Nostalgia

Palmira. Siria. El valle de las tumbas
Al amanecer, el cielo y la tierra se funden en una misma luz en el Valle de las Tumbas de Palmira.

A todos, con frecuencia, nos aborda la nostalgia. Repentinamente, como si los nublados recuerdos de un mundo distante nos asaltaran, una tristeza sutil ablanda nuestro corazón y hace que nuestros ojos se encojan, vencidos por una luz que no sabemos definir.
Los hombres siempre hemos sentido nostalgia, una palabra griega que nos evoca el dolor por un regreso imposible. Nostalgia es el sentimiento que poseyó a Ulises durante los veinte años que pasó combatiendo en Troya y vagando por el mar. Nostalgia por Ítaca, por su esposa Penélope y por el recuerdo de un hijo que apenas pudo conocer. Nostalgia por no poder regresar a un mundo del que formaba parte.
Eneas sintió nostalgia por Troya, la lejana ciudad cuyas murallas sólo fueron burladas por la inteligencia. En las noches pasadas en el lecho de Paris, también Helena sintió que su corazón se perdía entre los valles del Peloponeso y los olores fugaces de la tierra de Esparta. Cuando el fuego de su amor se fue marchitando, sintió la nostalgia de una tierra que, al cabo, perduró en su recuerdo más que el hermoso rostro de Paris.
Todo el que ha sido viajero, a pesar de su amor por los cielos hermosos, a pesar de su irrefrenable impulso por conocer el semblante y las lenguas de otros hombres, a pesar de su deseo por sentirse ciudadano de todos los mundos, ha sentido alguna vez nostalgia al recordar el olor de su hogar en invierno, el rostro de sus hijos dormidos al calor de los cuentos o el dulce sabor de unos labios perdidos ya en el bosque de la memoria.
Quienes se ven forzados a abandonar su mundo, quienes son obligados a huir de sus tierras o quienes viven en ellas acuciados por la necesidad, agobiados por el presente y olvidados por el futuro, también sienten una irrefrenable nostalgia que les punza el alma, como una herida.
Mas hay quien siente una nostalgia extraña por una tierra que desconoce, por un cielo que sólo puede intuir y por un mar tranquilo y transparente del que nace una luz que sus ojos no pueden esquivar. Es una nostalgia inexplicable que ataca a quienes, aun estando en el suelo de su patria, perciben que están lejos, como si no supieran dónde nacieron sus recuerdos.
Cuando esa nostalgia nos atrapa, el viaje es nuestra patria. Cada rincón del camino se nos aparece entonces como un rincón de nuestra casa; cada hombre o mujer que se nos cruza, parece nuestro hermano.
Todos venimos de otra parte. Todos sentimos nostalgia de un mundo que no sabemos que fue el nuestro. Todos somos inmigrantes llegados de un lugar por el que sentimos nostalgia en nuestros sueños.

Agustín García Calvo. In Memoriam

Agustín García Calvo. In Memoriam
Agustín García Calvo

Agustín García Calvo ha muerto. No pretendo hacer un homenaje a su figura (algo imposible, desde luego), sino dejar constancia de alguno de los recuerdos que guardo de él y, sobre todo, de la deuda que, personalmente, aún le debo.
Conocí a Agustín cuando era estudiante de Doctorado, durante los años setenta. El régimen de Franco estaba agonizando y el paisaje gris, de película en blanco y negro, que había teñido durante décadas cada rincón de nuestro país, comenzaba a llenarse de algún tímido color, un fleco apenas, desprendido de la luz de una esperanza que nos alimentaba a todos.
Estaba en el aula, esperando que D. Agustín García Calvo, el maestro del que se contaban mil anécdotas (algunas de ellas pintorescas) apareciera para comenzar un curso de doctorado titulado “Hipérbaton en latín”. Recuerdo muy bien la agitación con que esperaba ver a aquel hombre, represaliado por el régimen franquista, desposeído de su cátedra (junto con Enrique Tierno Galván, J. Luis López-Aranguren y Santiago Montero) por apoyar públicamente el movimiento de estudiantes en el año 1965. Eran otros tiempos. Tiempos difíciles en que la Universidad Complutense de Madrid, como las otras de nuestro país, solían poblar los pasillos y las aulas con los ecos de las voces de los sabios.
Miraba con frecuencia hacia la puerta del aula, nervioso, con el miedo de que, finalmente, aquel maestro al que admiraba sin apenas conocerlo, decidiera no ir a clase, pues las convenciones del mundo académico, entre las que se encontraban los horarios, nunca le merecieron demasiado respeto.
Por aquellos días yo me sentía ya un privilegiado. Había recibido clase de algunos profesores a los que, ya por entonces, consideraba como auténticos maestros: F. R. Adrados, M. S. Ruipérez, J. A. Lasso de la Vega, Luis Gil, Sebastián Mariné, Lisardo Rubio, A. Ruíz de Elvira…, pero me quedaba por escuchar a García Calvo, el hombre que tenía, además, la aureola de quienes se habían enfrentado, con sus ideas, al régimen franquista.
Cuando entró en el aula me quedé atónito. Vi a un hombre lleno de energía, vestido con un atuendo que parecía sacado de una película de John Ford, con dos trenzas deslizándose sobre sus hombros y una mirada casi ausente, como si estuviera contemplando un mundo que sólo él fuera capaz de percibir.
Recuerdo muy bien sus clases. Recuerdo muy bien la impresión que me causó su personalidad, su coherencia, su permanente estado de guardia para no contaminarse con nada que pudiera atraparlo dentro de un sistema que, hasta el último día de su vida, tuvo en él, en su pensamiento y en su obra, un sistemático e inasequible crítico.
Aunque nunca sentí por él la fascinación casi religiosa que ha atrapado a buena parte de sus seguidores y discípulos, su obra siempre me ha merecido mucho más que respeto. Y de toda ella, aunque sé que esto parecerá excesivo a más de uno, la traducción de la Ilíada sigue fascinándome hasta un extremo que no ha conseguido ninguna de sus otras obras.
He utilizado esa traducción permanentemente: en clase, en mis libros y artículos, en cursos y seminarios… y en lugares en los que parecía que no habría, ni siquiera, de entenderse. He sentido una emoción casi física al leer sus versos en los foros más dispares, en los lugares más inhóspitos, y he gozado de su compañía a diario. Nunca, ni en los primeros días de mi fascinación estudiantil por el mundo homérico, he tenido la certeza de leer al mismo Homero, salvo cuando he tenido delante de mis ojos los versos traducidos por Agustín.
En estos días tan cercanos a su muerte, he vuelto a leerlos en alto, tratando de atrapar en cada una de las palabras la música eterna, el ritmo inmortal del genio capaz de captar, con las recias y duras palabras del castellano, el alma inasible de los versos griegos.
Descansa en paz, Agustín, e intenta no poner patas arribas los usos y costumbres de la otra vida.