Atenas

acropolis atenas
Acrópolis de Atenas. Desde la Pníx la vista es verdaderamente impresionante.

El anciano llegó pronto a la colina de la Pnix, pues quería contemplar Atenas desde aquel lugar en el que se reunía la asamblea de todos los ciudadanos. Había cruzado el ágora temprano, cuando todos los comerciantes, los vendedores y los artesanos estaban preparando sus puestos. Un extraño silencio, una tranquilidad especial envolvía los edificios que, a la luz del amanecer, parecían despertar del mismo sueño que los hombres.
Desde la tribuna de oradores de la Pnix los templos de la acrópolis, que parecían vigilar todo el espacio, atraían su mirada como cuerpos vivos, y las estatuas de los frontones del Partenón le parecían, aún vistas desde aquella distancia, de carne y hueso. Atenas se extendía debajo de su acrópolis, protegida y segura, replegada sobre la belleza de aquellos edificios cuya contemplación reconfortaba su espíritu.
Entonces vinieron a su mente las palabras que Pericles había pronunciado muchos años antes:
“Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación. No utilizamos la riqueza como pretexto para vanagloriarnos...”
Aquellas palabras resonaron en su imaginación e hicieron que sus pasos se detuvieran un momento, mientras pensaba en su patria, lejana, y sentía, con una intensidad creciente, cómo una suave tristeza lo iba invadiendo. Se sentó en el borde de la cuesta y miró hacia el ágora. La gente empezaba a llenar sus calles: podía oír el eco de lenguas diferentes que, como músicas desconocidas y turbadoras, iban llenando el espacio. Gentes de todas partes del mundo poblaban las calles de Atenas en aquel día luminoso. Gentes venidas de oriente y occidente, de rasgos afilados, de pieles oscuras y ojos profundos, de miradas torvas y ademanes delicados.
Su nostalgia aumentó al recordar de nuevo la lejana y brumosa tierra de sus antepasados, tan distinta de aquella radiante y ardiente Atenas, y sus ojos se entornaron un poco, como para contener la melancolía.
Qué pequeños parecían los hombres vistos desde aquella colina, y qué frágiles; qué expuestos a la cólera y los engaños de los poderosos. Mas, contemplados desde la Pnix, desde el templo de la democracia, todos parecían iguales. ¡Qué insignificantes eran sus diferencias y qué grandes sus similitudes!
Comenzó a bajar la cuesta y se dirigió hacia los propíleos, el pórtico de la acrópolis. Era un lugar que le encantaba, en el que podía pasarse horas y horas contemplando las mismas columnas, los mismos tejados adornados y brillantes. Entonces, otras palabras de Pericles lo asaltaron. Eran palabras que no había tenido nunca presentes en sus pensamientos y que, en realidad, no había evocado nunca. Sin embargo, aquella mañana emergieron con fuerza desde la profundidad de sus recuerdos:
“La tierra entera es la tumba de los hombres ilustres. Su recuerdo pervive. Es un recuerdo no escrito que vive más en los sentimientos que en la realidad de una tumba”.
Entonces la emoción lo embargó por completo. Sintió la vigencia incontenible de aquellas palabras, su validez eterna y, con los ojos nublados por las lágrimas, se entregó al goce de la vida en aquella ciudad mestiza, luminosa, eternamente viva.

La Acrópolis de Pérgamo

acropolis pergamo bernardo souviron

Pérgamo se convirtió en el siglo II a.C. en el centro de todas las innovaciones urbanísticas que habrían de extenderse por todo el mundo helenístico y romano. La colina volcánica de la acrópolis fue preparada para recibir un conjunto de edificios extraordinarios: un gigantesco teatro (en cuya base había un pórtico de tres pisos que tenía una longitud de 250 metros y que servía para que los espectadores pasearan). La pendiente de la acrópolis fue llenada de terrazas sostenidas, por primera vez de forma generalizada, por arcos y bóvedas. Sobre estas bases se alzaron los principales santuarios de la ciudad: el de Atenea, el altar de Zeus (que marca el triunfo del barroco y del expresionismo helenísticos) y el altar de Trajano en época romana.
Los reyes de Pérgamo se convirtieron en “conservadores” de la cultura griega. Edificaron sobre la acrópolis, cerca de su palacio, una biblioteca que con mas de 200.000 rollos de papiro, que pretendía rivalizar con la de Alejandría.

Planeta

cabo sunio
El ocaso desde el cabo Sunio. Hoy, como ayer, los barcos buscan refugio a los pies del templo de Poseidón en el cabo Sunio.

Para los griegos la Tierra, a la que llamaron Gea, era la madre de todo: surgida del caos originario, alumbró, sin ayuda de ningún elemento masculino, a Urano, el cielo, “para que la contuviera por todas partes” y delimitara los contornos de su cuerpo. Abrigada por ese primer hijo, en un segundo esfuerzo parió a las Montañas, morada de las ninfas, que se complacen en disfrutar de los bosques que brotan en las sólidas laderas. Los relatos míticos están llenos de encuentros (hermosos o crueles) entre las ninfas y los hombres.  Finalmente, Gea, dio a luz a Ponto, el mar de agitadas olas, verdadera patria de los griegos, terrible y plácido, cuyas aguas obedecen al soplo de las suaves brisas o de las violentas tempestades.
Éste es en esencia el relato que Hesíodo nos presenta al comienzo de su Teogonía:
Gea alumbró primero a Urano, cuajado de estrellas, con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder, así, ser segura y eterna morada de los dioses felices. Después dio a luz a las grandes Montañas, gozoso hogar de las Ninfas que habitan en los frondosos montes. También parió al mar, el Ponto, sin necesidad de relación amorosa. (Teogonía, 126 y ss.)
El origen de nuestro hogar fue imaginado así por Hesíodo y por muchos de sus contemporáneos, que entonces no podían intuir ni comprender la naturaleza de muchos de los sucesos naturales. Y la imaginación de aquellos hombres, creyó también que deidades y hombres tenían su origen en el abrazo de Gea y Urano, fundando así una generación de dioses que, al tener la misma madre que los hombres, sólo fueron sobrehumanos, no sobrenaturales.
Hijos, en efecto, de la Tierra, los dioses griegos jamás se situaron por encima de las leyes de la naturaleza ni osaron alterar su equilibrio, pues sabían que de ello dependía la inmortalidad de toda su estirpe.
Mas los hombres, con el tiempo, intentaron comprender. Compartiendo las imágenes de los creadores de mitos, llegaron sin embargo a deducir que la tierra es una esfera que gira alrededor de una estrella brillante. Percibieron también que se mueve, que viaja constantemente a través de una ruta que determina la sucesión de los días y las noches, del invierno y del verano. Con su alma de viajeros complacida por aquella certeza, llamaron a la tierra planétes, planeta, es decir, “errante”.
Hoy no creemos en los mitos. Omnipotentes, arrogantes, llenos de una estúpida seguridad en nosotros mismos, hemos confundido los mitos con los cuentos, y ya no creemos que la Tierra sea nuestra madre. Sólo así puede explicarse que estemos matando a sus tres primeros hijos.
Urano, asfixiado por nuestros emisiones, empieza a no poder defendernos de los rayos del sol; Ponto agoniza poco a poco contaminado con los residuos de nuestro bienestar; las Montañas ven arder su vestimenta de bosques y lloran contemplando su aspecto de ancianos desnudados con violencia.
Errante, en efecto. Nuestro planeta, nuestro hogar, navega errante, como un navío desarbolado gobernado por una tripulación de piratas insaciables.

La Odisea y Tarteso

Desde que mi amigo Eduardo García Mauriño (al que recuerdo casi a diario y al que imagino navegando por los mares de la otra vida) me invitó a un pequeño periplo a través de las costas del Mediterráneo occidental a bordo de su barco (el velero Tigre Juan), la navegación ha formado parte de mi vida y de mi investigación sobre el mundo antiguo. Oyendo a Eduardo hablar, los dos sentados sobre la popa de su barco, con las estrellas sobre nuestras cabezas y el rumor del agua golpeando el casco del velero, comprendí por primera vez que la navegación, los barcos, los navegantes, formaban parte esencial de la historia antigua. En realidad, me di cuenta de que en el mar, incluso más que en la tierra, se encerraban algunas de las respuestas a muchos misterios del pasado.
Pues ¿no es a través del mar como los griegos entendían que se unían las tierras? ¿No llamaron al mar πόντος (póntos), es decir, “puente”? A bordo del Tigre Juan, navegando a través de calmas, con brisa o con temporal, viendo las estrellas fijadas al tope del mástil, descubrí un nuevo mundo y sentí la necesidad de sumergirme en él.

La navegación en la Edad del Bronce


En Mayo de 2010 publiqué un artículo en la revista MUY Historia. Lo he titulado LA ODISEA Y TARTESO. En él intento explicar buena parte de mis conclusiones y de mis dudas en relación con este mundo, verdaderamente esclarecedor, de la navegación en la época en que los sucesos de Troya volaban de boca en boca, transmitidos por los navegantes, los marineros, los hombres, en suma, que abrieron por primera vez el mundo que se escondía más allá del horizonte.

Costa norte de creta
La costa norte de Creta

Vivimos en un planeta que no deja de moverse, que transita imperceptiblemente a través de una ruta fijada por fuerzas extrañas que, sólo recientemente, nos ha sido dado comprender. Vivimos en un planeta viajero que va dejando su rastro en el cielo, un lugar aparentemente desordenado, caótico, que han observado noche tras noche los ojos de muchos hombres deseosos de comprender el mundo en que vivían.
Buena parte de esos hombres curiosos advirtieron muy pronto que en el viaje, en la contemplación de tierras y mares desconocidos, se encerraba buena parte de las claves que, al cabo, habrían de hacer nuestro mundo comprensible. Esos primeros viajeros, asumiendo todo riesgo imaginable y desafiando cuentos y leyendas que invitaban a permanecer en los viejos y estrechos límites de lo conocido, hicieron los primeros mapas, descubrieron que había muchas formas distintas de seres humanos, se plantearon por primera vez la necesidad de convivir con hombres que creían en otros dioses y tenían otros sueños, y nos mostraron las nuevas rutas del conocimiento, embarcándonos en una aventura que va más allá del espacio y del tiempo. De algunos de esos hombres trata este artículo.

Estaño y Edad del Bronce


La llamada Edad del Bronce, (desde 3500 a. C. hasta el año 1000 a. C. aproximadamente, pues la cronología puede variar ostensiblemente de un lugar a otro) fue posible gracias a la aparición de una tecnología que permitió la aleación del cobre y el estaño. El cobre abunda en el Mediterráneo, pero el estaño es un producto difícil de encontrar en esa zona geográfica, por lo que era necesario traerlo de los lugares en que se encontraba. Según las fuentes antiguas, especialmente las griegas, el estaño se encontraba en las llamadas “islas del estaño” o islas Casitérides (del griego kassíteros “estaño”).
En términos generales, la historiografía moderna identifica las islas Casitérides con las islas Británicas o, en general, con lugares situados en el golfo de Vizcaya, entre Finisterre y la Pointe du Raz, el punto más occidental de Francia, en la actual Bretaña. De estos lugares provenía el estaño que entraba en el Mediterráneo para, aleado con el cobre, alimentar la floreciente y lucrativa industria del bronce.
Sabemos que los fenicios, los más eficientes navegantes mediterráneos, introducían el estaño en el Mediterráneo, utilizando sus eficaces naves mercantes para distribuirlo por los lugares en los que la tecnología hacía posible su aleación con el cobre. Esta actividad debió de ser especialmente rentable para los experimentados comerciantes fenicios, hasta el punto de que pusieron en circulación toda una serie de leyendas que hacían del estrecho de Gibraltar, las famosas columnas de Melkart (la divinidad fenicia proveniente de la ciudad de Tiro, metrópoli de Cádiz), más tarde conocidas como columnas de Heracles o Hércules, poco menos que el último lugar de la tierra, la puerta hacia mundos imposibles en los que el océano se desplomaba sobre un abismo insondable.
Sin embargo, difícilmente naves fenicias hubieran podido hacer la travesía desde el promontorio sagrado (actual cabo S. Vicente) hasta las islas Casitérides. La razón es que estaban dotadas de una sola vela cuadrada, con la que resulta prácticamente imposible remontar la costa de Portugal, librar Finisterre y adentrarse por las peligrosísimas aguas del golfo de Bretaña, que suelen convertirse en una auténtica ratonera cuando el viento sopla del noroeste. Las velas cuadradas resultan en esas condiciones casi inútiles, pues no son capaces de hacer que un barco ciña, es decir, que navegue contra el viento.
Pues bien, si los barcos fenicios sólo introducían el estaño en el Mediterráneo desde la zona de Cádiz (ciudad fundada por Tiro en el año 1100 a. C.), ¿qué naves, entonces, eran capaces de enfrentarse con las peligrosísimas costas de Portugal, librar Finisterre y adentrarse con éxito en las duras y traicioneras aguas del golfo de Bretaña? La respuesta a esta pregunta es, según creo, fundamental para entender esta época decisiva de la historia antigua y es el marco, a su vez, de una asombrosa (e ignorada) historia de viajeros y descubridores. Es la historia de un pueblo que hizo de sus naves su razón de ser, y del mar su patria.

El mundo de la Odisea: una ruta hacia el océano


En este punto entra de lleno el relato homérico de la Odisea. Como el lector sabe bien, buena parte de la obra se desarrolla en la isla de Esqueria, lugar donde habita un pueblo misterioso: los feacios. Allí llega Ulises procedente de la isla de Ogigia, la paradisíaca morada de la ninfa Calipso, después de veinte días de navegación con rumbo este (Od. 5. 271 y ss.). El tiempo que dura la singladura de Ulises y el rumbo que sigue son dos datos de gran importancia, que Homero repite en varios pasajes de los cantos V, VI y VII. Durante su estancia en el país de los feacios, invitado por el rey Alcínoo, escucha por primera vez el relato de los sucesos de Troya, especialmente el episodio del caballo, de labios del aedo Demódoco (Od. 8. 486 y ss.), y no puede contener la emoción: sus ojos se llenan de lágrimas a pesar de su esfuerzo por evitarlas. Alcínoo, que está cerca de él se da cuenta, ordena al aedo que cese de cantar y pide a su huésped que revele por fin su identidad.
Ogigia, Esqueria, feacios... son nombres que la mayor parte de los estudiosos han tomado como simple producto de la fantasía del autor de la Odisea. Honestamente, creo que Homero nos ha revelado demasiadas cosas, nos ha guiado con demasiada precisión como para creer que sus relatos son producto de la fantasía. Personalmente dudo mucho que Homero, ni sus contemporáneos, tuvieran la posibilidad de fantasear, es decir, de inventar sin más esos nombres que realmente estaban situados muy lejos de su mundo, en el extremo occidente. La fantasía es un lujo al alcance de quienes tienen ya un sistema, del tipo que sea, tan sólidamente constituido que les permite precisamente fantasear en relación con él. Y este no es el caso de Homero, según creo.
Por el contrario, Homero utiliza nombres aparentemente inventados para describir pueblos y lugares que están al otro lado de su mundo, quizá porque sigue tradiciones que, desdichadamente nosotros hemos perdido. Para que el lector se haga una idea de lo que quiero decir, es como si alguien dijera que ha viajado a Taprobane. ¿Sería justificado decir que es un nombre inventado sólo porque no sabemos que ese topónimo pertenece a una tradición diferente de la nuestra, que ha utilizado el término Ceilán o, actualmente Sri Lanka para designar el mismo lugar? Y, si estoy en lo cierto al suponer que Esqueria o feacios son topónimos homéricos que la tradición posterior ha sustituido por otros, ¿cuáles son esos nombres?
Para intentar averiguarlo debemos empezar por saber qué dice Homero de la situación de Esqueria, la isla de los feacios. Veámoslo. Poco antes de que Nausícaa, la hija del rey Alcínoo, encuentre a Ulises medio muerto en la playa, les dice a sus siervas:
“No existe mortal [...] ni llegará a nacer [...] quien llegue con ánimo hostil al país de los feacios, pues somos amados por los inmortales y vivimos lejos, dentro del mar de agitadas olas, muy apartados, y ningún otro de los mortales tiene relación con nosotros” (Od. 6. 201 y ss.).
Subrayo en negrita cómo la propia Nausícaa enfatiza la lejanía de Esqueria. Mas, poco después, cuando ya ha encontrado a Ulises, vuelve a insistir sobre este hecho cuando le pide que camine apartado de ella, no vaya a ser que alguien, al verlos juntos, murmure diciendo: “¿Quién es ese fuerte y hermoso extranjero que si­gue a Nausícaa? ¿Dónde lo encontró? [...] Acaso lo recogió, extraviado, de alguna nave de hombres lejanos, pues nadie vive cerca de nosotros” (Od. 6. 276 y ss.). La característica más señalada es la lejanía. Lejanía, obviamente, del mundo de Homero, es decir, del mundo egeo. Si admitimos las indicaciones del autor de la Odisea, Ulises se encuentra en el extremo occidental del Mediterráneo, y no dando vueltas, perdido, por el mar Egeo o por las costas de Sicilia.
El lector se preguntará qué isla, a la que Homero llama Esqueria, puede haber cerca del extremo occidental del Mediterráneo. Si echa un vistazo al mapa del cartógrafo Abraham Cresques (atlas) verá que el Guadalquivir sale al mar por dos bocas, formando una isla justo en la desembocadura y otra más abajo. No puedo explicar aquí la influencia de los ríos en los cambios de las líneas de costa; sólo pretendo dejar constancia de que un mapa realizado tres mil años después de que ocurrieran los sucesos descritos por Homero, cartografía dos islas justo en la desembocadura del río Tarteso, es decir, el Guadalquivir. Y no es el único mapa que lo hace. Pero creo que el propio Homero nos precisa todavía más.
Ulises ha llegado al país de los feacios procedente de la isla de Ogigia, hogar de Calipso. Homero nos informa de que tardó veinte días en llegar, navegando siempre hacia el este, “pues le había orde­nado Calipso [...] que navegase teniendo siempre la osa a mano izquierda” (Od. 5. 272). Evidentemente, navegar con la estrella polar a la izquierda supone mantener un rumbo este o, lo que es lo mismo, venir desde occidente. La pregunta es clara: si el país de los feacios está en el extremo occidente del Mediterráneo y Ulises llega a él partiendo desde Ogigia, un lugar que está todavía más al oeste, ¿dónde está ese lugar?
Me temo que la respuesta es evidente, aunque perturbadora: Ogigia está en el océano. En el océano Atlántico.

Tarteso: el vértice de dos mundos


El topónimo Esqueria y el gentilicio feacios sólo pueden recubrir, respectivamente, los nombres de Tarteso y sus habitantes, los tartesios. Sólo ese lugar cuadra con todos los datos (de los que, en un artículo como éste, sólo puedo mencionar algunos) que Homero, y no sólo Homero, nos proporciona. Ahora bien, si el país de los feacios es Tarteso, ¿qué se esconde bajo el nombre de Ogigia? Miren un mapa y verán que sólo hay una respuesta posible: Azores. Y es una respuesta cargada de sentido. Permítanme que intente explicar por qué razón.
Cualquier nave que, después de librar el cabo S. Vicente, intentara remontar la costa de Portugal con la intención de dirigirse a las Casitérides en busca de estaño, podía encontrarse con viento del norte. En tales condiciones, la navegación hacia el norte, en busca de Finisterre, obligaría a las naves a desviarse hacia el oeste para encontrar un ángulo de viento más favorable, pues la costa de Portugal impide maniobrar hacia el este. Es muy posible que, con el viento del norte entablado, las naves llegaran a las islas Azores por casualidad (como tantas otras naves de todas las épocas), encontrando así una base fundamental de cara a la navegación hacia las islas Casitérides. No una base logística, sino más que eso, pues la posición de las Azores podía permitir a las naves que viajaban en busca del estaño establecer un triángulo de navegación (S. Vicente-Azores-Finisterre) que posibilitara  a esos esforzados navegantes evitar el obstáculo insalvable de un viento del norte persistente y remontar la costa de Portugal para poder llegar al lugar donde se encontraba el estaño. Pocos especialistas dudan hoy de que los fenicios llegaron a las islas Azores, pues cada vez hay más evidencias de su presencia en las islas.
Ahora bien, llegados a este punto, debemos hacernos las preguntas  decisivas. En efecto, antes de que los fenicios se establecieran en el sur de la península Ibérica, ¿quiénes se atrevían a internarse en el Atlántico? ¿Qué naves eran capaces de hacer tales singladuras? ¿Quiénes traían el estaño desde las islas Casitérides para que los fenicios pudieran introducirlo en el Mediterráneo desde Cádiz? La respuesta, de nuevo, parece clara: los tartesios, y de nuevo Homero puede orientarnos. Veamos.
De las naves feacias se dice que “son tan veloces como las alas o el pensamiento” (Od. 7. 36), o que están tityskómenai fresí, es decir, “dotadas de inteligencia” (Od. 8. 556). Alcínoo se ve en la obligación de explicar a Ulises esa sorprendente afirmación, y añade:
“No hay pilotos entre los feacios ni ninguna clase de timón [...] Nuestras naves conocen (ísasi) las reflexiones (noémata) y los pensamientos (fré­nas) de los hombres. [...] Recorren rápidamente los abismos del mar incluso cuando están cubiertas por nubes o por niebla, y no tienen miedo ni de sufrir daño ni de perderse. Yo he oído decir a mi padre [...] que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos indemnes. Decía que algún día destruiría en el nebulo­so mar una [...] nave de los Feacios [...] y nos bloquearía la ciudad con un gran monte.” (Od.  8. 557 y ss.)
El pasaje es verdaderamente perturbador pues, a pesar de que Alcínoo puede exagerar al resaltar las virtudes de sus naves, ningún otro texto de la literatura antigua (al menos que yo conozca)  habla en estos términos.
Así pues, éstas debieron de ser las naves que comenzaron a navegar hacia las lejanas islas Casitérides en busca de un producto que ha marcado buena parte de la historia antigua: el estaño. Las marinos de Tarteso  enseñaron, a bordo de sus impresionantes naves (las “naves de Tarsis” de los textos bíblicos), el camino y la técnica de navegación en las aguas atlánticas a los fenicios, especialmente a los habitantes de Tiro que, decididos a seguir lucrándose gracias al tráfico del estaño, se establecieron en Cádiz y “cerraron” las columnas de Melkart a toda nave que no fuera suya.
Tarteso se convirtió así en el vértice de dos mundos: uno atlántico, cuyos protagonistas vivían en una isla lejana, a la que Homero llama Esqueria; otro mediterráneo, protagonizado por los fenicios. Ambos mundos estaban fijados a través de una ruta, la del estaño, establecida desde los albores de la Edad del Bronce, a través de la cual Ulises, presionado por los acontecimientos que se desarrollaron después de la caída de Troya (la destructiva irrupción de los llamados “pueblos del mar”), se vio obligado a navegar , lejos de su patria. Ulises el astuto, el prototipo del hombre inteligente, nunca se perdió. Más bien se han perdido quienes, en un alarde de falta de respeto con el señor de Ítaca, han considerado que los feacios habitaban en la isla de Corcira, la actual Corfú.
En efecto, la mayor parte de los estudiosos modernos, basándose quizá en un texto de Tucídides (1. 25), han situado el país de los feacios en la isla de Corcira. Mas ¿cómo es posible que Ulises, el navegante caracterizado por su perspicacia e inteligencia, desconociera la existencia de un pueblo que se encontraba a un sólo día de navegación desde su patria? En realidad, decir que la isla de Corcira es el país de los feacios es el mejor ejemplo de geografía fantástica que conozco.
La Odisea es el reflejo literario de todo un hito en la historia de los viajes de descubrimiento, quizá el más importante de la historia antigua. Y no sólo porque nos ayuda a comprender lo que pasó, sino porque es una auténtica guía, un mapa que nos orienta a través de un mundo sin el que la Edad del Bronce sólo podría entenderse de una manera incompleta.
Ulises nunca se perdió. ¿Cómo podría haberlo hecho en un mar como el Egeo, lleno de islas, donde no es fácil perder la tierra de vista? Al contrario, su viaje es de descubrimiento, rumbo a tierras desconocidas. Un viaje cuya etapa principal tuvo lugar en el lejano oeste, en las tierras del ocaso, habitadas por un pueblo de marinos cuyas naves asombraron al propio Ulises.
Unas tierras que nosotros conocemos con el nombre de Tarteso.

Filosofía y Ciencia

En los tiempos en los que el conocimiento racional comenzó a desarrollarse en la Grecia antigua, los términos filosofía y ciencia apenas podían distinguirse. Los primeros filósofos eran en realidad auténticos científicos, preocupados por explicar el mundo que los rodeaba sin acudir al mito ni a los dioses. En este sentido, fueron auténticos humanistas, los primeros humanistas en realidad, pues su afán fue siempre comprender lo humano, sin atender demasiado al difuso mundo de los dioses. Comenzaron a preocuparse por lo que ellos mismos llamaron Τα ανθρώπινα (tá anthrópina), es decir, "las cosas humanas". Sus contemporáneos no los llamaron filósofos, ni científicos. Los llamaron sabios. Corría el siglo VII a. C.
La preocupación de aquellos hombres extraordinarios fue intentar comprender lo que ellos llamaron Φύσις (phýsis), una hermosa palabra que podríamos traducir por "naturaleza". Y se esforzaron sin tregua por conocer la phýsis, toda phýsis pero, especialmente, la anthropíne phýsis, la naturaleza humana. Para conseguirlo, intentaron encontrar un método que les llevara a conocer la αλήϑεια (alétheia), la "verdad", sin acudir a explicaciones religiosas, ni siquiera a explicaciones míticas.
Muchos de sus contemporáneos percibieron en ellos un don especial, un don que les hacía "ver" la naturaleza de las cosas incluso cuando ésta estaba alterada por cualquier clase de suceso o de fenómeno. Los llamaron sabios porque "no les pasaba desapercibido" (alétheia en griego significa literalmente "lo que no pasa desapercibido") lo que ni siquiera despertaba la curiosidad de la mayoría de sus contemporáneos. Los nombres de aquellos primeros sabios, capaces de percibir la naturaleza de las cosas, centrados en comprender la naturaleza humana, nos son conocidos: Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito... Todos ellos nacieron en las luminosas costas griegas de Asia Menor, en ciudades como Éfeso o Mileto.

efeso gimnasio
El teatro de Éfeso, visto desde el gimnasio

Sus obras, sin embargo, nos son casi completamente desconocidas. Apenas unos cuantos fragmentos transmitidos indirectamente por autores posteriores (a veces muy posteriores). Unos cuantos fragmentos que apenas nos dejan entrever las maravillas que debieron encerrarse en cada uno de sus escritos.
En esta sección, a la que he llamado filosofía y ciencia, me propongo mostraros  algunos de esos fragmentos que, sin duda, habrán de impresionaros. Lo poco que conservamos de aquellos sabios, de aquellos primeros sabios, es suficiente para deslumbrarnos, para hacernos valorar como un milagro que hoy, casi tres mil años después, podamos esforzarnos por comprender, atónitos, lo que ellos comprendieron.
El primero de esos textos es de ANAXIMANDRO de Mileto, un hombre que vivió entre los siglos VII y VI a. C. Es un texto que hubiera firmado, sin duda, el propio Ch. Darwin, veintiséis siglos después.
Ps. Plutarco 2:
Anaximandro dice que el hombre se generó a partir de animales de otras especies. Y lo deduce de que las demás especies se alimentan pronto por sí mismas, mientras que el hombre necesita amamantarse durante un largo período de tiempo. Por ello, si el hombre hubiera sido en su origen tal como es ahora, no habría podido sobrevivir. (12 A 10).
El otro fragmento con el que quiero inaugurar esta sección es de HERÁCLITO de Éfeso, que vivió entre los siglos VI y V a. C. y a quien sus contemporáneos llamaban "el oscuro", pues sus pensamientos y sus escritos no estaban, según parece, al alcance de la comprensión de todos. En un tiempo en que la esclavitud era considerada por muchos un hecho natural, Heráclito escribió estas palabras que siempre me han parecido no propias de hoy sino de mañana.
La guerra es el padre de todos; el rey de todos: a unos los presenta como dioses, a otros como hombres; a unos los hace esclavos, a otros libres. (22 B 53).
La filosofía y la ciencia son dos caras de la misma moneda. En realidad, la distinción entre una y otra es fruto más de la investigación moderna que de la concepción que los antiguos griegos tenían del conocimiento. Hubo un momento en que ambas disciplinas estaban fundidas en una sola. Incluiré aquí textos tanto de quienes la tradición llama filósofos como de aquellos que han pasado a la historia como científicos.
La lengua griega se presta muy bien a la gran riqueza de matices que exige el pensamiento filosófico. Para muchos estudiosos es justamente aquí, en el mundo complejo y a veces sinuoso de la filosofía, donde el griego resplandece con toda su asombrosa gama de matices, como si en su naturaleza tuviera el gen de pensamiento abstracto.
Por el contrario, el latín ofrece menos posibilidades a la especulación filosófica. Lengua concreta, exacta, grave y concisa como ninguna, no facilitó el camino de quienes pretendían expresar con ella el variable y complejo mundo de la filosofía. Aun así, hombres como Lucrecio, Cicerón o Séneca lograron legarnos en latín algunas de las más emocionantes obras filosóficas de la literatura antigua. También ellos tendrán hueco en estas páginas.

Poesía lírica arcaica

67a+b D.  128 W.
(Snell)
vv. 1-7: Stob. 3, 20, 28 (p. 544 Hense)
v. 8: Arist. polit. 7, 6 (p. 1328 a 3)

Θυμέ, θύμ’ άμηχάνοισι κήδεσιν κυκώμενε,
|ά ν ά δ υ |, δυσμενών δ ’ άλέξευ προσβαλών έναντίον
στέρνον, |έ ν δοκοΤσιν έ χθ ρώ ν | πλησίον κατασταθείς
άσφαλέως· και μήτε νικών άμφάδην άγάλλεο
μηδέ νικηθείς έν οίκωι καταπεσών όδύρεο.
άλλα χαρτοΐσίν τε χαΐρε κα'ι κακοΐσιν άσχάλα
μή λ ίη ν γίγνωσκε δ ’ οιος ρυσμός ανθρώπους έχει.

(Arquíloco de Paros -s. VII a. C.-)

Corazón, Corazón, si te turban pesares
invencibles, ¡arriba!, resístele al contrario
ofreciéndole el pecho de frente, y al ardid
del enemigo oponte con firmeza. Y si sales
vencedor, disimula, corazón, no te ufanes,
ni, de salir vencido, te envilezcas llorando
en casa. No les dejes que importen demasiado
a tu dicha en los éxitos, tu pena en los fracasos.
Comprende que en la vida impera la alternancia.
(Traducción de Juan Ferraté)

Europa

Cnoso. Salón del trono
El trono de Minos. Cnoso. Salón del trono.

Europa nació lejos de las tierras que, con el paso de los siglos, habrían de llevar su nombre. Su hogar de nacimiento fue Tiro, la gran metrópoli fenicia fundadora, en el año 1100 a. C., de la ciudad de Cádiz, más antigua que la propia Roma. Europa nació, como todos nosotros, en la maltratada tierra de Oriente Medio.
Creció feliz, rodeada de comodidades y de sueños, hasta que su belleza inflamó el deseo del gran dios Zeus. Y así, una tarde, mientras la hermosa muchacha miraba hacia el ocaso en la playa de Tiro, Zeus se acercó a ella trocado en un toro de majestuosa blancura y de cuernos brillantes y claros, como la luna creciente. Se tumbó al lado de Europa, sereno, calmado, y la muchacha, confiada, comenzó a acariciar su cuerpo, suave como una tela de Sidón.
Al cabo de unos instantes, confiada ya por completo, se sentó sobre el toro-Zeus, que permanecía tumbado, detenido, hospitalario. Europa se sintió cómoda y segura sobre la espalda de aquel animal apacible surgido de la nada; entornó sus negros ojos y pensó en el ocaso, en su padre Agénor y en las naves de Tiro que dibujaban en el horizonte su rumbo hacia el lejano Occidente, hacia la maravillosa ciudad de Cádiz, antesala de todos los misterios del Océano.
Mas, de pronto, el toro se alzó del suelo y se lanzó hacia el mar con la muchacha asida a sus resplandecientes cuernos. Nadie oyó sus gritos, acallados por el estruendo de las olas que, poco a poco, lejos ya de la orilla, iban cambiando la espuma nevada de sus crestas por el profundo azul que la soledad contagia. Navegando sobre el toro, desafiando el amenazante y eterno movimiento del mar inmenso, Europa llegó a una isla, pedazo de una tierra que, sin saberlo ella, habría de llevar su nombre para siempre.
Sobre la isla de Creta, al lado de la ciudad de Gortina, Zeus y Europa se unieron junto a una fuente, a la sombra de unos árboles que, desde aquel día, no volvieron a perder sus hojas. De aquel encuentro en la tierra en que habría de florecer la primera civilización europea, nacieron los primeros hijos de Europa: Minos, Sarpedón y Radamantis. Con ellos comienza la historia de todos nosotros.
Aquella mujer inmigrante, raptada por un dios enamorado, desafió el mar para llegar a una tierra que, desde entonces, nunca volvió a ser la que había sido. Una parte del mundo lleva hoy su nombre: Europa, “la de ancho rostro”.
Europa es hoy una tierra ancha, acogedora, en la que caben aquellos que, desafiando todos los peligros, siguen llegando a ella, altivos, agotados, aferrados con rabia al toro de sus sueños.