Sueño

niños palestina

¿No siente el plomo piedad de estos hombros
de leche rosada, de estas sangrecitas dulces, de estas
pieles de labios? ¿Ningún aviador enemigo tiene
niñitos que levanten sus manos al viento de las hélices?
No. El enemigo no parece padre
y acaso es huérfano también.
(Carmen Conde, Mientras los hombres mueren)

El muchacho dormía profundamente. Cada día, con el ocaso, su cuerpo joven, de adolescente, se rendía a las sombras del sueño vencido más por la tristeza que por el cansancio. Desde el día de su nacimiento su vida había transcurrido por la senda de la supervivencia y no había conocido otro mundo que el del sufrimiento y la precariedad; para él, todo era eventual, inestable. Sus ojos no habían visto otro mundo que aquella tierra en la que vivía. Creía que las fronteras las marcaban el hambre, la desolación, la guerra.
Desde que el ejército de Israel había tomado su tierra todo estaba siendo más difícil. Cada día ansiaba que la noche le permitiera dormir, cerrar los ojos, soñar.
Cada noche, entre los ruidos de la guerra y los olores del infortunio y la fatalidad, deseaba con ansia el momento en que su cuerpo, abrazado por el sueño, daba vida a su otro yo interior pues, una vez dormido, aquel muchacho vivía realmente otra vida y se hacía protagonista de un mundo en el que todo era distinto: nadie ocupaba la tierra de Palestina, nadie demolía las casas de sus familiares, nadie deportaba a sus compatriotas. Los muchachos de su edad no se inmolaban para conseguir hacer daño a un ejército infinitamente superior.
Mientras dormía, el futuro era posible...
Había conseguido invertir el tiempo, la sucesión de las horas: la realidad era lo que vivía en sus sueños. Las pesadillas empezaban con cada amanecer, cuando se veía obligado a vivir como inquilino en su propia tierra, pasando controles a cada paso, siendo registrado por las patrullas del ejército de ocupación a cada instante antes de poder franquear el muro gris que dividía la tierra.
Ésa no era la realidad, pensaba, sino la pesadilla de la que, en el futuro, podría despertar para siempre. Algún día los ocupantes se irían de su tierra y los habitantes de toda Palestina podrían vivir en paz, alejados de la guerra constante, de la injusticia de la ocupación y de la pesadilla del odio. Algún día él no necesitaría soñar para poder pensar en el futuro: podría trabajar, tener hijos, caminar sobre campos empapados por el rocío del amanecer y no por las lágrimas de las viudas y de los huérfanos.
Aquella noche durmió profundamente. Vivía su sueño como si fuese, de nuevo, su propia vida, y se sumergía en él como en un mar templado y transparente. Se sentía mecido, acariciado por los hilos de una brisa suave y envolvente que iba sacando poco a poco de su cabeza los helados recuerdos de la pesadilla.
Y en medio de esa vida contempló a una mujer que abrazaba a sus dos hijos pequeños. Su atención no se fijó tanto en ella como en los niños, que le parecieron idénticos. Los dos jugaban, se abrazaban, se tiraban del pelo y, a veces, lloraban escandalosamente. Su madre, tranquila, serena, los contemplaba llena de complacencia, sin temor alguno, sin miedo a ningún peligro. Alrededor de ellos no se veían soldados, ni murallas, ni se oían llantos de luto ni gritos de niños aterrorizados por el estruendo de las armas de guerra.
El muchacho sintió una honda felicidad pues supo que aquella mujer era la tierra de Palestina. Con el rostro sereno contemplaba, complacida, los juegos de sus dos hijos gemelos: Abraham e Ibrahim.

Futuro

cayucos

Todavía era joven y nunca había sido capaz de imaginarse lejos de las llanuras salpicadas de palmeras que rodeaban la choza en la que vivía con toda su familia. Ese era su mundo. Se había acostumbrado al hambre, al frío y a la húmeda mirada que, cada día, lanzaban sobre su aldea los ojos velados de la muerte. Había visto esos ojos cada día de su vida y había aprendido a evitarlos casi por despecho, como quien cumple una rutinaria obligación consigo mismo.
Mas al otro lado del mar había otro mundo. Algunos de sus vecinos contaban que en él no había chozas sino casas, calientes en invierno; que las enfermedades eran vencidas gracias a la magia de personas poderosas; que los niños no morían de frío ni de hambre; que, a cambio del trabajo cotidiano, cualquiera (incluso un extranjero) podía conseguir cobijo, comida y salario; que había normas que protegían a todos por igual, ricos y pobres, jóvenes o ancianos.
Efectivamente aquel debía ser un mundo de prodigios, pensaba, un mundo en el que incluso alguien como él podía vivir lo que hasta entonces apenas había podido vislumbrar en sus sueños. Quizá allí, en ese mundo, lograría pensar en el futuro.
Su esposa no se extrañó al verle el rostro bañado con la luz de la esperanza. Conocía su inquietud y sus ilusiones, su espíritu indómito, sus ansias de felicidad. Notaba que esta vez se iría. Se iría a Europa.
Una noche cogió las pocas cosas que le ayudarían a no sentirse perdido en ese nuevo  mundo. Besó a sus hijos dormidos, apretujados sobre el suelo, y miró a su esposa con los ojos húmedos, luchando por contener el llanto y la tristeza. Nada se dijeron con palabras.
Tardó muchos días en llegar al puerto. Nunca se había alejado demasiado de su aldea y se sentía abrumado, fascinado por las construcciones portuarias, las enormes grúas, los chirridos de los engranajes. Por primera vez contemplaba las naves atracadas en los muelles, sus enormes cascos, sus sólidas cubiertas, sus desconocidos nombres dibujados en las amuras o esculpidos en las popas. Pero era imposible embarcarse en ninguna de ellas. Jamás podría pagar el precio de un pasaje.
Vagando por el puerto, se fijó en una escena que ya había visto en sus sueños. En un muelle alejado, sórdido, un hombre estaba embarcando a gente de su raza. Se acercó a él. Apenas hablaron. Los gestos eran explícitos; su significado, indudable.
Miró al hombre a los ojos (brillantes como los de un chacal) y le entregó lo único que llevaba que podía valer algo: una pieza de marfil y oro que había encontrado hacía mucho tiempo en el desierto. Algunos en su aldea le habían dicho que era antigua, hecha por extranjeros que habían ocupado su país hacía mucho tiempo, en la época en que ni siquiera existían sus antepasados. Nunca supo por qué razón la había guardado durante tanto tiempo. Tras unos instantes, el tipo con el que negociaba la aceptó como pago. “La venderé cuando vuelva de este viaje. Embarca”, le dijo secamente.
Se sentó sobre el húmedo y maloliente suelo de la barca. Aunque apenas podía ver el cielo por encima de la borda, no pudo evitar pensar que estaba ya en la antesala del futuro. Aquél era el último paso, el último fleco de sus desgracias.
Zarparon de noche, a escondidas. La nave era pequeña, con una corta vela oscura y un motor oxidado que gruñía con desgana. El mar le pareció inhóspito, frío, preñado de peligros.
No supo con claridad qué es lo que sucedió, pero pronto percibió que algunos de los hombres y el piloto estaban preocupados. Algo relacionado con el viento. Cuando notó el agua fría no sintió miedo. Una maravillosa paz lo fue envolviendo poco a poco, una paz que no había conocido hasta entonces.
Cerró los ojos y se dejó arropar por un sueño dulce mientras su cuerpo se hundía hacia un abismo desconocido: el abismo del futuro.

Nostalgia

Palmira. Siria. El valle de las tumbas
Al amanecer, el cielo y la tierra se funden en una misma luz en el Valle de las Tumbas de Palmira.

A todos, con frecuencia, nos aborda la nostalgia. Repentinamente, como si los nublados recuerdos de un mundo distante nos asaltaran, una tristeza sutil ablanda nuestro corazón y hace que nuestros ojos se encojan, vencidos por una luz que no sabemos definir.
Los hombres siempre hemos sentido nostalgia, una palabra griega que nos evoca el dolor por un regreso imposible. Nostalgia es el sentimiento que poseyó a Ulises durante los veinte años que pasó combatiendo en Troya y vagando por el mar. Nostalgia por Ítaca, por su esposa Penélope y por el recuerdo de un hijo que apenas pudo conocer. Nostalgia por no poder regresar a un mundo del que formaba parte.
Eneas sintió nostalgia por Troya, la lejana ciudad cuyas murallas sólo fueron burladas por la inteligencia. En las noches pasadas en el lecho de Paris, también Helena sintió que su corazón se perdía entre los valles del Peloponeso y los olores fugaces de la tierra de Esparta. Cuando el fuego de su amor se fue marchitando, sintió la nostalgia de una tierra que, al cabo, perduró en su recuerdo más que el hermoso rostro de Paris.
Todo el que ha sido viajero, a pesar de su amor por los cielos hermosos, a pesar de su irrefrenable impulso por conocer el semblante y las lenguas de otros hombres, a pesar de su deseo por sentirse ciudadano de todos los mundos, ha sentido alguna vez nostalgia al recordar el olor de su hogar en invierno, el rostro de sus hijos dormidos al calor de los cuentos o el dulce sabor de unos labios perdidos ya en el bosque de la memoria.
Quienes se ven forzados a abandonar su mundo, quienes son obligados a huir de sus tierras o quienes viven en ellas acuciados por la necesidad, agobiados por el presente y olvidados por el futuro, también sienten una irrefrenable nostalgia que les punza el alma, como una herida.
Mas hay quien siente una nostalgia extraña por una tierra que desconoce, por un cielo que sólo puede intuir y por un mar tranquilo y transparente del que nace una luz que sus ojos no pueden esquivar. Es una nostalgia inexplicable que ataca a quienes, aun estando en el suelo de su patria, perciben que están lejos, como si no supieran dónde nacieron sus recuerdos.
Cuando esa nostalgia nos atrapa, el viaje es nuestra patria. Cada rincón del camino se nos aparece entonces como un rincón de nuestra casa; cada hombre o mujer que se nos cruza, parece nuestro hermano.
Todos venimos de otra parte. Todos sentimos nostalgia de un mundo que no sabemos que fue el nuestro. Todos somos inmigrantes llegados de un lugar por el que sentimos nostalgia en nuestros sueños.

Agustín García Calvo. In Memoriam

Agustín García Calvo. In Memoriam
Agustín García Calvo

Agustín García Calvo ha muerto. No pretendo hacer un homenaje a su figura (algo imposible, desde luego), sino dejar constancia de alguno de los recuerdos que guardo de él y, sobre todo, de la deuda que, personalmente, aún le debo.
Conocí a Agustín cuando era estudiante de Doctorado, durante los años setenta. El régimen de Franco estaba agonizando y el paisaje gris, de película en blanco y negro, que había teñido durante décadas cada rincón de nuestro país, comenzaba a llenarse de algún tímido color, un fleco apenas, desprendido de la luz de una esperanza que nos alimentaba a todos.
Estaba en el aula, esperando que D. Agustín García Calvo, el maestro del que se contaban mil anécdotas (algunas de ellas pintorescas) apareciera para comenzar un curso de doctorado titulado “Hipérbaton en latín”. Recuerdo muy bien la agitación con que esperaba ver a aquel hombre, represaliado por el régimen franquista, desposeído de su cátedra (junto con Enrique Tierno Galván, J. Luis López-Aranguren y Santiago Montero) por apoyar públicamente el movimiento de estudiantes en el año 1965. Eran otros tiempos. Tiempos difíciles en que la Universidad Complutense de Madrid, como las otras de nuestro país, solían poblar los pasillos y las aulas con los ecos de las voces de los sabios.
Miraba con frecuencia hacia la puerta del aula, nervioso, con el miedo de que, finalmente, aquel maestro al que admiraba sin apenas conocerlo, decidiera no ir a clase, pues las convenciones del mundo académico, entre las que se encontraban los horarios, nunca le merecieron demasiado respeto.
Por aquellos días yo me sentía ya un privilegiado. Había recibido clase de algunos profesores a los que, ya por entonces, consideraba como auténticos maestros: F. R. Adrados, M. S. Ruipérez, J. A. Lasso de la Vega, Luis Gil, Sebastián Mariné, Lisardo Rubio, A. Ruíz de Elvira…, pero me quedaba por escuchar a García Calvo, el hombre que tenía, además, la aureola de quienes se habían enfrentado, con sus ideas, al régimen franquista.
Cuando entró en el aula me quedé atónito. Vi a un hombre lleno de energía, vestido con un atuendo que parecía sacado de una película de John Ford, con dos trenzas deslizándose sobre sus hombros y una mirada casi ausente, como si estuviera contemplando un mundo que sólo él fuera capaz de percibir.
Recuerdo muy bien sus clases. Recuerdo muy bien la impresión que me causó su personalidad, su coherencia, su permanente estado de guardia para no contaminarse con nada que pudiera atraparlo dentro de un sistema que, hasta el último día de su vida, tuvo en él, en su pensamiento y en su obra, un sistemático e inasequible crítico.
Aunque nunca sentí por él la fascinación casi religiosa que ha atrapado a buena parte de sus seguidores y discípulos, su obra siempre me ha merecido mucho más que respeto. Y de toda ella, aunque sé que esto parecerá excesivo a más de uno, la traducción de la Ilíada sigue fascinándome hasta un extremo que no ha conseguido ninguna de sus otras obras.
He utilizado esa traducción permanentemente: en clase, en mis libros y artículos, en cursos y seminarios… y en lugares en los que parecía que no habría, ni siquiera, de entenderse. He sentido una emoción casi física al leer sus versos en los foros más dispares, en los lugares más inhóspitos, y he gozado de su compañía a diario. Nunca, ni en los primeros días de mi fascinación estudiantil por el mundo homérico, he tenido la certeza de leer al mismo Homero, salvo cuando he tenido delante de mis ojos los versos traducidos por Agustín.
En estos días tan cercanos a su muerte, he vuelto a leerlos en alto, tratando de atrapar en cada una de las palabras la música eterna, el ritmo inmortal del genio capaz de captar, con las recias y duras palabras del castellano, el alma inasible de los versos griegos.
Descansa en paz, Agustín, e intenta no poner patas arribas los usos y costumbres de la otra vida.

Los orígenes de Europa

Micenas. Puerta de los Leones
Los imponentes bloques ciclópeos de la muralla parecen engullir la famosa puerta de los leones, símbolo eterno de la ciudad de Agamenón.

Reproduzco hoy este artículo, publicado en la revista MUY Historia en Mayo de 2011.

En los orígenes de Europa pugnaron dos patrones diferentes de civilización; uno matriarcal y pacífico, más antiguo, cuyas raíces pueden verse todavía hoy en los restos minoicos de la isla de Creta; otro patriarcal y violento, simbolizado por Micenas, la patria del rey que atacó Troya al frente de un ejército plagado de héroes que la literatura ha hecho inmortales.
El mito nos cuenta que Europa era hija de Agénor, rey de Tiro, ciudad fenicia situada en la costa de Siria. Una tarde, mientras jugaba con sus amigas entre la arena de la playa, el gran dios Zeus la entrevió por un instante, recortada entre los flecos de dos nubes. Deslumbrado por aquella belleza fugaz, suspendido del cielo como un águila, fijó su mirada en el hermoso cuerpo de la muchacha.
Adoptó Zeus la forma de un hermoso toro blanco, de cuernos de luna creciente, y apareció en la playa con gesto manso y ojos confiados. Avanzó hacia el lugar en que la sorprendida Europa estaba sentada y se tumbó a su lado, rozándola  con su blanco lomo.
Acaricia ella la testuz del animal, rodea con sus dedos los cuernos suaves y, ante el asombro de sus amigas, se encarama, incauta, a su lomo y se tumba sobre él, como si fuera el lecho de su amante.
Entonces el toro se levanta y se lanza al mar con la aterrorizada Europa asida a sus cuernos. Muge el toro del mar, navega entre las olas hacia el sol poniente y arriba por fin a una costa desconocida, abrupta y solitaria. Europa no sabe que está pisando la tierra de Creta.
Una vez allí, en la ciudad de Gortina, Zeus se une a la doncella a la sombra de un plátano, y deja en ella la semilla de un triple embarazo, los primeros hijos de Europa: Radamantis, Sarpedón y Minos que, instalado en Cnoso, la ciudad más importante de la isla, habría de dar su nombre a la civilización minoica, antecedente inmediato de la primera civilización genuinamente europea.
El mito nos hace descendientes de una inmigrante asiática, llevada a la fuerza hasta las costas de Creta, el lugar donde, a mi juicio, empieza la historia de Europa en un sentido profundo.

La civilización minoica: el recuerdo de la paz


Es muy difícil establecer en el tiempo el origen de la civilización minoica. Quizá la historia de la Creta minoica comenzó en los albores del año 3200 a. C., en el llamado “período minoico antiguo” o “prepalacial”, con la llegada a la isla de algunos grupos humanos procedentes de Anatolia y/o Siria y Palestina. Entre los años 2000 y 1700/1600 a. C. el registro arqueológico detecta cambios significativos, especialmente la construcción de los primeros palacios, singularmente en Cnoso, Festo y Maliá. Este período ha sido llamado “minoico medio” o “protopalacial. Finalmente, entre los años 1700/1600 y 1050 a. C. se desarrolla el último período de la civilización minoica, llamado “minoico reciente” o “palacial”. El dato más relevante de esta fase es que en torno al año 1450 a. C. el trono del palacio de Cnoso, del que hay una copia en madera en la Corte Internacional de La Haya, es ocupado por un monarca que ya no es minoico.
Los habitantes de Creta evolucionaron de tal manera que dieron lugar a una civilización que sigue impresionando hoy por la belleza de sus restos y el refinamiento de algunos de sus edificios, a los que la historiografía moderna ha llamado con razón palacios. En el más importante de ellos, el de Cnoso, los griegos situaron al rey Minos, hijo de Europa, y en sus laberínticos sótanos al Minotauro, el monstruo nacido de los extraños amores de Pasífae, esposa de Minos, con un toro enviado, de nuevo desde el mar, por Poseidón.
Un rasgo que caracteriza a todos los palacios de la isla es la ausencia de murallas. Durante todo el desarrollo de la civilización minoica, los habitantes de Creta consiguieron, a diferencia de lo que ocurría en el continente, hacer práctica y cotidiana una convivencia pacífica. Los minoicos, quienesquiera que fueran, nunca se vieron amenazados hasta el punto de tener que construir murallas para defenderse.
Las implicaciones que este hecho tiene son verdaderamente inquietantes, pues nos llevan, inevitablemente, a preguntarnos si una civilización puede alcanzar altos grados de desarrollo sin verse implicada en prácticas de guerra. Y si es esto cierto  la siguiente pregunta ha de ser por qué razón la guerra se generalizó después como práctica habitual, manteniéndose así hasta nuestros días.
Pues bien, la realidad histórica de una Creta pacífica resultó casi inasumible para los propios griegos, que intentaron justificar este hecho con suposiciones más o menos fundadas. La más afortunada de estas suposiciones es la que aventura Tucídides, el gran historiador ateniense del siglo V a. C., cuando afirma lo siguiente:
Minos fue, de entre todos de quienes conservamos recuerdo, el primero en hacerse con una escuadra. Dominando la mayor parte de los mares griegos, gobernó sobre las islas Cíclades y llegó a ser el primer colonizador de la mayor parte de ellas.[1]
Éste texto ha servido de base a toda explicación sobre la ausencia de murallas en Creta: el dominio del mar, la llamada talasocracia minoica, hacía innecesarias las murallas en tierra. La verdadera muralla de Cnoso era el mar, vigilado por su poderosa flota.
A pesar de que no pocos historiadores han abrazado esta teoría con entusiasmo, no hay una sola prueba que la avale. De hecho, a pesar del mar y de la supuesta flota minoica, en el año 1450 a. C., como decía antes, el monarca de Cnoso no es minoico sino micénico, es decir, griego.  En efecto, ¿cómo podría ser el mar un obstáculo para hombres que empleaban la palabra póntos, es decir, ‘puente’, para designarlo? ¿Cómo podría el mar impedir que quienes lo consideraban un puente entre islas, transitaran por él con la conciencia de que, al navegar, recorrían los territorios de su propia patria?
Además, en perfecta coherencia con la ausencia de murallas, todos los hallazgos materiales minoicos parecen alejarse de la estética de la guerra o del guerrero: no hay armas, no hay representaciones de batallas ni escenas de combates; al contrario, la decoración de los palacios y de los vasos de cerámica nos muestran escenas de la naturaleza: delfines, pulpos, algas y, singularmente, serenos paisajes submarinos, acciones de caza y pesca, composiciones relacionadas con las estaciones, toros con los que juegan hombres y mujeres; representaciones, en suma, en las que la guerra está irremediablemente ausente.
Junto a todos estos hallazgos, hay una ausencia especialmente notable: la figura del guerrero. Ninguna de las imágenes masculinas que nos ha regalado el arte minoico tiene algo que ver con el  modelo de héroe que saturará toda la iconografía del arte europeo posterior, sea cual sea la época. Por el contrario, lo que registran los hallazgos arqueológicos es la presencia de una estatuilla pequeña que representa a una mujer con los pechos desnudos. Tiene dos serpientes en las manos y un felino sobre su cabeza. La ciencia historiográfica la ha llamado “Señora de las fieras”.
Quizá esta mujer sea el símbolo de una civilización caracterizada por una ausencia, la guerra, y dos presencias: la mujer y un tipo de hombre muy alejado del prototipo del guerrero.
En la isla de Creta están las pruebas de un modelo de vida pacífico que, como decíamos, no logró perpetuarse. Al contrario, fue sustituido para siempre por otro modelo radicalmente distinto que estableció los patrones de conducta (masculinos y femeninos) que han caracterizado hasta el día de hoy a la llamada civilización occidental.

El amanecer de la Europa moderna: el mundo micénico


El modelo minoico fue barrido por otro que penetró en toda Europa con fuerza incontenible. En efecto, unos años después de sacar a la luz los restos de Troya, H. Schliemann decidió dirigirse a Micenas, la ciudad de la que había sido rey Agamenón, el jefe de las fuerzas atacantes de Troya. Enseguida encontró seis tumbas excavadas en la roca: contenían los cuerpos de nueve hombres, ocho mujeres y dos niños. Asombrado, contempló que los rostros de cinco de esos hombres estaban cubiertos por máscaras de oro, como si hubiesen querido perpetuar los rasgos de sus rostros. A su alrededor había multitud de objetos valiosos, especialmente armas: puñales y espadas de bronce, señas de identidad de estos hombres cuya vida y cuya gloria estaba basada en la práctica de la guerra.
Schliemann, en efecto, había descubierto tumbas de guerreros, excavadas en una fortaleza rodeada por murallas imponentes, colosales, que los antiguos llamaban “ciclópeas”, pues el enorme tamaño de sus sillares parecía que sólo podía haber sido movido por los gigantescos cíclopes monóculos. ¡Qué diferencia con los palacios minoicos, donde ni murallas ni armas tienen sitio!
La importancia de Micenas es tan grande que ha dado nombre a todo un período de la historia conocido como “micénico”: una civilización de guerreros indoeuropeos, que aparecen en la Península Balcánica en torno al año 1700 / 1600 a. C [2]. Homero los llamó aqueos (Achaioí), y sus nombres siguen resonando en nuestros recuerdos: Aquiles, Ulises, Agamenón, Áyax...
Cuando los aqueos o micénicos consiguieron asentarse en territorio balcánico, pusieron en marcha un modelo de sociedad que ha tenido un éxito verdaderamente extraordinario. En realidad, las bases que establecieron en su sistema de convivencia perduran hasta el día de hoy, vigentes y pujantes. Estas bases tenían como objeto demoler la antigua sociedad minoica, matriarcal y pacífica, y establecer un modelo de estado y de sociedad basado en:
  • La preponderancia del varón.
  • La práctica sistemática de la guerra.
  • La conquista de territorios y la consiguiente esclavización de sus habitantes.
  • Y, especialmente, la desaparición social y política de la mujer, que quedó confinada, como Penélope, al estrecho mundo de la vida doméstica.
En virtud de los datos que poseemos [3], sabemos que la sociedad micénica se organizó para conseguir estos objetivos. Podemos afirmar que las ciudades-estado micénicas eran gobernadas por reyes (basileîs) que llegaban al trono por herencia, aunque no hay una línea hereditaria constante; unas veces el rey es el más venerado de los ancianos, como ocurre con Néstor, rey de Pilo, otras veces el rey es el jefe del clan familiar más poderoso, como Agamenón en Micenas o Menelao en Esparta.
El poder de estos basileîs abarca tres ámbitos:
  • Son jueces, depositarios de una autoridad que viene de los dioses, cuya voluntad deben interpretar en ausencia de leyes escritas.
  • Son sacerdotes o jefes supremos del culto debido al dios o dioses que protegen la ciudad. En este campo tienen ayudantes a los que solemos llamar sacerdotes, aunque se trata más bien de magos o adivinos, bendecidos por el don adivinatorio.
  • Finalmente, son también jefes militares y caudillos del ejército.
Mas estos reyes están lejos de ser monarcas absolutos. Cuando deben tomar una decisión importante, especialmente en relación con la guerra, escuchan a los ancianos y a los jefes de las familias más importantes y, con frecuencia, convocan y consultan a la asamblea de los ciudadanos en armas, vasallos obligados a servir en el ejército pero, también, hombres libres que ejercen su derecho a opinar con libertad. Sin duda se trata del embrión de lo que después habría de ser la asamblea popular de un estado democrático como el ateniense.
Mas de este mundo hay dos grupos excluidos: los esclavos y las mujeres. En el caso de los esclavos, no tengo ninguna duda de que son una de las consecuencias más notables de la guerra. Heráclito lo vio con claridad cuando, ya en el siglo VI a. C. afirmaba:
La guerra es el padre de todos, el rey de todos. A unos los hace dioses, a otros hombres. A unos los hace libres, a otros esclavos. [4]
En relación con las mujeres la sociedad micénica fue verdaderamente diligente, pues la clave del éxito del modelo patriarcal que pretendía perpetuar estaba en la desaparición social de las mujeres. En mi libro Hijos de Homero (Alianza Editorial, Madrid, 2006, 2008) he tratado con calma este asunto decisivo, a mi juicio, por lo que remito a sus páginas al lector interesado. Sólo diré aquí que si los griegos micénicos y los griegos posteriores no hubieran logrado este objetivo, su modelo de sociedad se hubiera visto seriamente comprometido y, probablemente, hubiera fracasado.
El hecho relevante es que hoy nuestra globalizada sociedad sigue siendo igual que era la de ellos: explota los frutos de la guerra, excluye a verdaderas multitudes de los beneficios de la riqueza, esclaviza sin piedad a quienes están destinados a producir bienes de consumo y, a pesar de algunos indicios aparentemente optimistas, sigue excluyendo a las mujeres de los ámbitos decisorios.
Ciertamente, la progresiva incorporación de la mujer a la vida social, política, empresarial e, incluso, militar, es a mi juicio un dato objetivo, aunque engañoso, pues se está produciendo sólo cuando las propias mujeres parecen haber aceptado el modelo masculino de éxito social, lo que supone que ninguna de ellas, en disposición de tomar decisiones políticas de alto nivel, podría hacerlo si, por ejemplo, cuestionara la guerra como mecanismo de resolución de conflictos.
El éxito del modelo micénico de sociedad patriarcal ha ido probablemente mucho más allá de lo que sus propios inventores imaginaron pues, tres mil seiscientos años después, muchas mujeres (a cuya costa se construyó tal sociedad) han asumido e interiorizado ese modelo incluso cuando creen oponerse a él.



[1] Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, 1.4.
[2] Los primeros indoeuropeos aparecen en Asia, especialmente en la península de Anatolia sobre el año 2300 a. C. Su integración, pacífica o no, con las poblaciones preindoeuropeas es, como en Europa, una de las claves más importantes de la historia antigua.
[3] Proporcionados esencialmente por los poemas homéricos y por las tablillas escritas en el llamado silabario minoico lineal B, un sistema de escritura minoico que los griegos micénicos adoptaron para escribir por primera vez su lengua, es decir, el griego.
[4] Fragmento 761 de Los filósofos presocráticos (I), Gredos, Madrid, 1978.

Listas

Cada facción de las que han de entrar en campaña electoral prepara las listas de sus candidatos. En la sombra, reunidos en velados antros rodeados de silencio, los aspirantes a candidatos ofrecen a sus jefes todo un catálogo de sumisiones: obediencia, sometimiento, lealtad, memoria...
Los jefes reciben a los aspirantes sentados en sus sillas labradas, contemplando a quienes se postulan para ser incluidos en las listas como se contempla a un animal inferior, a un ser dependiente; a un pequeño eslabón, molesto pero necesario, de la cadena del poder político. Escuchan con el gesto inexpresivo de las estatuas, y ponen sobre la mesa las condiciones que el aspirante a candidato ha de cumplir y las reglas que ha de respetar para poder ser incluido en las listas: toda la larga serie de servicios que habrá de prestar a la facción y a sus jefes.
Los aspirantes inclinan la cabeza, asienten con presteza a cada indicación de sus jefes, y exponen sin rubor la lista de sus méritos: los favores ofrecidos, los logros conseguidos, las virtudes que adornan su trayectoria al servicio de la facción. Es casi un rito, una ceremonia que no se oficia en los templos, ni en el foro, ni en los lugares que el pueblo frecuenta, sino en rincones rodeados por la oscuridad que envuelve los actos infames.
Poco a poco el pueblo, que habrá de ratificar con sus votos las listas de cada facción, va conociendo sus nombres. Despacio, como las gotas que resbalan de la junta de una tubería, su identidad va haciéndose pública; los nombres, los rostros, van apareciendo ante el pueblo con el mismo cálculo con que el autor de una obra de teatro va presentando a sus personajes, despacio, sin desvelar del todo la trama, buscando el efecto cautivador que la sorpresa tiene entre el público que contempla la representación.
Sin apenas inquietarse, ocupado permanentemente en sus tareas cotidianas, el pueblo permanece al margen, sin tener la más mínima influencia en la elaboración de las listas electorales ni en la presentación de unos candidatos que nunca habrán de rendir cuentas ante él, sino ante su facción. Sin saberlo, sin comprender del todo la trama en la que está atrapado, el pueblo cree que, el día de los comicios, tendrá en sus manos los resortes del poder.
Adormecido por los ecos de las campañas electorales, seducido por las promesas de libertad, educación, cultura, obras públicas, subvenciones y otras muchas palabras evocadoras, el pueblo ignora que los comicios son sólo una coartada, un trámite necesario para ratificar, sancionar y bendecir las decisiones que los partidos toman a sus espaldas.
En  los oscuros antros en que se elaboran las listas de los candidatos, también se construye la política que éstos habrán de seguir una vez que hayan sido ratificados por los votos del pueblo. Consumada la elección, sancionado el nombramiento, los jefes de las facciones comenzarán a exigir a los candidatos elegidos el pago por los favores concedidos.
Un pago que siempre sufraga el pueblo.

Pueblo

Máximo. Estado de las cafeterías

De nuevo se avecina el tiempo de las elecciones. Los candidatos, obligados por toda una tradición a prometer al pueblo multitud de paraísos, llenarán con sus voces casi todos los rincones de la ciudad, violarán con sus soflamas la calma de los días y lanzarán sobre el pueblo sus viejas ideas, dobladas por el tiempo como juncos secos azotados por el viento.
La gente desconfía, pero calienta con su presencia los actos electorales. El pueblo se ha acostumbrado a proyectar sus defectos en los políticos y a ver en ellos la tabla de salvación que los exime de enfrentarse con sus propios fantasmas: la corrupción, el fraude, el despilfarro, la violencia... Nos resulta cómodo acusar a los políticos de los defectos que caracterizan a toda nuestra sociedad y ver en ellos nuestros propios vicios. Nos sirve de catarsis, nos purifica como una libación encima de un altar.
El pueblo, aun sin saberlo, saluda con gusto la presencia de políticos infames porque con ello elude abrir los ojos a sus propias iniquidades. Así, sin el más mínimo reparo, el que defrauda en el pago de sus tributos es capaz de acusar de corrupto a un gobernante. El vendedor que roba a su cliente, el comerciante que vende con márgenes de usura, el abogado que defiende a un acusado al que sabe culpable, el patrono que explota a sus trabajadores hasta límites inhumanos, el fabricante que adultera el producto que fabrica, todos los que en sus quehaceres diarios engañan, sobornan, amenazan y falsifican se sienten liberados al acusar a los políticos de hacer lo mismo que ellos hacen a diario. Aunque nunca lo reconozcan, sólo lamentan que la rentabilidad de su inmoralidad apenas sea una milésima parte de la que obtienen sus gobernantes con la suya.
El pueblo necesita políticos en los que verse reflejado, sobre los que descargar su mala conciencia. Los gobernantes honrados, los que proclaman con su ejemplo diario el imperio de la razón y de la ética son molestos, representan un ideal incómodo que siempre exige esfuerzos a cambio de una satisfacción impalpable, imposible de cuantificar. El pueblo prefiere a los políticos corruptos que les llenan el bolsillo de dinero y los oídos de promesas de progreso y bienestar antes que a los gobernantes honrados que reclaman el mismo comportamiento ético que se exigen a sí mismos.
Cuando el Senado romano, envidioso y desconfiado, lo acusó injustamente de querer convertirse en dictador, Publio Cornelio Escipión, el Africano, dijo:
“Sírvete, patria mía, de mis acciones sin mi presencia. Yo, que he sido para ti la causa de la libertad, seré ahora la prueba de que, en efecto, la posees. Me voy, ya que me he encumbrado más de lo que es conveniente para ti”.
El pueblo no se conmovió ante estas palabras; no salió a la calle para impedir que el vencedor de Aníbal, el hombre que había salvado a Roma de su mayor amenaza, honrara a toda la ciudad con su presencia. Al contrario, vio como se marchaba lejos sin hacer un solo gesto para evitarlo.
Los dirigentes honrados cansan; nos recuerdan con sus acciones, con su indestructible honradez, la naturaleza ruin de nuestros actos.
Deben desaparecer antes de que su honradez nos atormente.

Niños

En las calles de los barrios de todas las ciudades pululan, igual que planetas perdidos en un cielo infinito, una multitud de niños sin patria, sin hogar, sin refugio. Sobreviven como pueden, asidos al paso de las horas y de las estaciones, condenados a crecer en un mundo que los contempla como una amenaza, como a los hijos ilegítimos de un universo sostenido por millones de atlantes cuyos hombros lacerados sangran bajo el peso de su desesperación.
Muchos se saben esclavos, hijos de esclavos. Otros lo son sin saberlo. Sus cuerpos son como los de nuestros hijos; sus deseos, infinitamente más sucintos. Sus sueños forman parte de lo que nuestros hijos desprecian cada día, y sus ojos están teñidos de una tristeza profunda, casi invisible. Tienen manos rasgadas, abiertas por el frío de la soledad.
Cuando contemplo a esos niños me pregunto si sobrevivirán a su niñez, si podrán vivir lo suficiente como para intentar abrir alguna de las puertas que los mantienen encerrados en ese mundo sombrío que habitan desde su nacimiento. ¿Qué salida, qué salvación puede ofrecerse a todos ellos, qué camino pueden transitar para contemplar, aunque sea sólo de lejos, el paraíso que se extiende más allá de las sucias calles en las que consumen su vida de prisioneros? ¿Qué dioses son sus dioses? ¿Qué padres son sus padres?
Como pequeños depredadores acechan en las esquinas o se ocultan entre las sombras de la noche. Sus presas, con frecuencia, están marcadas por las mismas desgracias que ellos, y hablan su mismo lenguaje: el idioma de todos los desgraciados, la jerga de los habitantes de un mundo infiel que les ha robado hasta el dolor de sus recuerdos. Ningún dios los invita a sus banquetes; ninguna diosa a su lecho. Ninguno de nosotros hace nada por alterar su destino.
La vida de estos niños sin nombre, sin padres ni familia, es la prueba viviente del fracaso de nuestro mundo. En los telares de oriente, en las minas, en las cocinas de las mansiones, en los campamentos de nuestros ejércitos, en los vertederos en que se pudren los deshechos de nuestra opulencia, en los prostíbulos y en las tabernas, un ejército de esclavos diminutos bulle sin desmayo. Cosen, pican, limpian, fabrican, trabajan sin vértigo para conseguir que la muerte no los arranque de la mísera vida que llevan a diario. Sonríen cuando comen. Tiemblan cuando el humor de sus amos descarga sobre ellos como una tormenta repentina. Sueñan con dioses benefactores que los abrigan mientras duermen.
Cada noche se refugian en alguna grieta, fría como una sombra. Calientan sus cuerpos con el calor de otros cuerpos, comparten el fuego de sus desgracias mientras se acurrucan junto al silencio de la noche.
Saben que, al alba, la luz del sol habrá de calentar una tierra en cuyo vientre nada crece para ellos.

Regreso al futuro. La democracia ateniense (IV)

Templo de Ártemis en Sardes
Los restos imponentes del templo de Ártemis en Sardes. Al fondo, la colina de la acrópolis.

Ha pasado todo el verano desde que escribí el artículo anterior de esta serie dedicada a la génesis de la democracia ateniense. Habíamos visto las reformas que introdujo Solón y la importancia que éstas tuvieron.
A pesar de ello, como suele suceder, tales reformas fueron consideradas excesivas por parte de quienes pretendían perpetuar el sistema gentilicio, e insuficientes por las nuevas clases emergentes, ajenas a los géne. Tal situación, como veremos, desembocó en la tiranía de Pisístrato (560 a. C.), un noble que, como sucedió tantas veces en Grecia (y después en Roma), asumió las reivindicaciones del pueblo y lo acaudilló en su lucha contra la nobleza.
Sabemos por su propia obra que Solón aconsejó al pueblo de Atenas que desconfiara de Pisístrato. Pero sabemos también que antes de la aparición del tirano (término éste que explicaré más adelante), Solón se fue de Atenas. Aristóteles nos dice (Constitución de Atenas, 11) que hizo un viaje para garantizar una cierta vigencia a sus leyes y para no verse obligado a comprometerlas. Fue un viaje que habría de durar diez años.
Solón recorrió Egipto (donde conoció el relato de la Atlántida, conservado por Platón), Chipre y Asia Menor, especialmente Lidia. Fue allí donde, según Heródoto, tuvo lugar su encuentro con Creso, el famoso y rico rey de Lidia, prototipo de hombre fiado en su fuerza y en su suerte, colmado de esa arrogancia sutil y dañina que los griegos denominaban hýbris (ὕβρις).
Este episodio refleja muy bien la personalidad del viejo poeta legislador.

Solón en Sardes


Sardes era la impresionante capital del reino de Creso. Una ciudad rica, llena de templos, con una impresionante acrópolis asentada sobre colinas cuajadas de una vegetación espléndida.
Creso había heredado el reino de su padre a la edad de treinta y cinco años y, desde el principio, se había anexionado los territorios vecinos, empezando por las ciudades griegas. Con el paso del tiempo, casi todos los pueblos que habitaban al oeste del río Halis habían sido sometidos por el rey, que se convirtió para los griegos en un símbolo de poder y de riqueza.
Por entonces Sardes “estaba en el cénit de su riqueza, y a ella fueron llegando sucesivamente todos los sabios de Grecia que vivían en aquellos tiempos y, entre ellos Solón, un ateniense que, después de haber dictado en Atenas muchas leyes [...] se había ausentado de su patria durante diez años” (Heródoto, 1. 29).
Solón fue tratado con gran corrección en el palacio de Sardes, pero no fue recibido inmediatamente por el rey. Antes, sin duda con el deseo de impresionarlo, Creso ordenó a unos servidores que le enseñaran las cámaras en las que se guardaban sus famosos tesoros. Sin duda Solón, un hombre austero, acostumbrado a las penurias de todo viaje, quedó realmente impresionado.
A los pocos días, según el relato de Heródoto, fue llevado a presencia de Creso, que alabó su deseo de conocer el mundo y su sabiduría al promulgar leyes en Atenas; entonces, en un momento de la conversación, el rey le interrogó:
Amigo ateniense, [...] ya que por tu deseo de conocimientos y de contemplar el mundo has visitado muchos países [...] me ha asaltado el deseo de preguntarte en este momento si ya has visto al hombre más dichoso del mundo (1.30.2).
Obviamente Creso esperaba que Solón lo eligiera a él. Sin embargo, para su sorpresa, el ateniense le contestó que el hombre más feliz del mundo era un tal Telo, de Atenas, hombre completamente desconocido. Sorprendido por la respuesta, Creso le preguntó a Solón quién era ese tal Telo. Para su asombro,  Solón le describió a un hombre normal, que había tenido la fortuna de ver crecer a sus hijos y nacer a sus nietos y que, en el colmo de la dicha, tuvo el fin más glorioso que puede tenerse: morir luchando contra los enemigos de su patria.
Un silencio profundo envolvió la escena. Creso, desconcertado, no acabó de comprender el significado de lo que había contestado Solón, y volvió a preguntarle quién le parecía el hombre más feliz después de Telo, convencido de que esta vez lo nombraría a él.

Cleobis y Bitón. Museo de Delfos
Cleobis y Bitón. Museo de Delfos

Sin embargo, el ateniense respondió: “Cleobis y Bitón”.
De nuevo el silencio. La sonrisa nerviosa de Creso, algo crispado, indicó a Solón que el monarca desconocía quiénes eran esos dos hombres. Entonces, paciente, le contó la historia de aquellos dos jóvenes de la ciudad de Argos, dos campeones atléticos.
En efecto, los dos eran hermanos. En cierta ocasión, los ciudadanos de Argos celebraban una fiesta en honor a la diosa Hera, y la madre de los dos muchachos, que era su sacerdotisa, debía ser necesariamente trasladada al santuario de la diosa. Este santuario, el Hereo, estaba en el camino que unía Argos con Micenas, a unos cinco o seis kilómetros de esta ciudad, y se encontraba en un lugar más alto.
Llegó la hora de partir, pero los bueyes que habían de tirar del carro no habían regresado del campo. Como el tiempo apremiaba, los dos jóvenes hicieron que su madre se subiera al carro, se uncieron a él y lo arrastraron hasta el templo, recorriendo una distancia, cuesta arriba, de unos ocho o nueve kilómetros.
Es fácil imaginar el rostro de sorpresa de Creso, que seguía la conversación entre decepcionado (pues ni siquiera Solón lo había nombrado en segundo lugar) e intrigado. Pero la historia no había terminado:
Y una vez llevada a cabo esta proeza a la vista de todos los asistentes, los dos muchachos tuvieron para sus vidas el fin más honroso. (1.31.3)
Creso quiso saber cuál era la razón de esa afirmación, tan increíble en apariencia. Y Solón continuó.
Naturalmente, todos se aproximaron a los muchachos y a su madre, felicitándolos a ellos por su proeza y a ella por tener unos hijos semejantes. Entonces la feliz madre se acercó a la estatua de la diosa Hera y de pie ante ella le pidió que concediera a Cleobis y Bitón, sus dos hijos ejemplares, “el don más preciado que puede alcanzar un hombre” (1.31.4). Al poco rato, los dos muchachos se echaron a descansar en el propio santuario y ya no despertaron. Entonces, asombrados, los argivos les hicieron dos estatuas y las consagraron en el santuario de Delfos, lugar en el que pueden contemplarse todavía hoy.
Creso, indignado ante las palabras de Solón, estalló:
¿Tan poco aprecio tienes por mi felicidad, extranjero ateniense, que ni siquiera me consideras digno de rivalizar con simples particulares?
Y Solón contestó:
Creso, me haces preguntas sobre cosas que afectan a los hombres. Mas yo sé que los dioses son, en todos los órdenes, envidiosos, causantes de perturbaciones. En el largo tiempo de una vida uno tiene ocasión de ver muchas cosas que no quisiera ver y de padecer también muchas otras [...] El hombre, Creso, es pura contingencia. Bien veo que tú eres sumamente rico, rey de innumerables súbditos, pero no puedo responderte a la pregunta que me has hecho antes de saber que has terminado felizmente tu existencia. Una persona rica no es más feliz que otra que vive con lo justo, a no ser que la fortuna le acompañe hasta el último de sus días. […] Es necesario conocer el resultado final de toda situación, pues los dioses han permitido a muchos conocer la felicidad y, luego, los han apartado radicalmente de ella. (1.32)
Creso, según nos dice Heródoto, despidió a Solón sin hacerle el menor caso “plenamente convencido de que era un necio porque desdeñaba los bienes del momento y le aconsejaba fijarse en el fin de toda situación” (1.33).
Mas Solón tenía razón. Al poco tiempo las cosas empezaron a ir mal para Creso: su hijo murió y su reino fue conquistado (tras haber interpretado erróneamente él mismo los dictados de Apolo en Delfos) por Ciro el Grande, el primer Gran Rey de los persas. Hecho prisionero en la toma de Sardes, tuvo tiempo durante el resto de su vida para meditar las palabras de Solón.
Terminado su viaje, Solón regresó a Atenas donde conoció la tiranía de Pisístrato.  Murió en el año 558 a. C., dos años después de que el tirano se hiciera con el poder . Tras su muerte, se convirtió en el más famoso de los Siete Sabios y en el prototipo de legislador justo. Los romanos, según cuenta la tradición, enviaron una embajada a Atenas para estudias las leyes de Solón antes de promulgar sus Doce Tablas.
He querido dedicar este artículo a esta parte, casi privada, de la vida del legislador ateniense. Permítanme que acabe con palabras del propio Solón, tan vigentes que parecen versos no de ayer, sino de mañana:
Y, sosegando vuestro violento corazón en el pecho, vosotros,
los que siempre hasta hartaros tuvisteis riquezas sin cuento,
atemperad vuestra ambición desmedida, pues nosotros no os obedeceremos
y no siempre todo os será favorable.
Pues son ricos multitud de malvados, y los buenos son pobres.
Mas nosotros no les cambiaremos la virtud por su riqueza:
la virtud vive siempre; en cambio el dinero hoy es de uno, mañana de otro. (4D).

Un nuevo curso

El mes de septiembre es agridulce. Las vacaciones terminan y, con ellas, la ilusión de una felicidad efímera que rompe las rutinas y aplaza las angustias hasta el otoño, ese preludio del invierno, que parece durar menos cada año.
Para un profesor, sin embargo, septiembre simboliza no sólo el retorno a las rutinas habituales sino, especialmente, el nacimiento de una nueva incertidumbre en la que se amalgaman los viejos proyectos inacabados y los nuevos, aún por empezar. Un nuevo curso: nuevos alumnos, nuevas inquietudes, nuevos rostros que, durante los primeros días de clase, emiten sonrisas expectantes, gestos que parecen leves señales de quienes aún no se saben náufragos, desamparados en una tierra que creen conocer.
Comienzo un nuevo curso. Sé muy bien los compromisos no escritos que tengo con los lectores de esta página web que navega con buen rumbo gracias no a mis esfuerzos sino a los de mi amigo Jorge Poyatos que, entre los perfumes de su jardín colgante del sur, pilota con mano de seda esta nave improbable.
Durante este curso seguiré tratando de mostraros una pequeña parte de lo que el mundo antiguo puede enseñarnos. Seguiré con el duro camino que los atenienses tuvieron que recorrer hacia una democracia que, en algunos aspectos, ha sido la única capaz de mantenerse fiel al significado de su nombre. Abriré la senda de los orígenes de Roma para confirmar, una vez más, lo que ya sabemos todos: las grandes civilizaciones, como todo lo que es capaz de perpetuarse más allá de su tiempo, son fruto de un árbol por el que transita savia ajena, savia venida de otras tierras lejanas, distantes, diferentes.
Seguiré, también, mostrando fragmentos de esos textos antiguos que, milagrosamente, han llegado hasta nuestro tiempo. Confío en que, al leerlos, seáis capaces de percibir el latido potente que se desprende de cada una de sus palabras, miserablemente traducidas por mí o por quienes son capaces de hacerlo mejor que yo.
Y, por supuesto, ahondaré en el Manuscriptum Parium con la esperanza de contaros el final de esa historia conmovedora protagonizada por Aurelia y Marco, dos de esos personajes a quienes escucharía ensimismado cada noche, a la luz de la luna, rodeado por el suave murmullo de las ondas del Egeo.
Seguiré, en fin, intentando construir ese puente imaginario entre el pasado y el presente, convencido de que el conocimiento de lo que ya ha sucedido puede ayudarnos a impedir que vuelva a suceder.
Comienzo también una nueva etapa en la radio, en RNE. Todavía no sé cómo, ni cuando intervendré en el programa El día menos pensado, pero confío en que, poco a poco, la radio pública, ésa que dicen que es de todos, se haga eco de alguna de esas noticias que, por así decirlo, se produjeron hace mucho tiempo y se siguen produciendo hoy. No hay nada como abrir el libro de la historia para comprender que todo lo que hoy se nos presenta como inevitable es, en realidad, perfectamente evitable.
Sólo el conocimiento nos hace verdaderamente libres.
Gracias, de corazón, a quienes habéis transitado por esta página. Gracias por deteneros unos momentos. Es todo un logro en una época como ésta, gobernada por la prisa, y por quienes pretenden que nuestro tiempo apenas nos permita leer resúmenes, notas, epítomes, encuestas, resúmenes…
Aquí el tiempo pasa despacio, con la calma de quien desea seguir leyendo con placer las palabras de los gigantes sobre cuyos hombros, sin saberlo, caminamos.
Permitidme que termine este prólogo citando un texto de George Santayana, un escritor casi desconocido, madrileño de nacimiento, formado en Harvard (donde llegó a ser profesor) y autor, entre otras muchas obras, de un libro titulado The Life of Reason, en cuyo primer volumen puede leerse:
El progreso, lejos de consistir en el cambio, descansa en la retentiva. Cuando el cambio es absoluto no queda persona alguna a la que mejorar y no se establece dirección para una posible mejora; y cuando la experiencia no se conserva, como entre los salvajes, la infancia es perpetua. Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. En la primera etapa de la vida la mente es frívola y se distrae con facilidad, no consigue el progreso por falta de constancia y consecuencia. Así son los niños y los bárbaros; su instinto no ha aprendido nada de la experiencia.
Cada una de estas palabras justifica el afán que permite la existencia de esta página.

Regreso al futuro. La democracia ateniense (III)

En este artículo pretendo seguir explicando a mis lectores el largo y tortuoso camino que los atenienses tuvieron que recorrer para terminar con la sociedad gentilicia y construir la sociedad democrática. A mi juicio, el paso decisivo en este camino lo dio un legislador peculiar, cuyo oficio era el de poeta. Su nombre forma parte de todo lo que nos dignifica como seres humanos. Su nombre era Solón.

Solón, el poeta, el legislador, "el lobo en medio de los perros".
Solón, el poeta, el legislador, "el lobo en medio de los perros".

Un nuevo sistema: la timocracia


Creo que lo he dicho otras veces, pero no me importa repetirlo una vez más. Solón es uno de esos personajes a los que admiro profundamente. Su aparición en la historia de Atenas cambió el rumbo de los acontecimientos para siempre.
Decidido a terminar el trabajo comenzado por Dracón, introdujo a comienzos del siglo VI a. C reformas que, realmente, propiciaron el principio del fin del sistema gentilicio.
La primera de todas fue la naucraría (ναυκραρία). No sabemos con seguridad si las naucrarías existían ya desde época anterior, pero de ser así, Solón las potenció enormemente como las primeras unidades administrativas basadas en un principio de subdivisión territorial. Es decir, por primera vez el pueblo fue dividido con un objetivo exclusivamente social que se basaba en la convivencia territorial y no en la relación gentilicia de parentesco. Cada tribu (φυλή) fue dividida en doce naucrarías.
Pero Solón se atrevió a algo mucho más revolucionario: dividió la sociedad ateniense en clases sociales que no tenían nada que ver con la estructura gentilicia, sino con un criterio económico. Creo que éste es el punto esencial de su reforma, y va mucho más allá de lo que, en apariencia, puede suponerse. Veamos.
El sistema creado por Solón fue llamado, desde antiguo, timocracia, es decir, gobierno basado en el “honor” (τιμή). Platón, el primer autor que utiliza el término, lo considera un sistema político “puro”, el menos afectado por la corrupción propia del Estado. Para que el lector se haga una idea, diré que la mayoría de los antiguos griegos consideraban a Esparta como el modelo típico de un sistema timocrático.
Mas la gran revolución de Solón consistió en dar a la palabra timé (τιμή) un significado que, en este contexto político, tenía muy poco que ver con el modelo espartano, heredado de la mentalidad heroica transmitida por Homero, pues, a primera vista, un sistema de gobierno basado en el honor parece claramente vinculado a la sangre y, por lo tanto, a la estructura gentilicia, y muy poco a las naucrarías, unidades territoriales y no gentilicias.
La gran innovación de Solón consistió en no vincular el honor a la sangre, a la preminencia en un génos o, ni siquiera, a la posesión de tierras. Solón vinculó el honor y, por tanto, el derecho a ejercer cargos públicos, a la producción de la tierra, no a su posesión. De esta manera, dividió a la sociedad ateniense en cuatro clases sociales que, como acabo de decir, estaban vinculadas a la producción de la tierra en medidas de cereal o aceite. El resultado fue éste:
  • 1ª clase o Pentakosiomedímnoi (πεντακοσιο-μέδιμνος ov), es decir, aquellos que podían producir, al menos, quinientos medimnos (unidad de medida) de cereal. Tal producción implicaba la posesión de unas 15 hectáreas de tierra productiva.
  • 2ª clase o Triakosiomedímnoi (τριακοσιο-μέδιμνος ov), quienes podían producir trescientas medidas de cereal, para lo que se necesitaban 8 hectáreas de tierra productiva. Esta clase fue conocida también con el nombre de Hippeís (ἱππεῖς) ‘Caballeros’, pues quienes pertenecían a ella podían costearse un caballo y el equipo necesario para servir en la caballería del ejército de Atenas.
Según las reformas introducidas por Solón, sólo quienes pertenecían a estas dos clases sociales podían ser arcontes (cargos públicos de primer nivel) o formar parte del tribunal del Areópago. Lo importante, sin embargo, fue que, con la reforma de Solón, había que producir. Ya no bastaba con poseer tierras. El poder político estaba ligado a la producción y, por lo tanto, a la aportación que, mediante los impuestos, cada ciudadano entregara al Estado.
Ahora la palabra τιμή empezaba a desligarse del código heroico establecido por los guerreros micénicos y transmitido de forma magistral por Homero. El honor no estaba en la posesión de grandes extensiones de tierra. El honor estaba en la producción de la tierra y, por tanto, en la aportación que los propietarios de tierras proporcionaran al Estado.
  • 3ª clase o Zeugitas (ζευγῖται) o ‘Poseedores de una yunta de bueyes’. Esta palabra deriva de ζυγόν (latín iugum, español ‘yugo) y hace alusión a los ciudadanos que, literalmente, ‘poseían una yunta de bueyes’, con la que podían arar cinco hectáreas de tierra y producir, al menos, doscientos medidas de cereal, por lo que también eran conocidos como los Diakosiomédimnoi (διακοσιο-μέδιμνος ov). Los Zeugitas formaron el grueso del ejército de Atenas, pues podían costearse el equipo propio de un hoplita, soldado de infantería pesada.
  • 4ª clase o Tétes (θητικοί), población integrada por quienes carecían de tierras y, por tanto, trabajaban en explotaciones agrícolas en calidad de asalariados. Sus mujeres trabajaban normalmente como sirvientas o nodrizas en casas particulares. Eran hombres libres pero, con frecuencia, estaban excluidos de las estructuras gentilicias y no pertenecían a ninguna fratría o génos, por lo que estaban realmente desprotegidos y, con frecuencia, se veían obligados a pagar sus deudas con su propia libertad.
Los Tétes integraban el grueso de la armada ateniense, donde servían como remeros, por lo que llegaron a tener un peso decisivo en la futura democracia. También servían en la infantería como tropas auxiliares, pues no podían costearse el equipo de un hoplita. No podían acceder a los cargos públicos, pero, a cambio, formaban parte de la Asamblea y, sobre todo, estaban exentos del pago de impuestos.
Esta es, en esencia, la reforma de Solón. Supongo que el lector es capaz de calibrar lo que supuso en la sociedad ateniense del siglo VI a. C. A mi juicio Solón llevó a cabo una transformación titánica en una época dificilísima, cargada de violencia. Pero hizo algo más. Algo que lo dignifica por encima de todas sus reformas. Algo que se define con una palabra que, hoy día, empieza a aplicarse en la Grecia moderna en relación con su deuda.

Solón y la Grecia moderna: la Seisákhtheia (σεισάχθεια)


Lo que realmente hace que mi admiración por Solón sea tan grande no tiene que ver con su reforma política. Tiene que ver con una medida de contenido estrictamente humano. Tiene que ver con la concepción humanística de los antiguos griegos, con la consideración de que el ser humano está por encima de todas las cosas. Veamos.
El número de Tétes se vio incrementado a comienzos del siglo VI a. C. por una multitud de pequeños y medianos propietarios que, endeudados por completo, tuvieron que vivir cultivando su propia tierra en beneficio de un acreedor. Fueron llamados hectémoros (ἑκτήμοροι), pues sólo podían quedarse con una sexta parte de su producción; el resto debía de ser entregado a los acreedores.
A veces, ni siquiera así podían satisfacer los plazos de su deuda. Entonces los acreedores tenían derecho a convertirlos en esclavos, venderlos y, de esta manera, conseguir que su deuda quedara cancelada.
Solón se propuso poner fin a esta situación de una manera que, todavía hoy, me produce la emoción propia de las gestas heroicas; de las gestas verdaderamente heroicas. Promulgó la seisákhtheia, es decir, la abolición de las deudas y, a la vez, la liberación de todo aquel que hubiera sido esclavizado por deudas. Fue entonces cuando creó la cuarta clase social, los Tétes, para poder integrar en el nuevo sistema social a todos los que habían podido recuperar la libertad perdida gracias a su decreto de seisákhtheia.
Es difícil calibrar hoy lo que significa este decreto de Solón. Es difícil, pero podemos intentarlo si dirigimos nuestra mirada a la Grecia moderna, esclavizada por su deuda. Supongo que cada lector puede imaginar la epopeya de Solón si la “contextualiza” en el mundo de hoy, veintisiete siglos después de que promulgara su seisákhtheia.
En cualquier caso, tenemos la fortuna de conservar parte de su obra, de sus versos. En uno de sus poemas describe con palabras conmovedoras todo el proceso que estoy describiendo. Oigámoslas de nuevo, testigos, símbolos imperecederos de la grandeza de un hombre y de una civilización:
Arranqué de la negra tierra los mojones hincados por todos los lugares; los mojones de una tierra que antes era esclava y ahora libre. Devolví a Atenas, nuestra casa, [...] a muchos hombres que habían sido vendidos con razón o sin ella y a otros que, obligados a exiliarse por su extrema pobreza, habían olvidado ya la lengua de su patria. A quienes aquí mismo sufrían una  esclavitud vergonzosa, temblando ante el humor de sus amos, los hice libres, tratando de poner en armonía la fuerza y la justicia [...]

También escribí leyes, igual para el plebeyo que para el noble, aplicando a ambos una justicia recta [...] pues si yo hubiera hecho un día lo que a unos agradaba, y lo que a los contrarios al día siguiente, esta ciudad hubiera quedado viuda de muchos hombres. Así que, buscando ayuda en todas partes, me revolví como un lobo en medio de los perros. (Solón, 24D)
“Me revolví como un lobo en medio de los perros”. Quizá estas palabras reflejan mejor que ninguna otra cosa la violencia a la que debió enfrentarse Solón. Quiero terminar con sus palabras este artículo.
Ojalá pudieran llegar a estos despiadados acreedores que, ufanados en su efímero éxito presente, castigan a los griegos sin saber, sin entender, sin siquiera imaginar que en las tierras áridas, secas, aparentemente improductivas de toda Grecia late, desde hace miles de años, la esperanza de todos los hombres.

Nota

Las palabras con caracteres griegos de este texto han sido corregidas por un alumno de Bernardo. Debido a problemas de código html. Si existiera algún error en su significado real es debido a mi. El autor de la publicación es Bernardo Souvirón.

El destino de Grecia. El destino de Europa

Los griegos acaban de pronunciarse en las urnas. Néa Demokratía (el PP griego) ha obtenido el 30% de los votos, Syriza, la izquierda emergente de A. Tsipras, roza el 27% y el PASOK (Partido Socialista Panhelénico) se queda en el 12%. La abstención ronda el 40% y el partido de ultraderecha Aurora Dorada acaricia el 7% de los votos emitidos, sólo cinco punto por debajo del partido socialista. Éste podría ser el resumen de los datos más importantes de las elecciones de ayer.
En realidad, el miedo, ese compañero indeseable de todos nosotros, ha triunfado de nuevo. Con un poco de aritmética parlamentaria, los dos partidos responsables de la ruina de Grecia y de la desesperación de sus habitantes, los dos partidos que han acaparado el poder desde la caída de la dictadura de los coroneles en 1974, volverán a gobernar de nuevo. Los responsables de la corrupción generalizada, del clientelismo y el nepotismo que han colapsado la conciencia de la administración griega, los responsables de haber metido al pueblo griego en una pesadilla inacabable, volverán a gobernar.
De los dos partidos, la responsabilidad del PASOK (al que los griegos identifican con la corrupción desde los años ochenta) es verdaderamente extraordinaria. Un partido socialista (?) que ha renunciado a su ideario, que ha cedido a la presión del capitalismo especulativo más radical a costa de poner al pueblo griego ante el abismo de la desesperación, ha pasado en apenas tres años de tener el 44% de los sufragios en las elecciones de 2009 (después de ocho años de gobierno de la Néa Demokratía) al 12% en las elecciones de ayer. No parece que esto les importe a sus dirigentes actuales, incapaces de reconocerse, ni de lejos, en la historia de su propio país.
Y, de nuevo, la Néa Demokratía en el poder. El partido que  creyó que todo valía, que Grecia era un territorio que enfangar con todo un derroche de corrupción y, si se me permite la expresión, de estupidez política; el partido de los que se vieron deslumbrados (como el PASOK) por el brillo de una moneda que, finalmente, se ha revelado como la antesala de un nuevo infierno, infinitamente más dantesco que el antiguo hades: el infierno de los mercados. El partido que, como la mayoría de los partidos europeos, todavía no ha comprendido que los mercados son insaciables, que no se detendrán ante ninguna concesión, que son capaces de condenar a gobiernos, instituciones y ciudadanos, que anteponen sus propios beneficios a cualquier otra cosa, aunque ésta sea, por ejemplo, la destrucción de la Seguridad Social en Grecia y la muerte, inexorable y lenta, del modelo social surgido después de los horrores de la guerra.
Mas Europa ha reaccionado con alivio. La victoria de Néa Demokratía “es una buena noticia para Europa, Grecia y España”, ha declarado Mariano Rajoy. ¿Por qué? ¿Qué razón hay detrás de estas palabras? ¿Por qué la victoria de un partido que ha engañado a sus socios, que ha falseado las cuentas del Estado, que ha destruido el precario bienestar de sus ciudadanos es una buena noticia? Me temo que las palabras de Rajoy y las de los demás dirigentes y políticos europeos no son más que una desdichada muestra de solidaridad entre oligarcas.
Es difícil explicar lo que ha sucedido en estas elecciones en Grecia. Y es imposible prever lo que ha de suceder no sólo en Grecia, sino en toda Europa. Puedo percibir el miedo de los griegos, de toda la sociedad griega, un miedo lanzado contra ellos por quienes hoy detentan el poder en Europa con una arrogancia propia de bárbaros despiadados.
Estamos ante un momento de retraimiento. La historia de Europa, tras alumbrar a todo el mundo con su luz cegadora, está apagándose de nuevo. Después de décadas de razón, marcadas por el desarrollo de una sociedad más abierta de lo que ha sido ninguna otra a lo largo de toda la historia humana, después de descubrimientos científicos sin precedentes que presagiaban la esperanza de un mundo más justo, más feliz, después de haber conquistado derechos por los que varias generaciones de europeos dejaron su sangre en los campos de batalla, en las cárceles o en los campos de exterminio, estamos viviendo hoy los síntomas, claros y precisos, de un nuevo retraimiento.
Cuando pienso en tales cosas siempre recuerdo las palabras que el maestro E. R. Dodds escribió al final de un libro que podría servir de título a este artículo: Los griegos y lo irracional (Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 238). Permítanme que reproduzca aquí sus palabras, certeras, casi proféticas, cargadas con la modestia y con la inmensa sabiduría de un verdadero sabio:
“¿Qué significan este retraimiento y esta duda? ¿Es la vacilación que precede al salto, o el comienzo del pánico fugitivo? Sobre una cuestión de tal naturaleza un simple profesor de griego no es quién para opinar. Pero puede hacer una cosa. Puede recordar a sus lectores que una vez en la historia un pueblo cabalgó hacia ese mismo salto, cabalgó hacia él y rehusó darlo. Y puede rogar a sus lectores que examinen todas las circunstancias de esa negativa.

¿Fue el caballo el que se negó, o el jinete? Esta es en realidad la cuestión crucial. Personalmente creo que fue el caballo, es decir, los elementos irracionales de la naturaleza humana que gobiernan sin nuestro conocimiento una parte tan grande de nuestra conducta y una parte tan grande de lo que creemos nuestro pensamiento. […] Los hombres que crearon el primer racionalismo europeo no fueron nunca ‘meros’ racionalistas, es decir, fueron profunda e imaginativamente conscientes del poder, el misterio y el peligro de lo Irracional. Pero sólo podían describir lo que acontecía por debajo del umbral de la conciencia en lenguaje mitológico o simbólico; no tenían instrumento alguno para entenderlo, menos aún para controlarlo, y en la Época Helenística muchos de ellos cometieron el error fatal de creer que podían ignorarlo. El hombre moderno, por el contrario, está empezando a adquirir ese instrumento. Está todavía muy lejos de ser perfecto, y no siempre se le maneja con habilidad; en muchos campos, incluso en el de la historia, sus posibilidades y sus limitaciones están aún por probar. No obstante, parece ofrecer esperanzas de que, si lo usamos sabiamente, llegaremos por fin a comprender mejor a nuestro caballo; de que, comprendiéndolo mejor, podremos, mediante un entrenamiento mejor, vencer su miedo, y de que, venciendo el miedo, caballo y jinete darán un día ese salto decisivo, y lo darán con éxito”.
Ingenuamente, creí que Grecia, de nuevo, estaba a punto de dar ese salto. Mas el miedo, el miedo irracional que ha ido contagiando poco a poco a buena parte de la sociedad griega, el miedo irrazonable que está a punto de atraparnos también a quienes hasta ahora esgrimíamos como escudo un irracional “nosotros no somos Grecia”, ha empezado a cumplir bien su papel, incluso entre quienes creían que los “miedosos” eran otros.
Como Dodds, no soy quién para poder explicar lo que está pasando. Pero sé que, en lo fundamental, ya ha pasado. Me temo que el salto decisivo, el salto mediante el cual jinete y caballo librarán para siempre el abismo de la injusticia, la sinrazón, el abuso, el cinismo y la desfachatez que caracterizan a nuestros dirigentes, deberá todavía esperar, pues el jinete se ha contagiado del miedo de un caballo que, desbocado, galopa asustado hacia el sucio establo que creía haber abandonado para siempre.

Regreso al futuro. La democracia ateniense (II)

En el artículo anterior veíamos que la sociedad ateniense estaba organizada, en sus orígenes, en una serie de estructuras gentilicias. Desde tiempo inmemorial, toda reforma política y social estuvo orientada a terminar con este sistema gentilicio basado en los orígenes y en la sangre, que resultaba un obstáculo casi insalvable para abordar los cambios que, inevitablemente, tenía que afrontar la sociedad ateniense.

El mítico Teseo y el "sinecismo"


La arqueología moderna ha establecido que, con cierta frecuencia, hubo problemas serios entre las πόλις, pues en muchos lugares del Ática hay rastros de fortificaciones, batallas y guerras que no pueden ser explicadas por la presencia de un enemigo externo.
En cualquier caso, parece razonable suponer que,  en un mundo en que no había leyes en un sentido estricto, sino costumbres inveteradas que eran transmitidas, respetadas y aplicadas por los jefes de cada una de las organizaciones, el sistema gentilicio tenía en su seno el germen de la violencia. En un mundo así, los desacuerdos entre miembros de géne diferentes derivaban con frecuencia en enfrentamientos generalizados, pues la respuesta a tales desacuerdos nunca era individual, sino del grupo entero.
La tradición atribuye al mítico rey Teseo, el vencedor del minotauro, el proceso que llevó a la unificación de todos los pobladores del Ática en torno a la ciudad-estado (πόλις) de Atenas. Este proceso es conocido por el término sinecismo (συνοικισμóς), palabra que literalmente significa ‘cohabitación’ y que, en el contexto que estamos  estudiando, podríamos traducir como 'casa común'. Quizá este proceso, mediante el cual varias aldeas confluyen en una ciudad explica que buena parte de las ciudades griegas (Atenas, Tebas, Delfos...) sean designadas por su nombre en plural.
En el caso de Atenas (y de otras póleis), se produjo también lo que podríamos llamar un sinecismo religioso en torno a la figura de Atenea, la diosa que, por esta razón, prestó su nombre a la nueva ciudad.
Independientemente de la tradición mítica, el sinecismo ateniense debió de producirse entre los siglos IX y VIII a. C., época en que se integran en la nueva Atenas las aldeas de la costa, la llamada Parália (παραλία), término que significa literalmente ‘junto al mar’. Este proceso histórico está reflejado en el mito del enfrentamiento entre Atenea y Poseidón por la posesión y el patrocinio de Atenas.
En efecto, el choque real entre los habitantes de la llanura, el grupo llamado  el Pedíon (πεδίον, ‘llanura’) dedicados especialmente al cultivo de olivos, y los de la Paralia (dedicados a las tareas del mar y al comercio) debió de resolverse a favor de aquellos, pues el olivo, mítico regalo de Atenea, fue aceptado por los habitantes de la nueva ciudad antes que el regalo (un manantial de agua salada) ofrecido por el poderoso dios del mar.
El sinecismo ateniense debió de completarse cuando se unieron al proceso las aldeas de las montañas, la Diácria (Διακρία). Se trataba de una población de pastores y ganaderos de cabras y ovejas.
Así pues, en los albores de una época que habría de cambiar para siempre la historia de toda Grecia (la época de la gran colonización griega), los habitantes de la región de Ática (los de la llanura, los de la costa y los de la montaña) dieron un primer paso, difícil y costoso, que, a la larga, habría de hacerlos más fuertes: se unieron, adquiriendo la conciencia de que era más aquello que los unía que aquello que los separaba y otorgándose un nuevo marco en el que vivir: una πόλις a la que llamaron Ἀθῆναι, Atenas.
Lo más importante del sinecismo es que cambió la estructura social para siempre: ahora la sociedad de la nueva Atenas era definitivamente más complicada, y necesitaba nuevas normas que hicieran posible la convivencia entre grupos que tenían intereses y modos de vida muy diferentes. Propietarios de tierra (y campesinos), ganaderos (y pastores) pastores y comerciantes se vieron obligados a tenerse en cuenta unos a otros.
Sin duda, los campesinos del Pedíon se convirtieron en el núcleo del proceso, como era natural en una sociedad fundamentalmente agraria. En realidad, la búsqueda de un equilibrio entre ellos y los demás componentes de la sociedad de la nueva pólis es la esencia del proceso que habría de conducirlos a la democracia.

Un legislador mítico: Dracón


El nombre de Dracón es, todavía hoy, sinónimo de dureza y crueldad, y el adjetivo "draconiano" sigue significando 'duro, cruel, inexorable'. Sin embargo, es muy poco lo que podemos saber de su época, salpicada de leyendas y hundida en todo un mar de referencias míticas.
La tradición sitúa a Dracón en el siglo VII a. C., una época de grandes descubrimientos pero, también, de grandes convulsiones. Las luchas intestinas de los φυλή eran casi cotidianas y los asesinatos, ordenados por sus jefes, provocaban una espiral de violencia que no parecía tener límites.
En relación con el poder político, los aristócratas, especialmente aquellos que vinculaban su riqueza y su poder a la posesión de tierras (el Pedíon), se disputaban el dominio y sus privilegios atendiendo exclusivamente a los intereses de su génos, pues más allá de éste no había otro horizonte.
En este contexto, de extraordinaria violencia, Dracón recibió el encargo de redactar un código de leyes. No podemos conocer las circunstancias políticas y sociales en que se produjo este hecho ni la razón que llevó a los diferentes jefes de los géne a designar a Dracón para llevar a cabo tal tarea. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que redactó un repertorio de normas de extraordinaria severidad, que prescribía la muerte, por ejemplo, como castigo de un simple hurto.
Desde mi punto de vista, Dracón intentó poner freno a la violencia que se había adueñado de la sociedad resultante del sinecismo, que no había roto con su pasado gentilicio. Y lo hizo intentando que la violencia dejara de ser patrimonio de los clanes. Por esta razón, independientemente de la dureza de las penas, introdujo de una manera inteligente y sutil un principio legal que era completamente revolucionario.
Este principio establecía que la respuesta ante un delito, cualquiera que éste fuera, debía ser de toda la sociedad, producto del sinecismo, y no del génos. Por primera vez, que yo sepa, la corrupción (inherente a todo sistema gentilicio), los robos, los asesinatos... fueron considerados delitos contra la  pólis, contra toda ella, no contra un génos, una familia o una fratría.
De hecho, las leyes de Dracón terminaron con el derecho de venganza del génos, otorgándoselo a toda la sociedad, a toda la pólis, que empezó así a convertirse en el marco de referencia legal. Atenas comenzaba a percibirse como una especie de madre, capaz de proteger a todos sus hijos, fueran del génos que fueran.
Dracón dio, quizá, el primer paso decisivo. El extraordinario rigor de las leyes que promulgó consiguió dar reparación a las familias afrentadas y, probablemente, disuadir a una buena parte de los criminales. Pero lo más importante, lo verdaderamente decisivo fue que, aún en estado naciente, el concepto del derecho individual, de la responsabilidad personal, apareció por primera vez en la nueva Atenas, de manera que el individuo, cualquier individuo, pudo imaginar que era posible sustraerse a la influencia opresiva de su génos y asomarse a un universo donde se columbraban conceptos como la integridad, la conciencia, la independencia y la libertad individuales.
Quizá por esto, la tradición atribuye también al implacable Dracón otra aportación verdaderamente fundamental: la distinción, la frontera entre el homicidio voluntario y el involuntario.
Supongo que mis lectores podrán imaginar las dificultades a las que tuvo que enfrentarse Dracón en una época como aquella. La influencia de los dirigentes de las organizaciones gentilicias era tan grande, tan decisiva, que muchos ciudadanos (no sólo él) debieron de creer que cualquier cambio, cualquier reforma decisiva, era completamente imposible. Sin embargo, a pesar de las presiones y la violencia de quienes, como siempre, se resistían a perder su influencia y sus privilegios, Dracón y, con él, muchos atenienses, plantaron una semilla que no tardaría en germinar.
La sociedad ateniense surgida del sinecismo empezó a vencer, en el siglo VII a. C., su miedo a cambiar, a enfrentarse con un futuro que no estaba escrito en la sangre de las viejas estructuras gentilicias. Fue una proeza, una conquista que no había hecho más que iniciar el camino.
En los artículos siguientes intentaré seguir explicándolo.