Rey

El rey se levantó de la cama con la angustia clavada en el pecho, pero pensó que era un malestar pasajero que no tardaría en desaparecer. No era la primera vez que sentía aquella molestia indefinible. Sin embargo, mientras una legión de esclavos ungía sus miembros con los más exquisitos perfumes, arreglaba sus cabellos con peines de oro y cubría su cuerpo con ropas de seda, comprobó que aquella punzada interna, aquella sensación perturbadora no desaparecía de su pecho.
Intentó quitarse de la mente todo atisbo de preocupación al ver los manjares suculentos que le traían otros esclavos de razas y aspectos diferentes. Algunos de aquellos hombres consagrados a su servicio parecían contentos, otros mantenían en su rostro la inexpresividad de una efigie de piedra. Colocaron delante de él toda clase de alimentos, con el fin de que, como cada día, eligiera entre el sésamo de Siria, la miel de Atenas, los dulces perfumados de Fenicia o de Libia, el vino de Hispania…, mas él contemplaba con desgana aquellos platos cuyos colores realzaban los alimentos que, en cálido orden, esperaban su aprobación.
Se levantó del sillón sin probar nada, pues la sensación de angustia no disminuía con el paso de las horas. Entró en una sala sobre cuyas paredes se dibujaban mapas perfectos que le mostraban a diario todos los territorios de su reino. Posó sus ojos en ríos, lagos y ciudades, mas no consiguió disminuir su angustia. Al contrario, notó cómo el invisible puñal que estaba hiriendo su conciencia parecía clavarse más a cada instante que pasaba.
Salió a los jardines que rodeaban su palacio sin atender a quienes, como cada día, esperaban que decidiera sobre la vida y la muerte, sobre la guerra y la paz, sobre la esclavitud o la libertad y sobre un sinfín de cosas que, en esa mañana de otoño, le abrumaban. Cuando, al fin, estuvo sólo, paseando entre árboles y arbustos de aromas exquisitos, se sentó sobre un banco de piedra y se dejó caer con abandono, como si su cuerpo fuera un fardo de cuyo peso empezara a resentirse.
Intentó respirar despacio rodeado por los ecos que poblaban aquel paraíso; intentó relajar su cuerpo y alejar la angustia que roía su ánimo. Entonces un ruido quebró su calma y lo sobresaltó. Contuvo la respiración para poder concentrarse.
El indefinible sonido provenía del otro lado de los muros que protegían el jardín del palacio. Miró con atención a su alrededor, intentando que ninguno de los centinelas lo identificara, y se acercó a hurtadillas a una grieta que permitía ver con facilidad lo que sucedía en el exterior. Entonces vio cuál era el origen de aquella asonancia.
Por una de las troneras de la muralla algunos esclavos estaban arrojando al exterior las sobras de la cocina del palacio, que se deslizaban por una rampa de madera hacia una especie de pozo lleno de personas que pugnaban por hacerse con una parte de aquel extraordinario botín. Vistos desde donde él estaba, aquellas personas, súbditos de su reino, parecían animales imprecisos: sobre sus cuerpos no había tejidos de seda, ni en sus improvisados zurrones se acumulaban manjares exquisitos, sino trozos informes de carne, hojas de verdura ennegrecidas y restos de pan endurecido.
Desde la grieta por la que contemplaba ese mísero espectáculo, el rey comprendió: la angustia de su pecho era el reflejo de aquella escena sórdida, sombría, que simbolizaba el orden del mundo.

El Partenio 1 de Alcmán

Exvotos de marfil. Templo de Ártemis Ortia. Esparta. Museo Nacional de Atenas
Exvotos de marfil procedentes de las excavaciones del templo de Ártemis Ortia en Esparta. Se conservan en el Museo Nacional de Atenas.

Independientemente de que Alcmán, tal como veíamos en el artículo anterior dedicado al poeta, fuese lidio o espartano, el hecho es que se trata de un poeta completamente laconio, y no sólo por el dialecto griego que utiliza en sus versos. Sus poemas nos permiten sumergirnos en una ciudad y en un tiempo muy difíciles de rastrear por otras vías: la Esparta del siglo VII a. C.
La Esparta arcaica era, en efecto, muy diferente a la ciudad guerrera, cerrada y conservadora que habría de ser en época clásica. La sociedad militarista (obligada por sus propias decisiones a crear un aparato militar sin parangón que pudiera mantener sometida a toda una sociedad paralela de esclavos) y la ciudad que basó todo su prestigio en la fuerza de su invencible infantería, eran muy diferentes en la época de Alcmán.
En el siglo VII a. C. Esparta debía de ser una ciudad fascinante, en la que convivían arcaísmos antiquísimos con corrientes completamente modernas importadas de Oriente, que tenían su hueco no sólo en la arquitectura y la escultura, sino también en las composiciones literarias. Es fácil entender lo que digo si uno contempla los hallazgos procedentes de las excavaciones del templo de Ártemis Ortia, conservados en el Museo Nacional de Atenas: grotescas máscaras de viejas que danzan en el seno de los coros junto con marfiles de exquisita belleza, de un estilo inspirado muy claramente en Oriente. Éste es el contexto en que cabe situar el llamado partenio de Alcmán, un poema muy sugerente.
Esparta era una ciudad pródiga, llena de fiestas cargadas de esplendor y alegría, en las que se aprecia un cierto culto a la belleza, muy presente en los coros femeninos. Eran fiestas cubiertas de un cierto halo de misterio, celebradas a la luz de la luna o bajo las alas de la luz del ocaso; fiestas en las que se enfrentaban ritualmente coros de viejos y jóvenes, coros de hermosas doncellas y coros de viejas, coros que representaban el esplendor de la primavera y coros que, al contrario, reflejaban la mortecina luz del invierno, siempre derrotado. En el seno de estos coros, que recorrían la ciudad y sus campos, a veces se cantaban melodías hermosísimas, a veces se bailaba frenéticamente; algunas veces el movimiento del coro se acompasaba con un canto melodioso y tranquilo, otras veces la música incitaba a la persecución, a la rivalidad, incluso al frenesí.
Un partenio es un canto de doncellas, de jóvenes vírgenes. Normalmente se cantaba (y danzaba) en el contexto de la competición (ἀγών) entre coros femeninos, construidos sobre el canto, la danza, la carrera y la belleza de los vestidos y los cuerpos de las muchachas. A veces un coro ensalzaba la belleza del coro rival con un innegable erotismo buscado por el poeta que, seguramente, celebraba en sus versos la belleza de las mujeres que iban a cantar su composición. Otras veces es la corego de un coro (la jefe o directora de un coro) la que repara en la belleza de su rival.
Me encantaría poder viajar en el tiempo y detenerme, al menos un instante, en esta Esparta del siglo VII a. C., moderna, arcaica, alegre y adusta, rebosante de belleza y de una libertad que, con el paso del tiempo, habría de perder por completo. Ésta es la Esparta que yo visitaría, la de los coros y fiestas, la del esplendor de la lírica coral, la de los coros que compiten mecidos por los primeros flecos del cálido viento de la primavera.
Alcmán es, más que ninguna otra cosa, un poeta compositor de poemas corales concebidos para ser cantados por coros de doncellas en el marco de las fiestas y los cultos. Es decir, un poeta de partenios. Conservamos un fragmento largo del llamado Partenio 1, concebido para ser cantado en la fiesta en honor de la diosa Ártemis Ortia, a la que se le ofrendaba un vestido.
Hay dos coros; uno está encabezado por Hagesícora, otro por Ágido. Probablemente, después de cantar el partenio, los dos coros competían en una carrera nocturna cuyo premio era la ofrenda a la diosa de un peplo o vestido femenino, momento en el que las dos muchachas cantaban de nuevo.
La interpretación de este poema es realmente controvertida, y presenta problemas difíciles de aclarar. No es éste el lugar adecuado para discutir los muchos puntos de vista que se han aportado. Lo que importa verdaderamente es la belleza de los versos de Alcmán, el estímulo que suponen para nuestra imaginación, que intenta visualizar a las muchachas que compiten en esta especie de “carrera-danza”, como la llamó el profesor F. R. Adrados, que se celebra a la luz de la luna:

 […] Hay un castigo de los dioses.
Dichoso aquel que, con feliz ánimo,
la trama del día teje sin lágrimas.
Mas yo canto la luz de Ágido.
La veo como al sol
al que ella misma invoca,
testigo de su luz.

[…] Hagesícora es distinta;
brillante como si alguien
un caballo colocase en medio de las reses;
un caballo vencedor, de cascos resonantes,
propio de un alado sueño.

[…] Ahí está Hagesícora, mírala,
y Ágido, la segunda en belleza,
que corre tras de ella.
Luchan con nosotras
que llevamos un peplo a la diosa,
luchan en medio de la noche inmortal
emergiendo de ella como Sirio.

[…] Sigamos a Hagesícora
pues al piloto antes que a nadie
en la nave es preciso obedecer.
Ella no tendrá la dulce voz de las sirenas,
pues son diosas,
pero nosotras somos diez muchachas
cantando igual que once
y ella tiene la voz de un cisne
deslizándose sobre las corrientes del Janto,
sus hermosos, rubios, bucles al viento
[…]

Alcmán es el amanecer de la lírica coral de la antigua Grecia. Su arte culminaría por completo en los versos de Píndaro, mucho tiempo después. Sus poemas nos hacen un regalo que nunca podremos agradecerle suficientemente: nos permiten penetrar en el mundo, hermoso, antiguo, moderno, de la Esparta del siglo VII a. C.

Héroes

Las páginas de la historia rebosan de héroes. En los relatos de nuestros antepasados, en las leyendas que se transmiten de boca en boca desde tiempos remotos y en las páginas de los libros, los héroes asoman casi en cada línea, en cada instante, fascinando a jóvenes y viejos con sus rostros llenos de equilibrio y de belleza.
La fama de los héroes ha traspasado la tela del tiempo, desafiando nuestra naturaleza olvidadiza con una fuerza casi inexorable. Desde Aquiles y Ulises hasta Eneas, desde Leónidas hasta Julio César.
En realidad, con el paso del tiempo, la historia ha transformado a los reyezuelos en monarcas; a los pequeños señores que gobernaban aldeas llenas de esclavos en reyes altivos, autores de hazañas increíbles. Los sanguinarios guerreros que llenaron de luto casas y ciudades, se alzan hoy en los templos, en las calles y en las plazas, desafiando las miradas de quienes los contemplan con un gesto de duda o de reproche.
En las escuelas, los jóvenes son educados en la creencia de que la historia está escrita por los héroes: Jasón, el viajero infatigable que navegó a bordo de la nave Argos por mares de leyenda con el objetivo de recuperar el símbolo de un mundo agonizante; Aquiles, que aceptó la muerte como un accidente sin importancia a cambio de la fama eterna; Ulises, capaz de rendir la tenacidad de Troya con la trampa de un caballo de madera y de sobrevivir a las emboscadas de la vida y a la furia de la naturaleza para poder ver de nuevo las costas de Ítaca; Leónidas, el rey de Esparta, que detuvo con un puñado de espartanos el avance del invasor persa hacia el corazón de Grecia...
Nuestra memoria está preñada con la semilla de unos héroes capaces de hacer lo que nosotros ni siquiera podríamos imaginar en los más atrevidos de nuestros sueños.
Otros héroes no forman parte del nebuloso mundo de los mitos, sino de la historia. Alejandro, el muchacho que conquistó el mundo cuando era poco más que un adolescente; Aníbal, el genio de la guerra que estuvo a punto de cambiar el curso de la historia con su desafío al poder romano; Julio César, el caudillo popular, el conquistador, el hombre que sobrevivió a las más desesperadas situaciones gracias a su genio extraordinario.
Nuestros ojos se entornan y nuestra imaginación se deja mecer cuando oímos los nombres de estos héroes que nos son presentados como ejemplos inmortales de lo más excelso que el ser humano puede llegar a conseguir. Sin embargo, rara vez alguien nos dice que Jasón no hubiera cumplido su objetivo sin el socorro de Medea, la mujer que fue capaz de todo tipo de traiciones para ayudarlo, y a la que después abandonó; ni que Aquiles hizo sacrificios humanos delante de la tumba de Patroclo; ni que Ulises fue capaz de asesinar a traición por simple resentimiento; ni que el sacrificio al que Leónidas obligó a sus hombres fue un acto completamente estéril.
Ningún libro nos cuenta que Alejandro conquistó el mundo huyendo de los fantasmas y terrores de su infancia, ni que Aníbal acabó sus días como un pordiosero perseguido, sin una choza en la que sentirse seguro, ni que César asentó su poder sobre la sangre de miles de víctimas civiles inocentes.
Mis héroes no alientan en los altares, en las batallas o en los palacios. Mis héroes habitan en chozas, y su esfuerzo no persigue la inmortalidad sino la supervivencia.

La circunnavegación de África (II)


Nave fenicia

Decía en el anterior artículo dedicado a la circunnavegación de África que muchos estudiosos creen que este hecho, un verdadero hito en la historia humana, fue protagonizado por navegantes portugueses en el siglo XV. Una de las razones que justifican este punto de vista es la suposición, errónea a mi juicio, de que las naves antiguas eran incapaces de acometer una navegación de altura y se limitaban a costear, tomando como referencias fundamentales algunos hitos terrestres visibles desde la posición de la nave: montañas, ciudades, bahías, etc.
Esta suposición, basada, como tantas otras, en la supuesta incapacidad e impericia de los antiguos para acometer ciertas empresas. No hace falta que explique aquí que no comparto en absoluto este punto de vista y, según creo, el texto de Heródoto que vamos a analizar a continuación contribuirá no poco a explicar a los lectores el porqué.
Heródoto es un hombre sorprendente desde muchos puntos de vista. Con el paso del tiempo, su obra me ha ido interesando cada vez más y he llegado a convencerme de que se trata de un investigador verdaderamente sagaz, inteligente y, contra la opinión de muchos eruditos, ciertamente escrupuloso.
En el ámbito geográfico los conocimientos de Heródoto eran verdaderamente sorprendentes. En un mundo por descubrir, de límites desconocidos, los hombres que se lanzaban a mares y tierras inexploradas comenzaron a “escribir” la tierra (ése es el significado exacto de la palabra geografía) movidos por un afán indestructible por conocer el mundo que habitaban.
Heródoto nos habla en su obra de tierras lejanas con una precisión difícil de creer:
Las tierras situadas hacia el oriente lejano, situadas más allá de los persas, medos, saspires y colcos, tienen al sur el mar Eritreo, mientras que al norte se extiende el mar Caspio y el río Araxes, cuyo curso se dirige hacia el oriente. Asia está habitada hasta la India, pero al este de dicho país se extiende un desierto desconocido, del que nadie puede decir, aunque sólo sea aproximadamente, ni su extensión ni sus características. (Heródoto, Historia, 4.40)
El mar Eritreo es el Océano Índico. Heródoto consideraba al mar Caspio un mar cerrado, en contra de la opinión general que, hasta Ptolomeo, lo consideraba comunicado con el lago Mayátide, actual mar de Azov, y con el Océano que rodeaba la tierra por el norte. Después de Ptolomeo, los cartógrafos medievales siguieron creyendo que el mar Caspio tenía comunicación con otro mar. Una vez más, como tantas otras, Heródoto estaba en lo cierto.
Para Heródoto, el límite oriental del mundo conocido estaba en ese desierto que “se extiende al este de la India”. Se trata del desierto de Thar o Gran Desierto Indio. Me admira el grado de precisión con el que, en el siglo V a. C., el historiador era capaz de ubicar en el mundo algunos lugares que, como en el caso de la India situada al este del Ganges, fueron realmente conocidos sólo a partir de época romana.
Pues bien, en relación con la circunnavegación de África, Heródoto (Historia, 4.42) escribe lo siguiente:
Es claro que Libia está rodeada de agua por todas partes, salvo por el lado en que limita con Asia. Que nosotros sepa­mos, el rey de Egipto Neco (o Nekao, que reinó desde el 609 hasta el 594 a. C.) fue el primero que lo demostró, ya que, tras interrum­pir la excavación del canal que, desde el Nilo, se dirigía al golfo arábigo, envió en unos navíos a ciertos fenicios, con la orden de que, a su regreso, atravesaran las Columnas de Hera­cles hasta alcanzar el mar del norte y llegar de esta manera a Egipto.
Partieron, pues, los fenicios del mar Eritreo y navega­ron por el mar del sur. Y cuando llegaba el final del otoño, atraca­ban en el lugar de Libia en que, a la sazón, se encontraran. Sembraban  entonces la tierra y aguarda­ban la cosecha. Y, una vez recogida ésta, reemprendían la navegación. Y así, en el tercer año de travesía doblaron las Columnas de Heracles y arribaron a Egipto.
Y contaban algo que,  a mi juicio no es digno de crédito (aunque quizá lo sea para otras personas): que al contornear Libia, habían tenido el sol a mano derecha.
Éste es el texto que merece comentar con un poco de calma. Veamos.
En primer lugar, Heródoto afirma que Libia, el nombre con que el historiador designa a toda África, “está rodeada de agua por todas partes, salvo por el lado en que limita con Asia” es decir, con el istmo de Suez. Esta afirmación, completamente correcta, cayó en el olvido hasta los tiempos de Vasco de Gama.
El historiador nos dice que los fenicios a quienes Nekao había encargado la empresa, partieron del mar Rojo (el mar Eritreo) y se internaron en el océano Índico (el mar del Sur) para finalmente entrar en el Mediterráneo a través del estrecho de Gibraltar (las Columnas de Heracles) al tercer año de travesía.
Muchos autores antiguos (Aristóteles, Estrabón, Polibio…) se mostraron abiertamente escépticos ante esta afirmación de Heródoto y no dieron demasiado crédito a lo esencial de su relato. Sin embargo, la narración del padre de la historia tiene todo el aspecto de ser cierta por muchas razones. Todos los datos, en efecto, son perfectamente verosímiles: en primer lugar, la elección de fenicios para llevar a cabo una empresa semejante, pues se trataba de marineros realmente avezados, siempre dispuestos a abrir nuevas rutas comerciales y decididos (como los españoles, portugueses y holandeses siglos después) a guardar celosamente en secreto sus rutas de navegación.
Por lo demás, la travesía pudo empezar en el mar Rojo, en noviembre, para llegar al canal de Mozambique probablemente en primavera. En junio la expedición alcanzaría el sur de África, donde vararían los barcos para poder sembrar la cosecha y recogerla en noviembre. Así se cumpliría el primer año de travesía. Botarían de nuevo las naves para librar el cabo de Buena Esperanza y llegar a comienzos de la primavera al golfo de Biafra, a comienzos de verano a Liberia y, finalmente, a Marruecos, donde se detendrían por segunda vez para sembrar.
Los fenicios entrarían en el mar Mediterráneo antes de cumplirse el tercer año de travesía, después de un viaje de 25.000 Km, en el año 600 a. C.
El último párrafo del texto que les he reproducido es, a mi juicio, la prueba de que el relato de Heródoto es verídico. En efecto, el historiador considera imposible que en, el momento de contornear África con rumbo oeste (es decir, desde el índico hacia el Atlántico), el sol estuviera a la derecha, tal como afirmaban los navegantes fenicios. Se trata de una objeción perfectamente razonable pues, en efecto, el sol no puede estar nunca a la derecha de cualquier habitante del hemisferio norte que siga una dirección este-oeste. En tal caso, el sol estaría delante, encima o detrás, según el momento del día en que se hiciera la observación.
Sin embargo la descripción de los fenicios, en la que Heródoto no cree, es la prueba que necesitábamos para comprobar la veracidad de su relato. En efecto, en el hemisferio sur, al librar el cabo de Buena Esperanza con rumbo oeste, los fenicios no tuvieron más remedio que tener el sol a mano derecha desde el amanecer hasta el ocaso. Ningún habitante del hemisferio norte que no estuviera en la posición que dicen los fenicios hubiera podido tener esa experiencia.
Incluso cuando cree abiertamente que su fuente se equivoca, Heródoto nos suministra información de un valor incalculable. En el caso que nos ocupa, su crítica al comentario de los fenicios en relación con la posición del sol en el momento de librar el cabo de Buena Esperanza nos proporciona la prueba decisiva que demuestra algo casi increíble: que naves fenicias circunnavegaron África en el siglo VI a. C.