Atenas

acropolis atenas
Acrópolis de Atenas. Desde la Pníx la vista es verdaderamente impresionante.

El anciano llegó pronto a la colina de la Pnix, pues quería contemplar Atenas desde aquel lugar en el que se reunía la asamblea de todos los ciudadanos. Había cruzado el ágora temprano, cuando todos los comerciantes, los vendedores y los artesanos estaban preparando sus puestos. Un extraño silencio, una tranquilidad especial envolvía los edificios que, a la luz del amanecer, parecían despertar del mismo sueño que los hombres.
Desde la tribuna de oradores de la Pnix los templos de la acrópolis, que parecían vigilar todo el espacio, atraían su mirada como cuerpos vivos, y las estatuas de los frontones del Partenón le parecían, aún vistas desde aquella distancia, de carne y hueso. Atenas se extendía debajo de su acrópolis, protegida y segura, replegada sobre la belleza de aquellos edificios cuya contemplación reconfortaba su espíritu.
Entonces vinieron a su mente las palabras que Pericles había pronunciado muchos años antes:
“Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación. No utilizamos la riqueza como pretexto para vanagloriarnos...”
Aquellas palabras resonaron en su imaginación e hicieron que sus pasos se detuvieran un momento, mientras pensaba en su patria, lejana, y sentía, con una intensidad creciente, cómo una suave tristeza lo iba invadiendo. Se sentó en el borde de la cuesta y miró hacia el ágora. La gente empezaba a llenar sus calles: podía oír el eco de lenguas diferentes que, como músicas desconocidas y turbadoras, iban llenando el espacio. Gentes de todas partes del mundo poblaban las calles de Atenas en aquel día luminoso. Gentes venidas de oriente y occidente, de rasgos afilados, de pieles oscuras y ojos profundos, de miradas torvas y ademanes delicados.
Su nostalgia aumentó al recordar de nuevo la lejana y brumosa tierra de sus antepasados, tan distinta de aquella radiante y ardiente Atenas, y sus ojos se entornaron un poco, como para contener la melancolía.
Qué pequeños parecían los hombres vistos desde aquella colina, y qué frágiles; qué expuestos a la cólera y los engaños de los poderosos. Mas, contemplados desde la Pnix, desde el templo de la democracia, todos parecían iguales. ¡Qué insignificantes eran sus diferencias y qué grandes sus similitudes!
Comenzó a bajar la cuesta y se dirigió hacia los propíleos, el pórtico de la acrópolis. Era un lugar que le encantaba, en el que podía pasarse horas y horas contemplando las mismas columnas, los mismos tejados adornados y brillantes. Entonces, otras palabras de Pericles lo asaltaron. Eran palabras que no había tenido nunca presentes en sus pensamientos y que, en realidad, no había evocado nunca. Sin embargo, aquella mañana emergieron con fuerza desde la profundidad de sus recuerdos:
“La tierra entera es la tumba de los hombres ilustres. Su recuerdo pervive. Es un recuerdo no escrito que vive más en los sentimientos que en la realidad de una tumba”.
Entonces la emoción lo embargó por completo. Sintió la vigencia incontenible de aquellas palabras, su validez eterna y, con los ojos nublados por las lágrimas, se entregó al goce de la vida en aquella ciudad mestiza, luminosa, eternamente viva.

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