Pueblo

Máximo. Estado de las cafeterías

De nuevo se avecina el tiempo de las elecciones. Los candidatos, obligados por toda una tradición a prometer al pueblo multitud de paraísos, llenarán con sus voces casi todos los rincones de la ciudad, violarán con sus soflamas la calma de los días y lanzarán sobre el pueblo sus viejas ideas, dobladas por el tiempo como juncos secos azotados por el viento.
La gente desconfía, pero calienta con su presencia los actos electorales. El pueblo se ha acostumbrado a proyectar sus defectos en los políticos y a ver en ellos la tabla de salvación que los exime de enfrentarse con sus propios fantasmas: la corrupción, el fraude, el despilfarro, la violencia... Nos resulta cómodo acusar a los políticos de los defectos que caracterizan a toda nuestra sociedad y ver en ellos nuestros propios vicios. Nos sirve de catarsis, nos purifica como una libación encima de un altar.
El pueblo, aun sin saberlo, saluda con gusto la presencia de políticos infames porque con ello elude abrir los ojos a sus propias iniquidades. Así, sin el más mínimo reparo, el que defrauda en el pago de sus tributos es capaz de acusar de corrupto a un gobernante. El vendedor que roba a su cliente, el comerciante que vende con márgenes de usura, el abogado que defiende a un acusado al que sabe culpable, el patrono que explota a sus trabajadores hasta límites inhumanos, el fabricante que adultera el producto que fabrica, todos los que en sus quehaceres diarios engañan, sobornan, amenazan y falsifican se sienten liberados al acusar a los políticos de hacer lo mismo que ellos hacen a diario. Aunque nunca lo reconozcan, sólo lamentan que la rentabilidad de su inmoralidad apenas sea una milésima parte de la que obtienen sus gobernantes con la suya.
El pueblo necesita políticos en los que verse reflejado, sobre los que descargar su mala conciencia. Los gobernantes honrados, los que proclaman con su ejemplo diario el imperio de la razón y de la ética son molestos, representan un ideal incómodo que siempre exige esfuerzos a cambio de una satisfacción impalpable, imposible de cuantificar. El pueblo prefiere a los políticos corruptos que les llenan el bolsillo de dinero y los oídos de promesas de progreso y bienestar antes que a los gobernantes honrados que reclaman el mismo comportamiento ético que se exigen a sí mismos.
Cuando el Senado romano, envidioso y desconfiado, lo acusó injustamente de querer convertirse en dictador, Publio Cornelio Escipión, el Africano, dijo:
“Sírvete, patria mía, de mis acciones sin mi presencia. Yo, que he sido para ti la causa de la libertad, seré ahora la prueba de que, en efecto, la posees. Me voy, ya que me he encumbrado más de lo que es conveniente para ti”.
El pueblo no se conmovió ante estas palabras; no salió a la calle para impedir que el vencedor de Aníbal, el hombre que había salvado a Roma de su mayor amenaza, honrara a toda la ciudad con su presencia. Al contrario, vio como se marchaba lejos sin hacer un solo gesto para evitarlo.
Los dirigentes honrados cansan; nos recuerdan con sus acciones, con su indestructible honradez, la naturaleza ruin de nuestros actos.
Deben desaparecer antes de que su honradez nos atormente.

Niños

En las calles de los barrios de todas las ciudades pululan, igual que planetas perdidos en un cielo infinito, una multitud de niños sin patria, sin hogar, sin refugio. Sobreviven como pueden, asidos al paso de las horas y de las estaciones, condenados a crecer en un mundo que los contempla como una amenaza, como a los hijos ilegítimos de un universo sostenido por millones de atlantes cuyos hombros lacerados sangran bajo el peso de su desesperación.
Muchos se saben esclavos, hijos de esclavos. Otros lo son sin saberlo. Sus cuerpos son como los de nuestros hijos; sus deseos, infinitamente más sucintos. Sus sueños forman parte de lo que nuestros hijos desprecian cada día, y sus ojos están teñidos de una tristeza profunda, casi invisible. Tienen manos rasgadas, abiertas por el frío de la soledad.
Cuando contemplo a esos niños me pregunto si sobrevivirán a su niñez, si podrán vivir lo suficiente como para intentar abrir alguna de las puertas que los mantienen encerrados en ese mundo sombrío que habitan desde su nacimiento. ¿Qué salida, qué salvación puede ofrecerse a todos ellos, qué camino pueden transitar para contemplar, aunque sea sólo de lejos, el paraíso que se extiende más allá de las sucias calles en las que consumen su vida de prisioneros? ¿Qué dioses son sus dioses? ¿Qué padres son sus padres?
Como pequeños depredadores acechan en las esquinas o se ocultan entre las sombras de la noche. Sus presas, con frecuencia, están marcadas por las mismas desgracias que ellos, y hablan su mismo lenguaje: el idioma de todos los desgraciados, la jerga de los habitantes de un mundo infiel que les ha robado hasta el dolor de sus recuerdos. Ningún dios los invita a sus banquetes; ninguna diosa a su lecho. Ninguno de nosotros hace nada por alterar su destino.
La vida de estos niños sin nombre, sin padres ni familia, es la prueba viviente del fracaso de nuestro mundo. En los telares de oriente, en las minas, en las cocinas de las mansiones, en los campamentos de nuestros ejércitos, en los vertederos en que se pudren los deshechos de nuestra opulencia, en los prostíbulos y en las tabernas, un ejército de esclavos diminutos bulle sin desmayo. Cosen, pican, limpian, fabrican, trabajan sin vértigo para conseguir que la muerte no los arranque de la mísera vida que llevan a diario. Sonríen cuando comen. Tiemblan cuando el humor de sus amos descarga sobre ellos como una tormenta repentina. Sueñan con dioses benefactores que los abrigan mientras duermen.
Cada noche se refugian en alguna grieta, fría como una sombra. Calientan sus cuerpos con el calor de otros cuerpos, comparten el fuego de sus desgracias mientras se acurrucan junto al silencio de la noche.
Saben que, al alba, la luz del sol habrá de calentar una tierra en cuyo vientre nada crece para ellos.

Regreso al futuro. La democracia ateniense (IV)

Templo de Ártemis en Sardes
Los restos imponentes del templo de Ártemis en Sardes. Al fondo, la colina de la acrópolis.

Ha pasado todo el verano desde que escribí el artículo anterior de esta serie dedicada a la génesis de la democracia ateniense. Habíamos visto las reformas que introdujo Solón y la importancia que éstas tuvieron.
A pesar de ello, como suele suceder, tales reformas fueron consideradas excesivas por parte de quienes pretendían perpetuar el sistema gentilicio, e insuficientes por las nuevas clases emergentes, ajenas a los géne. Tal situación, como veremos, desembocó en la tiranía de Pisístrato (560 a. C.), un noble que, como sucedió tantas veces en Grecia (y después en Roma), asumió las reivindicaciones del pueblo y lo acaudilló en su lucha contra la nobleza.
Sabemos por su propia obra que Solón aconsejó al pueblo de Atenas que desconfiara de Pisístrato. Pero sabemos también que antes de la aparición del tirano (término éste que explicaré más adelante), Solón se fue de Atenas. Aristóteles nos dice (Constitución de Atenas, 11) que hizo un viaje para garantizar una cierta vigencia a sus leyes y para no verse obligado a comprometerlas. Fue un viaje que habría de durar diez años.
Solón recorrió Egipto (donde conoció el relato de la Atlántida, conservado por Platón), Chipre y Asia Menor, especialmente Lidia. Fue allí donde, según Heródoto, tuvo lugar su encuentro con Creso, el famoso y rico rey de Lidia, prototipo de hombre fiado en su fuerza y en su suerte, colmado de esa arrogancia sutil y dañina que los griegos denominaban hýbris (ὕβρις).
Este episodio refleja muy bien la personalidad del viejo poeta legislador.

Solón en Sardes


Sardes era la impresionante capital del reino de Creso. Una ciudad rica, llena de templos, con una impresionante acrópolis asentada sobre colinas cuajadas de una vegetación espléndida.
Creso había heredado el reino de su padre a la edad de treinta y cinco años y, desde el principio, se había anexionado los territorios vecinos, empezando por las ciudades griegas. Con el paso del tiempo, casi todos los pueblos que habitaban al oeste del río Halis habían sido sometidos por el rey, que se convirtió para los griegos en un símbolo de poder y de riqueza.
Por entonces Sardes “estaba en el cénit de su riqueza, y a ella fueron llegando sucesivamente todos los sabios de Grecia que vivían en aquellos tiempos y, entre ellos Solón, un ateniense que, después de haber dictado en Atenas muchas leyes [...] se había ausentado de su patria durante diez años” (Heródoto, 1. 29).
Solón fue tratado con gran corrección en el palacio de Sardes, pero no fue recibido inmediatamente por el rey. Antes, sin duda con el deseo de impresionarlo, Creso ordenó a unos servidores que le enseñaran las cámaras en las que se guardaban sus famosos tesoros. Sin duda Solón, un hombre austero, acostumbrado a las penurias de todo viaje, quedó realmente impresionado.
A los pocos días, según el relato de Heródoto, fue llevado a presencia de Creso, que alabó su deseo de conocer el mundo y su sabiduría al promulgar leyes en Atenas; entonces, en un momento de la conversación, el rey le interrogó:
Amigo ateniense, [...] ya que por tu deseo de conocimientos y de contemplar el mundo has visitado muchos países [...] me ha asaltado el deseo de preguntarte en este momento si ya has visto al hombre más dichoso del mundo (1.30.2).
Obviamente Creso esperaba que Solón lo eligiera a él. Sin embargo, para su sorpresa, el ateniense le contestó que el hombre más feliz del mundo era un tal Telo, de Atenas, hombre completamente desconocido. Sorprendido por la respuesta, Creso le preguntó a Solón quién era ese tal Telo. Para su asombro,  Solón le describió a un hombre normal, que había tenido la fortuna de ver crecer a sus hijos y nacer a sus nietos y que, en el colmo de la dicha, tuvo el fin más glorioso que puede tenerse: morir luchando contra los enemigos de su patria.
Un silencio profundo envolvió la escena. Creso, desconcertado, no acabó de comprender el significado de lo que había contestado Solón, y volvió a preguntarle quién le parecía el hombre más feliz después de Telo, convencido de que esta vez lo nombraría a él.

Cleobis y Bitón. Museo de Delfos
Cleobis y Bitón. Museo de Delfos

Sin embargo, el ateniense respondió: “Cleobis y Bitón”.
De nuevo el silencio. La sonrisa nerviosa de Creso, algo crispado, indicó a Solón que el monarca desconocía quiénes eran esos dos hombres. Entonces, paciente, le contó la historia de aquellos dos jóvenes de la ciudad de Argos, dos campeones atléticos.
En efecto, los dos eran hermanos. En cierta ocasión, los ciudadanos de Argos celebraban una fiesta en honor a la diosa Hera, y la madre de los dos muchachos, que era su sacerdotisa, debía ser necesariamente trasladada al santuario de la diosa. Este santuario, el Hereo, estaba en el camino que unía Argos con Micenas, a unos cinco o seis kilómetros de esta ciudad, y se encontraba en un lugar más alto.
Llegó la hora de partir, pero los bueyes que habían de tirar del carro no habían regresado del campo. Como el tiempo apremiaba, los dos jóvenes hicieron que su madre se subiera al carro, se uncieron a él y lo arrastraron hasta el templo, recorriendo una distancia, cuesta arriba, de unos ocho o nueve kilómetros.
Es fácil imaginar el rostro de sorpresa de Creso, que seguía la conversación entre decepcionado (pues ni siquiera Solón lo había nombrado en segundo lugar) e intrigado. Pero la historia no había terminado:
Y una vez llevada a cabo esta proeza a la vista de todos los asistentes, los dos muchachos tuvieron para sus vidas el fin más honroso. (1.31.3)
Creso quiso saber cuál era la razón de esa afirmación, tan increíble en apariencia. Y Solón continuó.
Naturalmente, todos se aproximaron a los muchachos y a su madre, felicitándolos a ellos por su proeza y a ella por tener unos hijos semejantes. Entonces la feliz madre se acercó a la estatua de la diosa Hera y de pie ante ella le pidió que concediera a Cleobis y Bitón, sus dos hijos ejemplares, “el don más preciado que puede alcanzar un hombre” (1.31.4). Al poco rato, los dos muchachos se echaron a descansar en el propio santuario y ya no despertaron. Entonces, asombrados, los argivos les hicieron dos estatuas y las consagraron en el santuario de Delfos, lugar en el que pueden contemplarse todavía hoy.
Creso, indignado ante las palabras de Solón, estalló:
¿Tan poco aprecio tienes por mi felicidad, extranjero ateniense, que ni siquiera me consideras digno de rivalizar con simples particulares?
Y Solón contestó:
Creso, me haces preguntas sobre cosas que afectan a los hombres. Mas yo sé que los dioses son, en todos los órdenes, envidiosos, causantes de perturbaciones. En el largo tiempo de una vida uno tiene ocasión de ver muchas cosas que no quisiera ver y de padecer también muchas otras [...] El hombre, Creso, es pura contingencia. Bien veo que tú eres sumamente rico, rey de innumerables súbditos, pero no puedo responderte a la pregunta que me has hecho antes de saber que has terminado felizmente tu existencia. Una persona rica no es más feliz que otra que vive con lo justo, a no ser que la fortuna le acompañe hasta el último de sus días. […] Es necesario conocer el resultado final de toda situación, pues los dioses han permitido a muchos conocer la felicidad y, luego, los han apartado radicalmente de ella. (1.32)
Creso, según nos dice Heródoto, despidió a Solón sin hacerle el menor caso “plenamente convencido de que era un necio porque desdeñaba los bienes del momento y le aconsejaba fijarse en el fin de toda situación” (1.33).
Mas Solón tenía razón. Al poco tiempo las cosas empezaron a ir mal para Creso: su hijo murió y su reino fue conquistado (tras haber interpretado erróneamente él mismo los dictados de Apolo en Delfos) por Ciro el Grande, el primer Gran Rey de los persas. Hecho prisionero en la toma de Sardes, tuvo tiempo durante el resto de su vida para meditar las palabras de Solón.
Terminado su viaje, Solón regresó a Atenas donde conoció la tiranía de Pisístrato.  Murió en el año 558 a. C., dos años después de que el tirano se hiciera con el poder . Tras su muerte, se convirtió en el más famoso de los Siete Sabios y en el prototipo de legislador justo. Los romanos, según cuenta la tradición, enviaron una embajada a Atenas para estudias las leyes de Solón antes de promulgar sus Doce Tablas.
He querido dedicar este artículo a esta parte, casi privada, de la vida del legislador ateniense. Permítanme que acabe con palabras del propio Solón, tan vigentes que parecen versos no de ayer, sino de mañana:
Y, sosegando vuestro violento corazón en el pecho, vosotros,
los que siempre hasta hartaros tuvisteis riquezas sin cuento,
atemperad vuestra ambición desmedida, pues nosotros no os obedeceremos
y no siempre todo os será favorable.
Pues son ricos multitud de malvados, y los buenos son pobres.
Mas nosotros no les cambiaremos la virtud por su riqueza:
la virtud vive siempre; en cambio el dinero hoy es de uno, mañana de otro. (4D).

Un nuevo curso

El mes de septiembre es agridulce. Las vacaciones terminan y, con ellas, la ilusión de una felicidad efímera que rompe las rutinas y aplaza las angustias hasta el otoño, ese preludio del invierno, que parece durar menos cada año.
Para un profesor, sin embargo, septiembre simboliza no sólo el retorno a las rutinas habituales sino, especialmente, el nacimiento de una nueva incertidumbre en la que se amalgaman los viejos proyectos inacabados y los nuevos, aún por empezar. Un nuevo curso: nuevos alumnos, nuevas inquietudes, nuevos rostros que, durante los primeros días de clase, emiten sonrisas expectantes, gestos que parecen leves señales de quienes aún no se saben náufragos, desamparados en una tierra que creen conocer.
Comienzo un nuevo curso. Sé muy bien los compromisos no escritos que tengo con los lectores de esta página web que navega con buen rumbo gracias no a mis esfuerzos sino a los de mi amigo Jorge Poyatos que, entre los perfumes de su jardín colgante del sur, pilota con mano de seda esta nave improbable.
Durante este curso seguiré tratando de mostraros una pequeña parte de lo que el mundo antiguo puede enseñarnos. Seguiré con el duro camino que los atenienses tuvieron que recorrer hacia una democracia que, en algunos aspectos, ha sido la única capaz de mantenerse fiel al significado de su nombre. Abriré la senda de los orígenes de Roma para confirmar, una vez más, lo que ya sabemos todos: las grandes civilizaciones, como todo lo que es capaz de perpetuarse más allá de su tiempo, son fruto de un árbol por el que transita savia ajena, savia venida de otras tierras lejanas, distantes, diferentes.
Seguiré, también, mostrando fragmentos de esos textos antiguos que, milagrosamente, han llegado hasta nuestro tiempo. Confío en que, al leerlos, seáis capaces de percibir el latido potente que se desprende de cada una de sus palabras, miserablemente traducidas por mí o por quienes son capaces de hacerlo mejor que yo.
Y, por supuesto, ahondaré en el Manuscriptum Parium con la esperanza de contaros el final de esa historia conmovedora protagonizada por Aurelia y Marco, dos de esos personajes a quienes escucharía ensimismado cada noche, a la luz de la luna, rodeado por el suave murmullo de las ondas del Egeo.
Seguiré, en fin, intentando construir ese puente imaginario entre el pasado y el presente, convencido de que el conocimiento de lo que ya ha sucedido puede ayudarnos a impedir que vuelva a suceder.
Comienzo también una nueva etapa en la radio, en RNE. Todavía no sé cómo, ni cuando intervendré en el programa El día menos pensado, pero confío en que, poco a poco, la radio pública, ésa que dicen que es de todos, se haga eco de alguna de esas noticias que, por así decirlo, se produjeron hace mucho tiempo y se siguen produciendo hoy. No hay nada como abrir el libro de la historia para comprender que todo lo que hoy se nos presenta como inevitable es, en realidad, perfectamente evitable.
Sólo el conocimiento nos hace verdaderamente libres.
Gracias, de corazón, a quienes habéis transitado por esta página. Gracias por deteneros unos momentos. Es todo un logro en una época como ésta, gobernada por la prisa, y por quienes pretenden que nuestro tiempo apenas nos permita leer resúmenes, notas, epítomes, encuestas, resúmenes…
Aquí el tiempo pasa despacio, con la calma de quien desea seguir leyendo con placer las palabras de los gigantes sobre cuyos hombros, sin saberlo, caminamos.
Permitidme que termine este prólogo citando un texto de George Santayana, un escritor casi desconocido, madrileño de nacimiento, formado en Harvard (donde llegó a ser profesor) y autor, entre otras muchas obras, de un libro titulado The Life of Reason, en cuyo primer volumen puede leerse:
El progreso, lejos de consistir en el cambio, descansa en la retentiva. Cuando el cambio es absoluto no queda persona alguna a la que mejorar y no se establece dirección para una posible mejora; y cuando la experiencia no se conserva, como entre los salvajes, la infancia es perpetua. Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. En la primera etapa de la vida la mente es frívola y se distrae con facilidad, no consigue el progreso por falta de constancia y consecuencia. Así son los niños y los bárbaros; su instinto no ha aprendido nada de la experiencia.
Cada una de estas palabras justifica el afán que permite la existencia de esta página.