Sueño

niños palestina

¿No siente el plomo piedad de estos hombros
de leche rosada, de estas sangrecitas dulces, de estas
pieles de labios? ¿Ningún aviador enemigo tiene
niñitos que levanten sus manos al viento de las hélices?
No. El enemigo no parece padre
y acaso es huérfano también.
(Carmen Conde, Mientras los hombres mueren)

El muchacho dormía profundamente. Cada día, con el ocaso, su cuerpo joven, de adolescente, se rendía a las sombras del sueño vencido más por la tristeza que por el cansancio. Desde el día de su nacimiento su vida había transcurrido por la senda de la supervivencia y no había conocido otro mundo que el del sufrimiento y la precariedad; para él, todo era eventual, inestable. Sus ojos no habían visto otro mundo que aquella tierra en la que vivía. Creía que las fronteras las marcaban el hambre, la desolación, la guerra.
Desde que el ejército de Israel había tomado su tierra todo estaba siendo más difícil. Cada día ansiaba que la noche le permitiera dormir, cerrar los ojos, soñar.
Cada noche, entre los ruidos de la guerra y los olores del infortunio y la fatalidad, deseaba con ansia el momento en que su cuerpo, abrazado por el sueño, daba vida a su otro yo interior pues, una vez dormido, aquel muchacho vivía realmente otra vida y se hacía protagonista de un mundo en el que todo era distinto: nadie ocupaba la tierra de Palestina, nadie demolía las casas de sus familiares, nadie deportaba a sus compatriotas. Los muchachos de su edad no se inmolaban para conseguir hacer daño a un ejército infinitamente superior.
Mientras dormía, el futuro era posible...
Había conseguido invertir el tiempo, la sucesión de las horas: la realidad era lo que vivía en sus sueños. Las pesadillas empezaban con cada amanecer, cuando se veía obligado a vivir como inquilino en su propia tierra, pasando controles a cada paso, siendo registrado por las patrullas del ejército de ocupación a cada instante antes de poder franquear el muro gris que dividía la tierra.
Ésa no era la realidad, pensaba, sino la pesadilla de la que, en el futuro, podría despertar para siempre. Algún día los ocupantes se irían de su tierra y los habitantes de toda Palestina podrían vivir en paz, alejados de la guerra constante, de la injusticia de la ocupación y de la pesadilla del odio. Algún día él no necesitaría soñar para poder pensar en el futuro: podría trabajar, tener hijos, caminar sobre campos empapados por el rocío del amanecer y no por las lágrimas de las viudas y de los huérfanos.
Aquella noche durmió profundamente. Vivía su sueño como si fuese, de nuevo, su propia vida, y se sumergía en él como en un mar templado y transparente. Se sentía mecido, acariciado por los hilos de una brisa suave y envolvente que iba sacando poco a poco de su cabeza los helados recuerdos de la pesadilla.
Y en medio de esa vida contempló a una mujer que abrazaba a sus dos hijos pequeños. Su atención no se fijó tanto en ella como en los niños, que le parecieron idénticos. Los dos jugaban, se abrazaban, se tiraban del pelo y, a veces, lloraban escandalosamente. Su madre, tranquila, serena, los contemplaba llena de complacencia, sin temor alguno, sin miedo a ningún peligro. Alrededor de ellos no se veían soldados, ni murallas, ni se oían llantos de luto ni gritos de niños aterrorizados por el estruendo de las armas de guerra.
El muchacho sintió una honda felicidad pues supo que aquella mujer era la tierra de Palestina. Con el rostro sereno contemplaba, complacida, los juegos de sus dos hijos gemelos: Abraham e Ibrahim.

Futuro

cayucos

Todavía era joven y nunca había sido capaz de imaginarse lejos de las llanuras salpicadas de palmeras que rodeaban la choza en la que vivía con toda su familia. Ese era su mundo. Se había acostumbrado al hambre, al frío y a la húmeda mirada que, cada día, lanzaban sobre su aldea los ojos velados de la muerte. Había visto esos ojos cada día de su vida y había aprendido a evitarlos casi por despecho, como quien cumple una rutinaria obligación consigo mismo.
Mas al otro lado del mar había otro mundo. Algunos de sus vecinos contaban que en él no había chozas sino casas, calientes en invierno; que las enfermedades eran vencidas gracias a la magia de personas poderosas; que los niños no morían de frío ni de hambre; que, a cambio del trabajo cotidiano, cualquiera (incluso un extranjero) podía conseguir cobijo, comida y salario; que había normas que protegían a todos por igual, ricos y pobres, jóvenes o ancianos.
Efectivamente aquel debía ser un mundo de prodigios, pensaba, un mundo en el que incluso alguien como él podía vivir lo que hasta entonces apenas había podido vislumbrar en sus sueños. Quizá allí, en ese mundo, lograría pensar en el futuro.
Su esposa no se extrañó al verle el rostro bañado con la luz de la esperanza. Conocía su inquietud y sus ilusiones, su espíritu indómito, sus ansias de felicidad. Notaba que esta vez se iría. Se iría a Europa.
Una noche cogió las pocas cosas que le ayudarían a no sentirse perdido en ese nuevo  mundo. Besó a sus hijos dormidos, apretujados sobre el suelo, y miró a su esposa con los ojos húmedos, luchando por contener el llanto y la tristeza. Nada se dijeron con palabras.
Tardó muchos días en llegar al puerto. Nunca se había alejado demasiado de su aldea y se sentía abrumado, fascinado por las construcciones portuarias, las enormes grúas, los chirridos de los engranajes. Por primera vez contemplaba las naves atracadas en los muelles, sus enormes cascos, sus sólidas cubiertas, sus desconocidos nombres dibujados en las amuras o esculpidos en las popas. Pero era imposible embarcarse en ninguna de ellas. Jamás podría pagar el precio de un pasaje.
Vagando por el puerto, se fijó en una escena que ya había visto en sus sueños. En un muelle alejado, sórdido, un hombre estaba embarcando a gente de su raza. Se acercó a él. Apenas hablaron. Los gestos eran explícitos; su significado, indudable.
Miró al hombre a los ojos (brillantes como los de un chacal) y le entregó lo único que llevaba que podía valer algo: una pieza de marfil y oro que había encontrado hacía mucho tiempo en el desierto. Algunos en su aldea le habían dicho que era antigua, hecha por extranjeros que habían ocupado su país hacía mucho tiempo, en la época en que ni siquiera existían sus antepasados. Nunca supo por qué razón la había guardado durante tanto tiempo. Tras unos instantes, el tipo con el que negociaba la aceptó como pago. “La venderé cuando vuelva de este viaje. Embarca”, le dijo secamente.
Se sentó sobre el húmedo y maloliente suelo de la barca. Aunque apenas podía ver el cielo por encima de la borda, no pudo evitar pensar que estaba ya en la antesala del futuro. Aquél era el último paso, el último fleco de sus desgracias.
Zarparon de noche, a escondidas. La nave era pequeña, con una corta vela oscura y un motor oxidado que gruñía con desgana. El mar le pareció inhóspito, frío, preñado de peligros.
No supo con claridad qué es lo que sucedió, pero pronto percibió que algunos de los hombres y el piloto estaban preocupados. Algo relacionado con el viento. Cuando notó el agua fría no sintió miedo. Una maravillosa paz lo fue envolviendo poco a poco, una paz que no había conocido hasta entonces.
Cerró los ojos y se dejó arropar por un sueño dulce mientras su cuerpo se hundía hacia un abismo desconocido: el abismo del futuro.