Regreso al futuro. La democracia ateniense (IV)

Templo de Ártemis en Sardes
Los restos imponentes del templo de Ártemis en Sardes. Al fondo, la colina de la acrópolis.

Ha pasado todo el verano desde que escribí el artículo anterior de esta serie dedicada a la génesis de la democracia ateniense. Habíamos visto las reformas que introdujo Solón y la importancia que éstas tuvieron.
A pesar de ello, como suele suceder, tales reformas fueron consideradas excesivas por parte de quienes pretendían perpetuar el sistema gentilicio, e insuficientes por las nuevas clases emergentes, ajenas a los géne. Tal situación, como veremos, desembocó en la tiranía de Pisístrato (560 a. C.), un noble que, como sucedió tantas veces en Grecia (y después en Roma), asumió las reivindicaciones del pueblo y lo acaudilló en su lucha contra la nobleza.
Sabemos por su propia obra que Solón aconsejó al pueblo de Atenas que desconfiara de Pisístrato. Pero sabemos también que antes de la aparición del tirano (término éste que explicaré más adelante), Solón se fue de Atenas. Aristóteles nos dice (Constitución de Atenas, 11) que hizo un viaje para garantizar una cierta vigencia a sus leyes y para no verse obligado a comprometerlas. Fue un viaje que habría de durar diez años.
Solón recorrió Egipto (donde conoció el relato de la Atlántida, conservado por Platón), Chipre y Asia Menor, especialmente Lidia. Fue allí donde, según Heródoto, tuvo lugar su encuentro con Creso, el famoso y rico rey de Lidia, prototipo de hombre fiado en su fuerza y en su suerte, colmado de esa arrogancia sutil y dañina que los griegos denominaban hýbris (ὕβρις).
Este episodio refleja muy bien la personalidad del viejo poeta legislador.

Solón en Sardes


Sardes era la impresionante capital del reino de Creso. Una ciudad rica, llena de templos, con una impresionante acrópolis asentada sobre colinas cuajadas de una vegetación espléndida.
Creso había heredado el reino de su padre a la edad de treinta y cinco años y, desde el principio, se había anexionado los territorios vecinos, empezando por las ciudades griegas. Con el paso del tiempo, casi todos los pueblos que habitaban al oeste del río Halis habían sido sometidos por el rey, que se convirtió para los griegos en un símbolo de poder y de riqueza.
Por entonces Sardes “estaba en el cénit de su riqueza, y a ella fueron llegando sucesivamente todos los sabios de Grecia que vivían en aquellos tiempos y, entre ellos Solón, un ateniense que, después de haber dictado en Atenas muchas leyes [...] se había ausentado de su patria durante diez años” (Heródoto, 1. 29).
Solón fue tratado con gran corrección en el palacio de Sardes, pero no fue recibido inmediatamente por el rey. Antes, sin duda con el deseo de impresionarlo, Creso ordenó a unos servidores que le enseñaran las cámaras en las que se guardaban sus famosos tesoros. Sin duda Solón, un hombre austero, acostumbrado a las penurias de todo viaje, quedó realmente impresionado.
A los pocos días, según el relato de Heródoto, fue llevado a presencia de Creso, que alabó su deseo de conocer el mundo y su sabiduría al promulgar leyes en Atenas; entonces, en un momento de la conversación, el rey le interrogó:
Amigo ateniense, [...] ya que por tu deseo de conocimientos y de contemplar el mundo has visitado muchos países [...] me ha asaltado el deseo de preguntarte en este momento si ya has visto al hombre más dichoso del mundo (1.30.2).
Obviamente Creso esperaba que Solón lo eligiera a él. Sin embargo, para su sorpresa, el ateniense le contestó que el hombre más feliz del mundo era un tal Telo, de Atenas, hombre completamente desconocido. Sorprendido por la respuesta, Creso le preguntó a Solón quién era ese tal Telo. Para su asombro,  Solón le describió a un hombre normal, que había tenido la fortuna de ver crecer a sus hijos y nacer a sus nietos y que, en el colmo de la dicha, tuvo el fin más glorioso que puede tenerse: morir luchando contra los enemigos de su patria.
Un silencio profundo envolvió la escena. Creso, desconcertado, no acabó de comprender el significado de lo que había contestado Solón, y volvió a preguntarle quién le parecía el hombre más feliz después de Telo, convencido de que esta vez lo nombraría a él.

Cleobis y Bitón. Museo de Delfos
Cleobis y Bitón. Museo de Delfos

Sin embargo, el ateniense respondió: “Cleobis y Bitón”.
De nuevo el silencio. La sonrisa nerviosa de Creso, algo crispado, indicó a Solón que el monarca desconocía quiénes eran esos dos hombres. Entonces, paciente, le contó la historia de aquellos dos jóvenes de la ciudad de Argos, dos campeones atléticos.
En efecto, los dos eran hermanos. En cierta ocasión, los ciudadanos de Argos celebraban una fiesta en honor a la diosa Hera, y la madre de los dos muchachos, que era su sacerdotisa, debía ser necesariamente trasladada al santuario de la diosa. Este santuario, el Hereo, estaba en el camino que unía Argos con Micenas, a unos cinco o seis kilómetros de esta ciudad, y se encontraba en un lugar más alto.
Llegó la hora de partir, pero los bueyes que habían de tirar del carro no habían regresado del campo. Como el tiempo apremiaba, los dos jóvenes hicieron que su madre se subiera al carro, se uncieron a él y lo arrastraron hasta el templo, recorriendo una distancia, cuesta arriba, de unos ocho o nueve kilómetros.
Es fácil imaginar el rostro de sorpresa de Creso, que seguía la conversación entre decepcionado (pues ni siquiera Solón lo había nombrado en segundo lugar) e intrigado. Pero la historia no había terminado:
Y una vez llevada a cabo esta proeza a la vista de todos los asistentes, los dos muchachos tuvieron para sus vidas el fin más honroso. (1.31.3)
Creso quiso saber cuál era la razón de esa afirmación, tan increíble en apariencia. Y Solón continuó.
Naturalmente, todos se aproximaron a los muchachos y a su madre, felicitándolos a ellos por su proeza y a ella por tener unos hijos semejantes. Entonces la feliz madre se acercó a la estatua de la diosa Hera y de pie ante ella le pidió que concediera a Cleobis y Bitón, sus dos hijos ejemplares, “el don más preciado que puede alcanzar un hombre” (1.31.4). Al poco rato, los dos muchachos se echaron a descansar en el propio santuario y ya no despertaron. Entonces, asombrados, los argivos les hicieron dos estatuas y las consagraron en el santuario de Delfos, lugar en el que pueden contemplarse todavía hoy.
Creso, indignado ante las palabras de Solón, estalló:
¿Tan poco aprecio tienes por mi felicidad, extranjero ateniense, que ni siquiera me consideras digno de rivalizar con simples particulares?
Y Solón contestó:
Creso, me haces preguntas sobre cosas que afectan a los hombres. Mas yo sé que los dioses son, en todos los órdenes, envidiosos, causantes de perturbaciones. En el largo tiempo de una vida uno tiene ocasión de ver muchas cosas que no quisiera ver y de padecer también muchas otras [...] El hombre, Creso, es pura contingencia. Bien veo que tú eres sumamente rico, rey de innumerables súbditos, pero no puedo responderte a la pregunta que me has hecho antes de saber que has terminado felizmente tu existencia. Una persona rica no es más feliz que otra que vive con lo justo, a no ser que la fortuna le acompañe hasta el último de sus días. […] Es necesario conocer el resultado final de toda situación, pues los dioses han permitido a muchos conocer la felicidad y, luego, los han apartado radicalmente de ella. (1.32)
Creso, según nos dice Heródoto, despidió a Solón sin hacerle el menor caso “plenamente convencido de que era un necio porque desdeñaba los bienes del momento y le aconsejaba fijarse en el fin de toda situación” (1.33).
Mas Solón tenía razón. Al poco tiempo las cosas empezaron a ir mal para Creso: su hijo murió y su reino fue conquistado (tras haber interpretado erróneamente él mismo los dictados de Apolo en Delfos) por Ciro el Grande, el primer Gran Rey de los persas. Hecho prisionero en la toma de Sardes, tuvo tiempo durante el resto de su vida para meditar las palabras de Solón.
Terminado su viaje, Solón regresó a Atenas donde conoció la tiranía de Pisístrato.  Murió en el año 558 a. C., dos años después de que el tirano se hiciera con el poder . Tras su muerte, se convirtió en el más famoso de los Siete Sabios y en el prototipo de legislador justo. Los romanos, según cuenta la tradición, enviaron una embajada a Atenas para estudias las leyes de Solón antes de promulgar sus Doce Tablas.
He querido dedicar este artículo a esta parte, casi privada, de la vida del legislador ateniense. Permítanme que acabe con palabras del propio Solón, tan vigentes que parecen versos no de ayer, sino de mañana:
Y, sosegando vuestro violento corazón en el pecho, vosotros,
los que siempre hasta hartaros tuvisteis riquezas sin cuento,
atemperad vuestra ambición desmedida, pues nosotros no os obedeceremos
y no siempre todo os será favorable.
Pues son ricos multitud de malvados, y los buenos son pobres.
Mas nosotros no les cambiaremos la virtud por su riqueza:
la virtud vive siempre; en cambio el dinero hoy es de uno, mañana de otro. (4D).

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