en Alejandría. Un mundo habitado por miles de pueblos igualados en una sola especie. La especie humana. 
La muerte lo hizo imposible. Cuando su cuerpo maltrecho colgaba, inerte y tibio todavía, del hilo de la vida, sus hetairoí, los que habían sido sus compañeros desde la niñez, despertaron del sueño y retrocedieron a una realidad que sólo la presencia viva de Alejandro había nublado: los países, sus riquezas y sus gentes tornaron a ser botín de guerra; los ríos, las cordilleras y los mares, fueron, de nuevo, fronteras; la sangre de seres humanos inocentes, abono de la tierra. 
Pero el sueño de Alejandro sigue vivo. Las tierras que él imaginó unidas a Europa se llaman hoy Iraq, Irán, Egipto, Siria, Líbano, Palestina, Israel, Pakistán, India, Afganistán… Sobre ellas cabalgan todavía las sombras de sus generales guiando a quienes contemplan la tierra como trofeo de guerra; a quienes, todavía hoy, no han comprendido el sueño de Alejandro.

1 comentario:

Unknown dijo...

Gracias, Bernardo, por tanto. Gracias, gracias, y, mil veces gracias.