Tales de Mileto: el sabio misterioso

Tales de Mileto
El rostro reflexivo, profundo, de Tales de Mileto

El presente artículo versa sobre un hombre que fue considerado unánimemente por los antiguos uno de los llamados "siete sabios". La tradición científica lo ha encuadrado, como a otros hombres no menos sabios, dentro del grupo de los llamados "filósofos presocráticos", es decir, anteriores a Sócrates.
Ya he dicho otras veces que llamar filósofos a estos hombres es claramente inexacto, aunque es una denominación prácticamente imposible de desterrar ya de los libros. Aristóteles (fuente de primerísima importancia para el estudio de la filosofía presocrática) los llamó, no sin razón, φυσικός (physikoí), convencido de que el conocimiento de la φυσις, la naturaleza, era, en su más amplio sentido, el objeto de su estudio.
Uno de esos sabios a los que Aristóteles llamaba φυσικός, quizá el primero, quizá el más desconocido, se llamaba Tales, y era originario de la ciudad de Mileto. Lo primero que siempre me ha llamado la atención de Tales es la unanimidad de los antiguos en considerarlo uno de los siete sabios, pues las noticias sobre su vida y su obra son escasísimas. Y digo "su obra" de una manera completamente convencional, pues tengo, como gran parte de los estudiosos, la casi plena seguridad de que nuestro sabio (igual que Sócrates) no escribió una sola línea. O al menos, ni una sola línea que fuera conocida por el propio Aristóteles.
Así pues, no han llegado hasta nosotros, ni siquiera fragmentos de ninguna obra de Tales. Lo que ha llegado a nuestras manos son escritos de otros autores, en los que se le atribuyen cosas realmente extraordinarias como el cálculo de la altura de las pirámides de Egipto, la división de un círculo por su diámetro en dos mitades iguales, la predicción de un eclipse...
Como puede ver fácilmente el lector se trata de algo que hoy consideraríamos muy alejado del ámbito de la filosofía, tal como ésta se entiende en nuestros días. Sin embargo, como intenté explicar en el artículo citado, los caminos del conocimiento humano no estaban en la Grecia antigua tan separados como lo están hoy.
Pero ¿sabemos algo de Tales? ¿Qué podemos decir con cierta seguridad?

Nacimiento


El interés de los antiguos por la vida privada de las personas, aunque éstas fueran notables, es más bien escaso. En términos generales es muy difícil para el investigador moderno hacerse con un puñado de datos que puedan permitirle hablar con una cierta seguridad sobre la vida de tal o cual personaje. En este sentido, como en tantos otros, los antiguos mostraron un respeto real por la vida privada de la gente (incluso de la gente famosa) infinitamente mayor que el que profesan muchos de nuestros contemporáneos, fascinados por conocer los detalles de la vida privada de personajes insignificantes que, en un acto de auténtica prostitución, son capaces de mostrar ante cualquiera, por un puñado de monedas, los detalles sórdidos de su irrelevante existencia.
De Tales sabemos con certeza que nació o vivió en Mileto (como Anaximandro y Anaxímenes) y que, también como ellos, miró con sistemática curiosidad hacia el cielo buscando allí la explicación de algunas de las cosas que ocurrían en la tierra. En realidad, intentó algo que caracterizó a muchos griegos de su tiempo y de tiempos posteriores: buscar pautas, sistematizar conocimientos, encontrar un orden (κόσμος) que hiciera inteligible el cielo, más inteligible de lo que podía suponerse atendiendo a los conocimientos de Egipto o Babilonia.
Quizá ese interés por "ordenar" los cielos hizo que Tales fuera considerado el primero de los siete sabios y que Aristóteles considerara que era el iniciador de una corriente de pensamiento (de una filosofía, al cabo) que después continuaron otros.
Es muy poco lo que podemos afirmar en relación con la fecha de nacimiento de Tales. De hecho, atendiendo a los datos de las fuentes antiguas, no a la imaginación (con frecuencia desbocada) de las modernas, sólo lo siguiente. Diógenes Laercio (autor del siglo III d. C.) dice en su Vidas de los filósofos 1. 37 que, según las Cronologías de Apolodoro, "Tales había nacido en el primer año de la Olimpíada 35", es decir, en el año 640 a.C.
Éste dato concuerda con lo que puede leerse en la Suda (o Suidas), una enciclopedia del siglo X d. C. escrita en griego por eruditos bizantinos, donde se dice que “el milesio Tales […] nació antes que Creso durante la Olimpíada 34, es decir, entre 640 y 637 a. C.”. El texto continúa diciendo que “murió viejo mientras presenciaba una competición deportiva, aplastado por la multitud y agobiado por el calor”.
Esto es todo lo que sabemos de la fecha de nacimiento de Tales. Pero las fuentes antiguas nos dicen algo más en torno a los detalles de su vida.

Estancia y aprendizaje en Egipto


Para los griegos antiguos Egipto, y especialmente sus templos, era un lugar en el que abundaban los sabios. Muchos autores viajaron al país del Nilo con la intención de aprender sobre todo tipo de cosas, y Tales no fue una excepción. La Suda dice que fue educado en Egipto por los sacerdotes y que, como todos los griegos que reflexionaron por primera vez sobre los asuntos del cielo (entre los que se encontraban Ferécides de Siro y Pitágoras) fue discípulo de los egipcios y caldeos.
Plutarco (Isis y Osiris 364 D) afirma que “también creen que Homero y Tales, tras haberlo aprendido de los egipcios, consideraban que el principio y origen de todo era el agua, pues el Océano es Osiris y Tetis es Isis”. Es cierto que Homero llama al océano “origen de los dioses” y “origen de todas las cosas” en Ilíada 14.201 y 246, y en ambas ocasiones utiliza la palabra γένεσις (génesis), pero fue realmente Tales quien formuló el pensamiento de que la fuente de todo debía de estar en el agua, dado que toda la tierra flotaba sobre ella.
En relación con la estancia de Tales en Egipto hay otro texto que quiero mostrar a mis lectores no sólo porque incide también en la importancia que tuvo para nuestro misterioso sabio su estancia en Egipto, sino porque es el mismo Tales el que parece estar convencido de que, gracias a ella, era considerado sabio por muchos. El texto es de Jámblico (siglo IV d. C.), Vida pitagórica, 2.12:
Tales acogió a Pitágoras complacido, viendo claramente lo distinto que era a los demás jóvenes y lo mucho que superaba la fama que lo había precedido. Compartió con él todos los conocimientos que pudo y, después de pedirle disculpas por su mala salud y su vejez, le instó a que pusiera rumbo a Egipto y a que se relacionara todo lo que le fuera posible con los sacerdotes de Menfis y Tebas. En efecto, al lado de aquellos sacerdotes él mismo había aprendido aquellas cosas por las que la gente lo tenía por sabio. […] Y así se difundió la buena noticia: si Pitágoras se relacionaba con aquellos sacerdotes sería el más divino y el más sabio, por encima de todos los hombres.
Así pues, el viaje a Egipto y la relación con los sacerdotes egipcios, depositarios en exclusiva de un saber que se encerraba en textos y tradiciones que no compartían con el pueblo egipcio, parece que influyeron decisivamente no sólo en la vida de Tales de Mileto, sino en la de Pitágoras y otros muchos de los antiguos griegos. Para buena parte de los autores antiguos, y para el propio Tales, según Jámblico, esta relación con los sacerdotes egipcios es la explicación de que fuera considerado un hombre sabio.
Pero en la vida de nuestro sabio pueden rastrearse otras anécdotas.

Anécdotas


Poco más que anécdotas indirectas podemos deducir, ciertamente, de los textos de las fuentes antiguas. Algunas son conocidas; otras no. Entre éstas últimas hay algunas que muestran la implicación de Tales en los asuntos públicos de su época.
Por ejemplo, Heródoto (Historia, 1. 170) dice que Tales instó a los jonios a constituir un Consejo único (una especie de Parlamento) que debía tener su sede en Teos, localidad que se haya en el centro de Jonia. Lo interesante es que, según Heródoto, Tales proponía que las demás ciudades “continuaran siendo habitadas sin disminuir su población y siendo consideradas como distritos”. Es curioso que nuestro sabio, tan atento a los fenómenos celestes, centrara la atención también en los asuntos públicos (algo que no debía de ser tan raro entonces como lo es ahora) y propusiera en el territorio de Jonia una organización política integrada por estados federados dependientes de un gobierno central con sede en Teos.
Pero hay otra anécdota, transmitida también por Heródoto (1. 75) que ilustra muy bien cómo Tales podía poner su talento de sabio, su alma de científico, al servicio de los hombres. Concretamente al servicio de Creso, el rey de Lidia, en guerra contra Ciro, rey de los persas. El texto de Heródoto dice lo siguiente:
Creso había enviado a preguntar al oráculo si debía atacar a los persas. A pesar de que recibió una respuesta ambigua, él la consideró favorable y se lanzó contra el territorio de los persas. Al llegar al río Halis, hizo que el ejército cruzara, en mi opinión, por los puentes allí existentes. Sin embargo, la versión más difundida entre los griegos es que fue Tales de Mileto quien le facilitó el paso. Ciertamente, se dice que cuando el rey Creso estaba junto al río, preguntándose cómo podría vadearlo (pues entonces no existían los puentes a los que me he referido), Tales, que se encontraba en el campamento, hizo que el río, cuyo cauce discurría por el lado izquierdo del ejército, fluyera también por el derecho. Y lo consiguió de la siguiente manera: ordenó cavar un profundo canal desde un punto situado río arriba, y lo prolongó en semicírculo, de modo que el río, desviado de su antiguo cauce en aquel punto gracias al canal, rodeara por detrás el sitio en el que acampaba el ejército y, rebasado ya el campamento, volviera de nuevo a su cauce. Así, en el momento en que el río se dividió en dos brazos, pudo ser vadeado a través de ambos. Algunos afirman que el cauce primitivo quedó completamente seco, pero yo no me lo creo. Pues ¿cómo lo hubieran atravesado en el camino de regreso?
Se trata, como ven, de toda una obra de ingeniaría con fines militares. A pesar de las reservas de Heródoto (algo natural en una mente inquisitiva como la suya), la anécdota es verdaderamente ilustrativa y nos ayuda a imaginar la figura de un hombre como Tales. La pregunta final que se hace Heródoto tiene sentido pues, tras la batalla que Creso libró contra Ciro, tuvo que retirarse a marchas forzadas, sin tiempo para repetir una operación de ingeniería de tal envergadura.
Finalmente, hay otra anécdota que quiero relatarles, relacionada con la supuesta forma de morir de nuestro sabio. Esta vez es Platón el que nos la transmite (Teeteto, 174a):
Tales, cuando estudiaba ensimismado los astros sin parar de mirar hacia arriba, se cayó a un pozo. Y se dice que entonces una esclava tracia, simpática e ingeniosa, se burló de él, pues estaba tan preocupado por conocer las cosas del cielo que se había olvidado de las que tenía delante, a sus pies.
G. S. Kirk y J. E. Raven se percataron ya en su obra Los filósofos presocráticos (traducción española, Madrid, 1969) de que ésta es una de las versiones más antiguas de un tópico universal: el filósofo distraído, el sabio despistado.
Sin embargo, por ser justos con el propio Tales, Aristóteles (Política 1259a), nos ha legado otra anécdota que va en sentido completamente opuesto, mostrándonos cómo el filósofo puede tener una faceta completamente práctica, comercial y rentable. Aristóteles nos dice que Tales, dolido porque muchos lo injuriaban por su pobreza y por  la inutilidad de sus conocimientos y de la filosofía en general, utilizó justamente sus conocimientos astronómicos para enriquecerse. En efecto, sabiendo por el estudio de los cielos que iba a producirse una gran cosecha de aceituna, tomó bajo fianza todas las prensas de aceite de Mileto y Quíos cuando era todavía invierno, y las alquiló a un precio muy bajo, pues en ese momento del año no había competencia. Cuando llegó el tiempo de la cosecha y todo el mundo buscaba a la vez las prensas, las alquiló al precio que quiso, ganando muchísimo dinero y demostrando, a la vez, “lo fácil que resulta a los filósofos enriquecerse si quieren hacerlo”.

Su obra


Ya he dicho que no ha llegado hasta nosotros ni un solo fragmento de una obra de Tales, y que es muy posible que no escribiera absolutamente nada. Sin embargo, algunas fuentes le atribuyen obras de títulos muy sugerentes. Éste es el caso de Diógenes Laercio, quien escribe (1.23) que “según algunos no dejó ningún escrito, y se dice incluso que la Astronomía náutica que se le atribuye no es suya sino de Foco de Samos. Sin embargo, otros afirman que escribió sólo dos obras: Sobre el solsticio y Sobre el equinoccio.”
Ya ve el lector que, incluso en la antigüedad, había quien creía que nuestro sabio no había escrito nada. Simplicio (siglo VI d. C.), en su obra Comentarios a la física de Aristóteles (23.32-33) afirma que “según se dice, no dejó nada escrito, excepto la Astronomía Náutica.”
Así pues, es muy probable que, aun en el caso de que hubiera escrito alguna obra, ni una sola línea de ella llegara, como decía antes, a los tiempos de Aristóteles. En cualquier caso, el debate continúa entre los especialistas que, ya desde la antigüedad, siguen fascinados por la figura de este hombre misterioso.
En esta tradición de debate en torno a la figura de Tales deben enmarcarse los escritos de autores antiguos, que le atribuyen opinión sobre asuntos de muy variada naturaleza. Y son precisamente sus opiniones, no su obra, lo que hizo que la gente lo tomara por sabio. Algo que no es de extrañar, por otra parte, pues la difusión de las obras escritas en la antigüedad era muy escasa, por no decir inexistente, y en el caso que nos ocupa, como ya he dicho, ni siquiera sabemos si hubo en realidad una obra.
Así pues, los antiguos tuvieron muy en cuenta las opiniones de Tales en relación con campos tan diversos como estos:
  • Principios del cosmos. Aristóteles (Metafísica 1.3, 983b) y Simplicio (23. 21-29; 36. 10-11; 90. 14-16; 458.23-25) afirman que para Tales de Mileto el agua es el principio de todas las cosas. Aristóteles afirmaba que “la mayoría de los que reflexionaron por primera vez consideran que debe de haber alguna clase de naturaleza, única o múltiple, a partir de la cual se ha generado todo, conservándose, sin embargo, ella. No todos, empero, dicen lo mismo […] sino que Tales, el que inició semejante filosofía, sostiene que es el agua, y por eso mismo afirmó que la tierra está sobre agua”.
  • Los dioses y el alma. Entre los testimonios que nos han llegado en este sentido, quiero subrayar el del romano Cicerón, quien en su obra Sobre la naturaleza de los dioses (1.10.25) dice que “el milesio Tales, el primer hombre que investigó tales cosas, dijo que el agua es el principio y que dios es la inteligencia que hace absolutamente todas las cosas a partir del agua”.
  • Principios de Geometría. El conocimiento que en esta materia tenía nuestro filósofo fue caricaturizado en el siglo V a. C. Parece como si todos los verdaderos innovadores tuvieran que pasar por el tamiz, a veces grosero, de los cómicos para que su figura e, incluso, sus opiniones llegaran de verdad a la gente común y corriente. Aristófanes, el irreverente comediógrafo ateniense, hizo de Tales diana de sus burlas en dos pasajes de sus obras: en Las nubes (177-180) y en Las aves (995-1009), donde aparece un tal Metón, urbanista, que pretende explicar a Pistetero, uno de los protagonistas, cómo ha de medirse el aire para poder “urbanizar” la nueva ciudad. Ante el asombro de su interlocutor el urbanista dice:
Tomaré las medidas con una cuerda puesta en línea recta, inscribiendo el círculo en un cuadrado; en medio estará la plaza, a la que conducirán calles directas y, como los rayos de una estrella (pues la plaza será circular) saldrán de ella las espléndidas calles rectas hacia todas partes.
Ante tal despliegue de geometría, el atónito Pistetero  afirma: “¡Este hombre es un verdadero Tales!”, justo antes de emprenderla a golpes con el pobre Metón, a quien considera un simple charlatán.
A pesar del contexto cómico, es significativa la respuesta de Pistetero, pues parece demostrar que el nombre de Tales era asociado, incluso en el contexto burlesco de una comedia, con la sabiduría.
  • Medición de las pirámides. Plutarco (Banquete de los siete sabios, 147a) y el romano Plinio (Historia Natural, 36.82) nos ofrecen las dos explicaciones que los antiguos daban con respecto a la medición de la altura de las pirámides por parte de Tales. De las dos, la más verosímil es la que ofrece Plinio:
El milesio Tales descubrió la forma de averiguar cuál era la medida de la altura de las pirámides, midiendo la sombra de éstas a la hora en que la suya propia medía lo mismo que su cuerpo.
Un procedimiento de medida tan fácil (la facilidad del genio) como ingenioso.
  • Teoremas. En este aspecto es Proclo (siglo V d. C.) nuestra fuente más importante. Él nos dice que la geometría fue descubierta en Egipto debido a una necesidad práctica de medición de tierras, ya que los desbordamientos del Nilo borraban las marcas de los límites de la tierra. Proclo dice (Elem. 64. 17-65, 11) que “Tales, tras viajar a Egipto, fue el primero en introducir esta ciencia en Grecia”.
En otro pasaje de su misma obra (299. 1-4), Proclo afirma: “este teorema muestra ciertamente que, de dos líneas rectas que se cortan entre sí, los ángulos opuestos por el vértice son iguales. Según dice Eudemo, fue descubierto primero por Tales”. Más adelante, afirma que Eudemo (siglo IV a. C., alumno de Aristóteles, considerado por muchos como el primer historiador de la ciencia) atribuye en su Historia de la geometría este teorema a Tales porque “es necesario hacer uso de él para calcular la distancia de las naves en el mar de la forma en que dicen que la calculó”.
  • Astronomía y meteorología. Muchas son las referencias que tenemos de las fuentes antiguas en relación con los conocimientos astronómicos y meteorológicos de Tales. Desde que predijo un eclipse de sol en tiempos de Darío (Suda) hasta que fue el primero en descubrir que “el sol se eclipsa cuando la luna, que tiene una naturaleza semejante a la de la tierra, se sitúa perpendicularmente debajo de él” (Aecio, 2. 24.1).
Pero quizá el pasaje más conocido sea uno que nos ha transmitido Clemente de Alejandría (Siglo II-III d. C.) en Stromateis 1. 65, donde afirma que “Eudemo, en su Historia de la astronomía, dice que Tales predijo el eclipse de sol que tuvo lugar durante la lucha entre medos y lidios cuando reinaba entre los medos Ciaxares, padre de Astiages, y sobre los lidios Aliates, padre de Creso. […] Fue durante la 50ª olimpíada”. Es decir, entre 580 y 577 a. C.
Se atribuyeron a Tales otros conocimientos de astronomía. Así, por ejemplo, se decía que había sido el primero de entre los griegos en conocer los solsticios y lo relativo al tamaño y la naturaleza del sol (escolio a Platón, República, 600a) y que afirmaba (Aecio 2. 13. 1) que los astros “son similares a la tierra, pero inflamados”.
En fin, creo que es suficiente para mostrar a mis lectores lo que de verdad sabemos de Tales. No conservamos obras suyas, ni siquiera fragmentos (si es que las escribió), pero conservamos el recuerdo que las generaciones posteriores tuvieron de él: el recuerdo de un hombre sabio que intentó con todas las fuerzas de su mente conocer el mundo en el que vivía. Comprenderlo.
Ésa es nuestra deuda con él y con todos los que, como él, nos mostraron el camino de la investigación y el conocimiento.

La amenaza de la democracia (V)

“La clase de ataque que Europa ha empezado a sufrir desde hace unos años es muy difícil de parar. No tenemos la suerte de poder mirar a los ojos de nuestro enemigo y combatirlo de frente. Es un ataque que tiene que ver con las leyes de la Historia y se dirige contra la democracia y la educación.”
Con estas palabras finalizaba el anterior artículo de esta serie. Cuando terminé de escribir ese artículo, corría el mes de febrero. Conscientemente he dejado que pasara el tiempo antes de afrontar la tarea de escribir el que ha de ser el último artículo de esta serie. En estos tres meses transcurridos han sucedido muchas cosas: la celebración de elecciones generales en España (con el triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular) y en Grecia (con un resultado complejo que ha impedido la formación de un gobierno), la consolidación de un modelo de política económica basado en el ataque frontal al llamado estado del bienestar, el empobrecimiento creciente de amplias capas de la población en los llamados países periféricos (los PIGS, según la insultante terminología de los analistas económicos) y, sobre todo, la generalización de un desánimo creciente, producido por el convencimiento de que los responsables de una situación de crisis generalizada, mas allá de la económica, no sólo no están haciendo frente a sus responsabilidades, sino que están desviando tal responsabilidad sobre millones de ciudadanos que, atónitos, no saben cómo escapar del huracán que amenaza con dejarlos en  la calle.
El ataque que está sufriendo Europa, decía, “es muy difícil de parar” porque “tiene que ver con las leyes de la Historia y se dirige contra la democracia y la educación”. Veamos.

El ataque a la educación


En términos generales, el ataque que los gobiernos de los últimos años han perpetrado contra la educación lo he analizado en el capítulo II de esta serie. En España todo estudio humanístico, en el sentido literal, ha sido claramente excluido de las líneas maestras del sistema educativo. Desde hace años, el cinismo de los políticos que nos dirigen parece haberse hecho más ladino, si cabe, en asuntos de educación. Siempre, los responsables del PSOE o del PP se han llenado la boca con frases hechas del tipo “invertir en educación es invertir en el futuro”, “la inversión en educación aumenta cada año”, “los jóvenes son el futuro”, etc.
Frases huecas que contrastan con la realidad: en mis más de treinta años como profesor no he visto más que un deterioro sistemático del sistema educativo. Un deterioro de la calidad medida en términos “humanos”, no en términos estadísticos. Ese deterioro puede analizarse, pues está basado en la misma ideología que ha desplazado sistemáticamente la concepción humanística de la educación para sustituirla por otra, basada en algo que en los artículos anteriores llamé “las nuevas humanidades”, atentas a la estadística, a las cifras y a las comparaciones absolutas más que a la calidad y la excelencia. Hay sin duda más profesores que antaño, más institutos, más aulas. Y, sin embargo, los estudiantes actuales, en contra de lo que se dice demagógicamente, están peor preparados que nunca. Saben menos, en una palabra. ¿Por qué?
La respuesta es relativamente sencilla: se ha sacrificado la calidad en nombre de la cantidad. Y se ha hecho en todos los aspectos: más alumnos, peor preparados. Más profesores, peor preparados. Más edificios, peor dotados. El resultado de esta práctica produce un efecto que agrada a nuestros dirigentes: una estadística decente basada en una realidad humanamente indecente.
Desde la entrada en vigor de las últimas leyes que rigen el sistema educativo no universitario (la LODE, la LOGSE y su epítome, la LOE, todas ellas promulgadas por el PSOE), los antiguos Institutos de Bachillerato han vivido (y están viviendo) una lenta y dolorosa agonía. No es éste el lugar para explicar en detalle las causas que justifican y explican tal agonía, pero creo que están en la mente de buena parte de mis lectores. Quizá me anime a explicarlo pormenorizadamente en un artículo próximo.
El hecho es que la extensión de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años, de manera universal, sin ninguna contrapartida por parte del alumno, ha distorsionado gravísimamente la vida de los centros educativos que, poco a poco, con la coartada de una jerga pedagógica y psicológica ad hoc, se han ido convirtiendo en auténticas guarderías de adolescentes en las que lo prioritario, lo más importante, no es la transmisión del conocimiento y el desarrollo práctico de mecanismos intelectuales que hagan que cada alumno desarrolle plenamente todas sus capacidades.
Y en un contexto como éste, en el que los conocimientos (y la exigencia de los mismos) se han visto relegados por otros conceptos como los “procedimientos” y las “actitudes”, el profesorado ha cambiado notablemente. Desde mediados de los años ochenta se han ido instaurando sistemas de selección que han culminado con una especie de parodia de lo que eran antes una oposición o un concurso-oposición. Una verdadera parodia en la que ni siquiera se exige un ejercicio práctico a quien pretende convertirse en profesor. Lo sé muy bien, pues yo mismo he tenido que formar parte de esos tribunales que seleccionan a los nuevos profesores. El resultado es fácil de constatar: el nivel de los profesores se ha deteriorado al mismo ritmo que el de los alumnos.
Todo el sistema se ha degradado, y los profesores no son una excepción. Se han puesto al nivel de sus alumnos.
Sin embargo, para la mayor parte de nuestros dirigentes (y de nuestros conciudadanos) el sistema va mejor. Es difícil explicar esto pero creo que, en realidad, toda nuestra sociedad está sufriendo lo que Sócrates llamaría un error de perspectiva. Un error basado en el hecho de que, en consecuencia con el destierro de la concepción humanística de la educación y de la sociedad, lo que importa no es la perspectiva humana, sino la perspectiva de las cifras.
En efecto, la implantación de las nuevas leyes educativas, la puesta en funcionamiento de sistemas de evaluación pintorescos (que permiten promocionar de curso a alumnos que no han aprobado el anterior), el acceso a los cuerpos de profesores de profesionales que jamás han demostrado su nivel de conocimientos y, como decía, el destierro de las humanidades y de la concepción humanística de todo ámbito educativo, ha empezado a producir los efectos que, desde hace tiempo, algunos de nosotros nos temíamos.
Uno de esos efectos, quizá el más dañino de todos, es que el ser humano ha sido desplazado del centro de nuestras concepciones. Por decirlo de una manera que los antiguos griegos entenderían muy bien, nuestra civilización ha dejado de ser antropocéntrica en el sentido en que la entendía Protágoras cuando afirmaba que “el ser humano es la medida de todas las cosas, de las que existen y de las que no existen” (πάντων χρημάτων μέτρον ἔστὶν ἄνθρωπος, τῶν δὲ μὲν οντῶν ὡς ἔστιν, τῶν δὲ οὐκ ὄντων ὠς οὐκ ἔστιν‭).
En nuestra sociedad, en toda la sociedad europea, el ser humano (ἄνθρωπος) ya no es la medida (μέτρον) de todas las cosas. Al adoptar este punto de vista, que significa una ruptura radical con la tradición humanística heredada de Grecia y Roma, nuestra sociedad ha comenzado a transformarse de una manera radical, pues ha abandonado un modelo para tomar otro basado en la preponderancia de los números, de las estadísticas, de la tecnología y de la inhumanidad.
Así puede entenderse que toda la política europea se esté llevando a cabo a costa del sufrimiento de las personas, del ἄνθρωπος. El caso de la Grecia actual es especialmente doloroso, pues es allí (donde la concepción antropocéntrica del mundo fue concebida, desarrollada y legada a toda la humanidad), donde los nuevos tiempos parecen estar experimentando el cambio de rumbo decisivo: da igual el sufrimiento humano; da igual la desesperación de toda una generación que ve su futuro amenazado de muerte; da igual que un jubilado se suicide delante de las puertas del parlamento; da igual que los neonazis consigan entrar en el parlamento de Atenas; da igual que el orgullo de todo un pueblo se vea pisoteado a diario por los comentarios maledicentes de analfabetos con poder. Da igual que los responsables de la situación sigan en el parlamento, en sus despachos de los bancos o en sus casas de lujo. Todo da igual si las cifras, los números, las estadísticas cuadran. Todo da igual si las cifras de déficit son las que Bruselas dice que deben ser. Da igual. El ser humano, el ánthropos ya no es lo importante.
En efecto, lo importante ya no es el ser humano. Lo importante es una moneda que evoca una vieja idea de unidad entre los pueblos. Lo importante es el euro. En su nombre, en pro de su estabilidad, de su cambio, de su existencia, todo sufrimiento humano es secundario.
El tipo de bárbaros que nos gobiernan hoy son los hijos de una concepción del mundo que ha basado su preponderancia en la extensión de sistemas educativos que han denostado, ridiculizado y perseguido los estudios humanísticos. Al cabo del tiempo, las ideologías que dignificaron la Europa de la postguerra, la socialdemocracia y la democracia cristiana, han sido abandonadas en su esencia por aquellos que más obligación tenían de recordar el contexto terrible en el que surgieron. Ésta es, en realidad, la consecuencia más dramática de la historia, que pasa por encima de aquellos que olvidan sus orígenes.
Lo peor de la falta de memoria de nuestra clase dirigente (y de buena parte del pueblo de toda Europa) es que propicia una idea completamente errónea: creer que en la historia hay situaciones que están superadas para siempre y logros que son una ganancia permanente.
Por el contrario, la única característica inmutable de la libertad, de la verdadera libertad, es que puede perderse en cualquier momento. Una de las pocas  consecuencias inmutables que cabe extraer del estudio de la historia, especialmente de la historia europea, es que los logros conseguidos a través de generaciones, de años de esfuerzo, de sudor y de sangre, pueden desaparecer; pueden perderse cuando el rumbo de la nave en que viajamos es trazado por las manos de gente que ha dejado de lado, ignorado y maltratado los principios sobre los que una vez se asentó el prestigio, la superioridad moral y la prosperidad de Europa.

La amenaza de la democracia


El humanismo, la concepción antropocéntrica que impregna cada rincón de la civilización griega, es el soporte natural de la democracia, sus cimientos. Sin esta idea de partida, sin el convencimiento de que la educación era el vehículo con el que el mundo podía cambiarse, la democracia ateniense no hubiera visto nunca la luz.
Mucha gente, como Protágoras, llegó a creer en la Atenas del siglo V a. C., que podía dejarse atrás lo que Heródoto había llamado “necedad bárbara” y entrar en un nuevo mundo a través de la enseñanza de la ἀρετή, es decir, de la “virtud” o “excelencia”. Se trataba de todo un descubrimiento que, quizá por primera vez, valoraba la importancia de la educación de los jóvenes, lo que los griegos antiguos llamaron paideía (παιδεία). En la educación se depositaba buena parte de las esperanzas del futuro, de tal manera que el propio Platón ( Protágoras 327 d) llega a escribir:
Así pues, Sócrates, […] te he expuesto un razonamiento en relación con el hecho de que la virtud puede enseñarse (así lo creen los propios atenienses). Así que no es de extrañar que de buenos padres nazcan hijos mediocres y de padres mediocres hijos excelentes. Los hijos de Policleto, por ejemplo, no son nada en comparación con su padre. […] Mas en ellos hay esperanza, pues son jóvenes.
Es la educación, la posibilidad de enseñar la areté, lo que hace a Protágoras afirmar que “hay esperanza, pues son jóvenes”. Son jóvenes y pueden aprender.
Esta idea, como decía antes, llevó a los atenienses a la democracia. Democracia y educación forman parte de una misma cosa, de un mismo anhelo. Durante un tiempo (desde la época de Solón hasta el comienzo de la guerra del Peloponeso, en el último tercio del siglo V a. C.) Atenas creyó que todo era posible: la victoria sobre los persas, el desarrollo económico, la construcción de una confederación marítima de aliados liderada por ella misma…
Mas, poco a poco, aquellos que habían dejado su vida para construir el estado democrático, aquellos que habían forjado el ideal de la paideía y de la democracia sobre los ásperos y duros tiempos en que los nobles tenían poder sobre la vida y la muerte de cualquiera, fueron desapareciendo de la escena política. Y fueron sustituidos por otros hombres, la mayoría de los cuales sólo habían conocido los tiempos del esplendor de Atenas.
Algunos de esos hombres cometieron el error de creer que las conquistas de Atenas eran irreversibles; que el poder de su ciudad, basado en la democracia y en la igualdad ante la ley, era algo conseguido para siempre. Los que sobrevivieron a la guerra contra Esparta pudieron ver, empero, con sus propios ojos el final de la Atenas democrática, la demolición de los muros que habían hecho inexpugnable a la ciudad y la instauración de un gobierno oligárquico promovido por los espartanos. La lucha titánica que protagonizaron en el pasado hombres como Dracón, Solón o Clístenes para terminar con los privilegios de unos pocos, la feroz batalla contra un régimen gentilicio, absolutamente cerrado, que era capaz de esclavizar a los hombres libres que no podían pagar sus deudas, las reformas legislativas que hicieron a todos los ciudadanos atenienses iguales ante la ley, se vinieron abajo en un suspiro.
Pues bien, Atenas nos ha dejado no sólo el legado impagable de la generación de la democracia, sino también multitud de pruebas en relación con su corrupción y desaparición.
Si atendemos a ese legado, vemos con claridad que la situación actual de nuestro país y de Europa entera sólo puede corregirse a través de la educación, primero, y de la aplicación de la propia democracia, después. Sin embargo, he intentado explicar cómo los sistemas educativos modernos han generado un tipo de ciudadano acrítico, que ha terminado por aceptar que “la economía no tiene ideología”, que la política debe subordinarse a las leyes económicas y que, finalmente, su participación en las decisiones fundamentales debe ceñirse al hecho de votar cada cuatro años en unas elecciones.
La solución política a la situación que vive toda Europa hoy pasa, a mi juicio inexcusablemente, por la recuperación de hábitos democráticos que, desgraciadamente, son casi desconocidos por la mayor parte de los ciudadanos. Esos hábitos deben comenzar por evitar lo que evitó, hace dos mil quinientos años, la democracia ateniense: un régimen gentilicio basado en la preponderancia de una casta política cuyos miembros se retroalimentan en un círculo de “familias” cerradas.
En efecto, nuestros dirigentes son una casta, una oligarquía que, con frecuencia, no tiene ni ha tenido otra actividad que la política. Desde esa perspectiva de poder vitalicio (bendecido por la coartada de unas elecciones en las que sólo votamos la lista que nos impone un partido), los dirigentes se perpetúan durante décadas en ámbitos de poder de todo tipo. La consecuencia es un sistema que excluye las responsabilidades personales y que facilita todo tipo de corrupción.
El ejercicio democrático de los ciudadanos debería exigir, a mi juicio de manera inexcusable, la eliminación de todo vestigio de casta política. Para conseguirlo, el ejercicio de la política (en el ámbito que sea) con sueldo a cargo del erario público debería limitarse a un período improrrogable de cuatro años. Pasado este período todo cargo público debería reincorporarse a su actividad profesional anterior sin excepciones.
Esta medida, elemental para una democracia como la ateniense, acabaría por sí sola con la mayor parte de las prácticas políticas fraudulentas y corruptas que, en el día de hoy, asolan todo el territorio de nuestro país y de Europa. Acabar con la casta política es una conditio sine qua non de toda democracia.
Sin embargo, proponer tal medida parece utópico en el mundo de hoy. Un mundo en el que los políticos son profesionales, viven cegados por sus propios privilegios, jamás rinden cuentas ante los ciudadanos de su gestión y, en el colmo de la desvergüenza, intentan salvar su situación de práctica inmunidad cargando sin pudor contra quienes no tienen la más mínima responsabilidad en la desastrosa realidad en que nos encontramos.
Pagados por lobbys de todo tipo, entregados a quienes financian sus campañas y satisfacen sus caprichos, afiliados a partidos que se han convertido en sectas dirigidas por quienes no han hecho otra cosa que vivir de la política, arrodillados ante los mercados, renunciando a los principios básicos de sus propias ideologías, los dirigentes gobiernan la nave de Europa atraídos por el canto de las sirenas que se esconden detrás de los escollos.
La democracia real es una amenaza para el actual sistema político. Una amenaza para quienes nos gobiernan.
Una esperanza (quizá la única, quizá la última) para quienes somos gobernados.

Costumbres

Las costumbres hacen que nuestra vida se llene de recuerdos que, presentes a todas horas, llegan a formar parte de nosotros como si fueran una fracción de nuestra propia naturaleza. Nuestras costumbres nos acompañan en países lejanos y en ciudades desconocidas, y nos llenan de seguridad cuando, rodeados por otras gentes, nos vemos obligados a vivir en mundos que nos son completamente ajenos.
Mas también somos capaces de acostumbrarnos a cualquier cosa: a la paz y a la guerra; al día y a la noche; a la civilización y a la barbarie. Las mismas manos aman y matan; ahogan y acarician. El mismo hombre que ordena asesinar a la población enemiga, vencida e indefensa, contempla con el corazón encogido el rostro sin vida del amigo muerto en la batalla, como si se tratara de un ser completamente distinto, como si la costumbre de verlo, de entenderlo, de conocer sus miedos y sus esperanzas, de hablar su misma lengua, lo hiciera diferente a los enemigos muertos.
La costumbre encierra en su esencia una maldición: nos tranquiliza, mitigando el pánico que en otro momento llegó a sobresaltarnos, cuando no estábamos acostumbrados todavía a las causas que lo provocaban. La costumbre nos va eximiendo poco a poco del dolor y nos convierte en seres insensibles que no ven más allá de sí mismos, que no sienten más que su propio sufrimiento y no lloran más que por sus propias desgracias.
Cuanto más sabemos de las injusticias, más nos acostumbramos a ellas; cuanto más sabemos del sufrimiento de otros, mejor lo toleramos; cuanto más se nos repite que las víctimas inocentes son un mal inevitable, más nos acomodamos a convivir con ese horror. La información constante, omnipresente, mata nuestra capacidad de sorprendernos, de indignarnos ante las atrocidades de nuestros ejércitos y los desmanes de nuestros dirigentes o de nosotros mismos. La información, protagonista esencial de nuestra vida cotidiana, convierte en costumbre cualquier atrocidad, cualquier desgracia de los otros.
El robo y el saqueo son ya una costumbre política. Las atrocidades de los ejércitos forman parte de la costumbre de la guerra. El maltrato a que son sometidos los niños y las mujeres es una costumbre social. La pobreza, el hambre y la muerte son parte de la vida diaria de innumerables personas que, desde su nacimiento, están acostumbradas a sufrir. El cinismo y la desvergüenza de los dirigentes que, bajo el amparo de las leyes y la coartada de los votos de los ciudadanos, han convertido el suelo de nuestro país (y de nuestro planeta) en una interminable sucesión de feudos, se han convertido también en una costumbre aceptada e, incluso, deseada y ensalzada por el pueblo. Las costumbres nos convierten en seres insensibles.
Cada persona que sufre injusticia, cada persona privada del derecho a poner rumbo a la desconocida costa de la felicidad, necesita que nosotros, los que hemos arribado a esa costa hace ya tiempo, no nos acostumbremos a su sufrimiento. Si lo hacemos, si la costumbre convierte en natural la desdicha de los otros, nuestro mundo nunca dejará de ser un campo de batalla.
Y nosotros, los privilegiados que vivimos desde hace tiempo en la tierra de los vencedores, acabaremos por sufrir los mismos males que sufren los otros. Unos males de los que no sabemos defendernos.
A los que todavía no estamos acostumbrados.

C. P. Cavafis y el siglo XXI

Kavafis

Constantinos Petros Cavafis es uno de esos griegos nacidos fuera de Grecia, en una ciudad griega situada lejos de Grecia. Sus padres procedían de otra ciudad griega que había dejado de serlo (Bizancio, Constantinopla, Estambul), de manera que por sus venas corría sangre griega cosmopolita.
Cuando corrían los años centrales del siglo XIX, la familia del poeta se instaló en Alejandría, donde había de nacer Constantinos el 29 de abril del año 1863. El niño Cavafis recibió una esmerada educación inglesa, de forma que el inglés se convirtió en su segunda lengua (si no en la primera, como sostienen algunos especialistas en su obra) y en inglés hizo sus primeros experimentos poéticos.
En los versos de Cavafis habita una belleza extraña, nacida de la cohabitación de varios mundos. De entre todos ellos, el mundo antiguo, el mundo de la antigua Grecia, prevalece, concediendo a la poesía de Cavafis un tono inmortal, un aura atemporal que sobrevuela con simplicidad espartana casi cada uno de sus versos. Confieso que esa mezcla de mundos, ese transitar entre la Ítaca de Ulises y las Ítacas de cada uno de nosotros ha sido lo que me ha mantenido fiel a este poeta, en cuyos versos he encontrado, a lo largo de muchas lecturas, a lo largo de muchos años,  la sensación de hallarme a las puertas de varios mundos reunidos en uno solo.
Si alguien tiene el mérito, la rara habilidad, de encontrar en el mundo antiguo los ejemplos que se repiten en nuestros días, de dotar a sus versos del don de la eterna vigencia, ese es Cavafis.
Ésta es la razón de este artículo. Al releer los versos de Cavafis en estos días, de nuevo he sentido esa sensación de eternidad a la que aludía hace un momento. De nuevo he sentido que sus palabras, escritas hace tiempo para describir sentimientos de otro tiempo, se llenaban de un significado que puede aplicarse no sólo a nuestra época, sino a estos días aciagos en los que toda Europa parece estar empeñada en desvanecerse.
Hace unos días tuve que pronunciar unas palabras en el acto de graduación de los alumnos de bachillerato del Instituto en el que trabajo. El día anterior, sin saber todavía el tono que debía dar a mi intervención, me puse a hojear un libro que contiene los versos de Cavafis. Enseguida tuve delante algunos poemas que, de nuevo, como tantas otras veces, parecían interpretar certeramente, como un oráculo, los sentimientos que, en ese momento, quería transmitir a los jóvenes ante quienes debía hablar. Cuando llegó mi turno, no pude evitar leer, entre las palabras obligadas en un acto solemne, pero alegre, como ése, este poema llamado Murallas:

Sin miramiento, sin pudor, sin lástima
altas, sólidas murallas han levantado a mi alrededor.

Y ahora, aquí estoy, quieto, desesperado.
No puedo pensar en otra cosa: este destino me devora el alma;

porque yo tenía muchos proyectos que realizar ahí, afuera.
¡Ay, cómo no me di cuenta cuando levantaban las murallas!

Mas nunca oí ruido, nunca oí las voces de los albañiles.
Sin que me diera cuenta me han encerrado fuera del mundo.

En medio de invocaciones a la suerte y de palabras que hacían alusión al esfuerzo, a la difícil situación que los espera, deslicé estos versos de Cavafis con la esperanza de que sus ecos perduraran en la memoria de alguno de esos alumnos que me escuchaban en silencio, algo extrañados por el tono, algo sombrío, de ese griego "moderno" nacido en la ciudad de Alejandro.
Sólo leí ese poema. Sin embargo, la tarde anterior leí otros que me parecieron extrañamente vigentes, como si su autor hubiera estado contemplando desde alguna atalaya anclada sobre el tiempo los días de nuestro presente. Uno de ellos, tan a la manera de Cavafis, titulado Los sabios, lo que se avecina, está precedido de una cita de Filóstrato:

Porque los dioses perciben el futuro,
los hombres el presente, y los sabios
lo que se avecina.

(Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana, 8.7)

Los hombres conocen el presente.
El futuro lo conocen los dioses,
los plenos, los únicos que poseen todas las luces.
Mas, del futuro, los sabios perciben
lo que se avecina.
Su oído, algunas veces, se alarma
en las horas de hondas reflexiones.
Les llega el clamor secreto
de sucesos que se acercan.
Y los sabios, respetuosos, les prestan atención.
Mientras, en la calle, ahí fuera,
la gente no oye nada.

Finalmente, otro poema que puede ser leído con la misma fuerza, con la misma vigencia (o mayor) que el día en que fue escrito. Su título es Esperando a los bárbaros:

-¿A qué esperamos, congregados en la plaza?
Es que hoy llegan los bárbaros.
-¿Por qué no hay apenas actividad en el Senado?
¿Por qué los senadores permanecen sentados y no legislan?
Porque hoy llegan los bárbaros.
¿Qué clase de leyes podrían dictar ya los senadores?
Los bárbaros las dictarán cuando lleguen.

-¿Por qué el emperador ha madrugado tanto
y está sentado en su trono, solemne y coronado,
en la puerta principal de la ciudad?
Porque hoy llegan los bárbaros.
Nuestro emperador espera
para recibir a su jefe.
Para él ha preparado un pergamino
en cuyas líneas le ha otorgado
honores, innumerables títulos.

-¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores
han salido hoy con sus togas adornadas con púrpura?
¿Por qué llevan esos brazaletes de tantas amatistas
y anillos de rutilantes esmeraldas?
¿Por qué empuñan hoy preciosos báculos
maravillosamente labrados en plata y oro?
Porque hoy llegan los bárbaros
y tales espectáculos deslumbran a los bárbaros.

-¿Por qué los brillantes oradores no acuden, como siempre,
a declamar sus discursos o lanzar sus soflamas?
Porque hoy llegan los bárbaros,
y la oratoria y los discursos aburren a los bárbaros.

-¿Por qué nace de pronto esa inquietud,
esa confusión? (¡Graves los rostros se han tornado!)
¿Por qué rápidamente se vacían las calles y las plazas
y todos vuelven a sus casas cabizbajos?
Porque ya es de noche y los bárbaros no llegan.
Y desde las fronteras ha venido gente
afirmando que los bárbaros no existen.

Y ahora, ya sin bárbaros, ¿qué será de nosotros?
Los bárbaros, al cabo, eran una solución.