La amenaza de la democracia (III)

Claude Lorrain. Adoración del becerro de oro
Claude Lorrain. Adoración del becerro de oro

En este tercer artículo de la serie dedicada a estudiar las raíces de la crisis que nos atenaza, voy a tratar de explicar alguna más de las causas que, a mi juicio, han hecho entrar a nuestro país en un camino del que nos va a ser muy difícil salir. En el artículo anterior analizaba las amargas consecuencias de la desaparición de los estudios de humanidades de los planes de estudio, y cómo la irrupción en ellos de lo que he llamado “nuevas humanidades” ha asentado las bases de un nuevo tipo de sociedad en la que el ser humano ha sido desplazado del centro del sistema, arrinconado por los criterios que esas nuevas humanidades han considerado prioritarios.

El oro del becerro


La Biblia cuenta (Éxodo, 32) que los hebreos, poco después de salir de Egipto conducidos por Moisés, cometieron un acto de idolatría que irritó profundamente a Moisés y a su dios, Yahvé. Mientras Moisés permanecía en el monte Sinaí, a cuya cumbre había subido para hablar con Yahvé, los hebreos se sintieron solos, desamparados ante la ausencia del hombre que les había conducido hasta allí. Los días pasaban y el sentimiento de soledad se acentuó hasta tal punto que, reunidos ante Aarón, el hermano de Moisés, le pidieron que les construyera la imagen de un nuevo dios, pues Yahvé los había abandonado.
Aarón pidió que le entregasen el oro que llevaban (pendientes, anillos…), lo fundió y construyó con él la imagen de un becerro, al que los hebreos adoraron y en cuyo honor hicieron sacrificios.
Supongo que mis lectores saben cómo sigue este relato bíblico, vinculado con la aparición de los diez mandamientos. No es mi intención centrarme en él sino, como suelo hacer con cualquier otra narración mítica, en el fondo, en el sustrato que hace posible su misma existencia. La imagen, en efecto, del pueblo hebreo sintiéndose abandonado por su líder (Moisés) y por su dios (Yahvé) es, a mi juicio, muy ilustrativa, y evoca muy vívidamente la situación en la que nos encontramos hoy día.
En su maravilloso libro El miedo a la libertad, el humanista Erich Fromm explica con extraordinaria brillantez los riesgos a los que el ser humano se enfrenta cuando se siente solo (sin líderes ni dioses que lo tutelen y lo guíen), y se ve abocado a gestionar por sí mismo su propia libertad. Los hebreos, recién salidos de Egipto, se sintieron solos cuando Moisés se retiró para hablar con Yahvé, y, ante la perspectiva de marchar sin su líder hacia el futuro, sintieron tanto miedo que, inmediatamente, se procuraron un dios al que adorar, un nuevo dios que justificara su miedo y su desesperanza, como si la inexistencia de un líder en la tierra y un dios en el cielo les hubiera inundado de un sentimiento de insoportable orfandad.
En estos momentos, la sociedad occidental se encuentra en un momento difícil. Los valores que la han hecho prosperar en todos los sentidos, han sido puestos en cuestión y, en cierta medida, abandonados. Países de larga historia parecen haber olvidado de repente las razones que los hicieron grandes. Por otra parte, las creencias religiosas han perdido fuerza y ha prosperado un tipo de persona, religiosa sólo en apariencia, “no practicante” ni comprometida con los ritos o con las obligaciones impuestas por la religión.
La experiencia, el conocimiento, el rigor y, en suma, el humanismo (tal como lo habíamos entendido hasta la etapa final del siglo XX), han sido desplazados o situados en un segundo término. El criterio de lo útil, de lo práctico, se ha impuesto al amparo de una nueva tecnología, la informática, que ha cambiado radicalmente nuestra forma de vida y ha transformado el universo de las relaciones humanas.
En una palabra, hemos demolido la casa en la que habíamos vivido durante buena parte de nuestra historia. Y lo hemos hecho antes de construir otra nueva, antes de tener un sitio en el que, al menos, refugiarnos. Llevamos años viviendo al raso, sin poder protegernos del sol y de las heladas, mirando hacia un horizonte que no sabemos dónde está. En una situación así los bandidos prosperan.
Mas, poco a poco, el nuevo mundo, la nueva casa en la que habrán de vivir nuestros hijos y nuestros nietos, parece que empieza a vislumbrarse. Como los hebreos expulsados de Egipto, hemos comenzado a moldear un único dios al que adorar, al que seguir. Y, si se me permite el juego de palabras que da título a este artículo, nuestro nuevo y todopoderoso dios no es el becerro de oro, sino el oro del becerro. El dinero ha pasado de ser el poderoso caballero de Quevedo a ser la omnipotente divinidad en cuyo nombre todo es posible, todo es plausible, todo es legal.
Los nuevos sacerdotes de ese dios no tienen rostro ni viven en templos; habitan en las bolsas de Nueva York, Londres, Pekín…, en los locales de las agencias de calificación (Standard & Poor’s, Fitch, Moody’s), en los despachos de los bancos, en las cloacas de los edificios gubernamentales, en las redacciones de los periódicos, en las emisoras de televisión y en el lado oscuro de cada uno de nosotros. No entienden de sufrimiento ni de justicia, y no conocen otra obligación que acumular dinero, aunque a su alrededor el resto del mundo se desmorone poco a poco.
Estos son los sacerdotes que nos gobiernan,  los prelados adoradores del oro del becerro: los bancos, los “mercados” y quienes obedecen sus dictados como si se tratara de preceptos y mandatos de una nueva religión cuyo dios supremo, el dinero, no tiene rostro humano, pues el hombre ya no presta su semblante, como antaño, para forjar la imagen de los dioses.
En España, y en Europa, ese nuevo dios tiene nombre: Euro. Está prohibido abandonarlo, volverle la espalda, abdicar de su fe. Si alguno de los países europeos se atreve a plantearse abandonarlo, los sacerdotes, sus adoradores, amenazan con castigos terribles: el infierno de la pobreza, el calvario de la marginación, la condena a una eterna indigencia. Cualquier cosa antes que abandonar al dios Euro, pues sin él pronto declinaría el negocio de sus poderosos servidores.
En nuestro país, la religión del dios Euro parece haber calado hondo, pues, bajo la teatral mirada de quienes nos dirigen (que hablan de tragedia sin verter una sola lágrima) la cifra del paro aumenta cada día. El drama de familias enteras que no ingresan ya ni un solo euro para poder subsistir es claramente secundario frente al equilibrio de las cifras, frente a la austeridad en los presupuestos. Ninguno de los dirigentes de los grandes bancos ni, por supuesto, ninguno de los dirigentes políticos, sus monaguillos, está dispuesto a poner en cuestión la raíz de la desigualdad, la raíz de la injusticia de una religión que asume sin pestañear que los dirigentes de las grandes empresas ganen ¡mil veces más que sus empleados!, disfruten de pensiones de retiro propias de magnates y ni siquiera se planteen asumir ni una mínima parte del coste de una situación que, en grandísima medida, han provocado ellos mismos.
Predican la austeridad, como los Papas, desde los balcones de sus palacios. Congelan el salario mínimo, reducen el sueldo de los empleados públicos, cierran guarderías, suprimen subvenciones a centros de ancianos, a dependientes impedidos, y, poco a poco, van haciendo que el desánimo se adueñe de toda la sociedad y que la mayor parte de la gente acepte que la única manera de salir de la crisis es volver a una especie de estado de vasallos, basado en la aceptación de reformas retrógradas, salarios de miseria y trabajo propio de esclavos.
¿Qué hacer para frenar a estos nuevos reyes-sacerdotes? ¿Cómo puede pararse ésta lenta e inexorable muerte de la sociedad de los derechos que nuestros abuelos y padres forjaron a base de sangre y sudor? ¿Cómo sacar del poder a los adoradores del oro del becerro? ¿Hay esperanza?
La respuesta es, a mi juicio, una sola: democracia y educación. Mas ¿qué clase de democracia? ¿Qué clase de educación? ¿Una democracia como la que tenemos? ¿Un sistema educativo como el que tenemos?
Intentaré contestar a estas preguntas en el próximo artículo de esta serie.

Ejército

Hoy han llegado al campamento los cuerpos de los soldados caídos en el frente. Fueron sorprendidos en una emboscada perpetrada por ese enemigo invisible que no tiene cara, que golpea y se va, igual que una riada o un terremoto. Sobre la explanada donde se ofició la ceremonia religiosa, se escenificaron todos los gestos de dolor, toda la panoplia de frases hechas, de ritos funerarios previstos para cantar a los héroes muertos. Algunos ojos pugnaban con esfuerzo por alumbrar alguna lágrima, muestra física y explícita del dolor adecuado.
Todos contemplábamos la escena con la calma propia de soldados acostumbrados a los campos de batalla, a los escenarios en que la sangre se derrama a diario en un ciclo incesante, perenne, casi natural. Entre quienes fuimos sus compañeros el dolor apenas emite señales, no aparece poco a poco, sino que revienta de repente o, por el contrario, permanece oculto, apostado como una fiera entre la enmarañada maleza de nuestros sentimientos. Habituados a la muerte, contemplados siempre por quienes no saben muy bien si somos benefactores o enemigos, nuestro dolor está fondeado muy profundamente en la rada de nuestras emociones.
Entre las autoridades, los oficiales, los amigos y, quizá, los familiares, el dolor siempre parece más visible, como si les sorprendiera la muerte, como si acabaran de comprender que guerra y muerte, sangre y ejército, dolor y venganza son parejas estables, caras idénticas que identifican con la precisión de un retratista el aspecto sombrío de nuestra civilización.
Los muertos eran jóvenes, apenas unos niños. Se alistaron creyendo que su juventud les hacía inmortales, que la muerte se ceba con los otros, con los desesperados habitantes de estos mundos que nosotros mismos arrasamos. Algunos de ellos, extranjeros desesperados en busca del derecho de ciudadanía romana, deslumbrados por una soldada que en sus lugares de origen ni siquiera pueden imaginar, se alistaron en nuestro ejército, convencidos de que no tenían alternativa: el ejército y la guerra o la pobreza. La nada.
No puedo evitar un escalofrío de indignación cuando oigo los discursos de las autoridades expresando las opiniones oficiales que serán difundidas finalmente entre la gente. Hablan de atentado, de asesinato, de soldados muertos cuando desempeñaban una misión de paz. Nadie parece querer analizar por qué estamos aquí. Nadie parece preguntarse las razones por las que muchos de nosotros, nacidos en partes lejanas del mundo, nos alistamos en el ejército romano. Nadie parece estar dispuesto a aceptar que la razón no es el patriotismo, sino la desesperación.
Mañana seguiremos aquí, cuando el eco de lo que ha sucedido comience a debilitarse. En los rostros de los habitantes de este país seguiré viendo los mismos rasgos, las mismas señales que veía en los rostros de mis compatriotas en la lejana tierra en que nací: el olor de la pobreza; las huellas de la injusticia; el veneno de la desigualdad. El hambre.
Estos son los sentimientos artífices de todos los ejércitos. El patriotismo es sólo un lujo de los poderosos.

Virgilio: el humilde recuerdo de un genio

Neoptólemo, hijo de Aquiles, mata al anciano Príamo.
Vaso ateniense de figuras negras del siglo VI a. C., conservado en el museo del Louvre. Neoptólemo ataca a Príamo llevando de un tobillo al hijo de Héctor, Astianacte.
Con frecuencia siento que toda traducción es casi imposible, pues la traición al sonido de la lengua que uno pretende traducir es completamente inevitable. Podemos reproducir el significado de los textos que intentamos comprender, pero, inevitablemente, hacemos saltar por los aires el significante. Esta sensación es particularmente intensa cuando uno se enfrenta con la traducción de textos latinos.
No hay lengua más concisa que el latín. A veces sus palabras (cada una de sus palabras), hermosas en su extrema desnudez, expresan con la más deslumbrante nitidez lo que una frase entera en la lengua que pretende traducirlas. El latín es la lengua de un pueblo duro, austero, acostumbrado a resistir, a levantarse después de cada golpe.
Un poeta nacido muy cerca de Mantua elevó la proverbial concisión y austeridad del latín a esa cima, inalcanzable para la mayoría de los mortales, a la que sólo logran llegar los verdaderos genios. Y lo hizo casi de puntillas, sin ser consciente de que en cada uno de sus versos late, inimitable, el corazón de una lengua que hizo de la concisión, de la claridad, su razón de ser. Su nombre es Virgilio, y nació en el año 70 a. C.
Tenía ya cuarenta años cuando inició la tarea de componer su Eneida, una obra en la que no dejó de trabajar hasta el momento de su muerte. Tal como ha llegado hasta nosotros, la Eneida no pudo ser revisada por su autor, y tal como sabemos por los testimonios de Servio y Donato (comentaristas de Virgilio), en el momento de su muerte (acaecida en el año 19 a. C., a la edad de 51 años), Virgilio tenía el proyecto de invertir tres años en la corrección de la obra.
Instantes antes de morir, el poeta dio instrucciones para que su obra, a la que consideraba poco más que un boceto, fuera quemada. Afortunadamente para todos nosotros, Octavio Augusto, quien se la había encargado, lo impidió. Así pues, conservamos la Eneida contra la voluntad de su autor.
Virgilio fue enterrado en Nápoles, la ciudad en la que había vivido la mayor parte de su vida. La tradición nos dice que él mismo compuso el epitafio que fue grabado sobre su tumba, aunque es muy improbable que lo hiciera. Aun así,  sorprende por su sencillez y su modestia:
Mantua me genuit, Calabria rapuere, tenet nunc
Parthenope: cecini pascua, rura, duces. 
‘Mantua me dio la vida, Calabria me la arrebató. Ahora me posee
Parténope; canté a los prados, los campos, los héroes’.
Un epitafio escueto, austero y simple, de una extrema concisión. Sólo doce palabras en las que quedan reflejados los hechos más significativos de su vida: su nacimiento en Mantua; su muerte en Calabria y su sepultura en Parténope, el mítico nombre de la ciudad de Nápoles. La parte final alude a su obra: tres palabras que esconden las Geórgicas (‘prados’), las Bucólicas (‘campos’) y la Eneida (‘héroes’).
En sucesivos artículos mostraré a mis lectores algunos fragmentos de Virgilio y de otros poetas romanos (Ovidio, Horacio, Lucrecio, Catulo…) Basten como muestra del arte de Virgilio estos versos que relatan el final de Príamo, el poderoso rey de Troya.
Después de ser asesinado por Pirro (o Neoptólemo), el hijo de Aquiles, que lo arranca del altar para matarlo, Virgilio escribe:
Haec finis Priami fatorum, hic exitus illum
sorte tulit Troiam incensam et prolapsa uidentem
Pergama, tot quondam populis terrisque superbum
regnatorem Asiae. Iacet ingens litore truncus,
auulsumque umeris caput et sine nomine corpus. 
‘Éste fue el fin de Príamo, su destino; éste desenlace
le tocó en suerte: contemplar Troya en llamas,
ver Pérgamo derrumbada. Él, en otro tiempo señor
de tantas tierras y pueblos, monarca de Asia.
Un enorme cuerpo yace en la ribera,
la cabeza arrancada de los hombros.
Un cadáver sin nombre’.
(Eneida 2. 554 y ss.)
Quizá esta sencillez es la que cautiva a Antonio Colinas cuando en un poema de su obra Noche más allá de la noche escribe:
Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos
se clavan en los ojos de otro herido que escucha:
“grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio”.

Los cimientos del Humanismo

teatro Mileto
Vista parcial del teatro de Mileto. La ciudad de Mileto languidece hoy, rodeada de marismas por todas partes, hacen muy difícil visitarla.

El nacimiento del pensamiento racional


Los antiguos griegos utilizaban una palabra cuando querían referirse a lo que nosotros llamamos ‘pensamiento racional’. La palabra era λόγος (lógos). De esta palabra deriva nuestra lógica y toda esa caterva de términos más o menos técnicos que acaban en –logía, -lógico, –logo, etc. En realidad, con el uso de lógos en el sentido de ‘pensamiento racional’, ‘razón’, los griegos nos dieron una muestra realmente extraordinaria de su pensamiento interno, pues la palabra λόγος proviene del verbo λέγω, cuyo significado es literalmente ‘decir’. Así pues, la primera y más literal traducción de λόγος es ‘palabra’, lo que nos autoriza a deducir que para quienes inventaron tal término, la razón, el pensamiento racional, estaba profundamente unido a la palabra.
Ciertamente, siempre he creído que la palabra es el alma del pensamiento y, en ese sentido, he repetido muchas veces a mis alumnos la certera frase de L. Wittgenstein (Tractatus, 5.6): “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Pensamiento y palabra caminan de la mano a lo largo de la historia, especialmente en Grecia, pues la lengua griega se adapta a las necesidades del pensamiento quizá como ninguna otra.
Pero ¿por qué en Grecia? ¿Por qué allí?
Creo que hay varias razones que pueden explicar este hecho. La primera de ellas es la ausencia de libros sagrados y, en general, de sacerdotes que velaran por el acatamiento y cumplimiento de un cuerpo doctrinal único y fijo. Este hecho permitió muy pronto la libre circulación de las ideas, sin el ceñidor de una religión y un clero oficiales como en Egipto, por ejemplo.
La colonización, especialmente del Mediterráneo oriental, explica también este proceso. Por necesidades de distinto tipo, los antiguos griegos entraron en contacto desde el siglo VIII a. C. con multitud de pueblos diferentes, lo que les obligó (y les enseñó) a contrastar costumbres, religiones, teorías…, y, de paso, propició la aparición de conflictos sociales. En aparente paradoja, los conflictos sociales hicieron posible la intervención de los ciudadanos en la vida pública y favorecieron un ambiente creciente de libertad. En este ambiente se inició por primera vez la actividad política.
Finalmente, en una sociedad cada vez más compleja (como ocurre con la nuestra), en un mundo cuya cotidianeidad había cambiado para siempre, se hizo necesario un tipo de conocimiento que permitiera hacer ciertos cálculos (de navegación, por ejemplo) para los que ya no servían los antiguos adivinos. El pensamiento racional surgió por la necesidad de resolver problemas cotidianos de naturaleza muy diversa, y en todos los ámbitos: sociales (el Estado); políticos (la pólis); ciéntíficos (navegación, física…).
La ciencia y la libertad nacieron del mismo vientre, en el mismo suelo y en la misma época. Y, sin ruido, casi de puntillas, una expresión se abrió paso hasta aparecer con asiduidad en los textos de Heródoto, Platón o Jenofonte: τα ανθρώπινα (tà anthrópina) ‘las cosas humanas’ o, mejor, ‘lo humano’. Es un nuevo concepto que rápidamente se introduce, desde el ámbito religioso, en todos los contextos.

Una nueva forma de pensar


Así pues, en Grecia, especialmente en la costa de Asia Menor (actual Turquía) vio la luz una nueva manera de pensar basada en la razón y en el lenguaje (lógos), no en la imaginación (mýthos). Poco a poco se fue abriendo paso el concepto de individuo, que puso a los hombres en el camino de aceptar su propia responsabilidad, prescindiendo de la tutela de unos dioses que hasta entonces, habían estado omnipresentes.
No fue fácil, pues la responsabilidad individual y la libertad todavía hoy nos siguen produciendo un cierto miedo. Mas, a pesar de todo, a pesar de las enormes dificultades que entrañaba un mundo completamente desconocido y, repentinamente, vaciado de las explicaciones religiosas que habían dado sentido a todas las preguntas, algunos griegos fueron comprendiendo primero y acuñando después las palabras que habrían de alumbrar un mundo nuevo. Entre todas ellas, dos brillan, y siguen brillando, con una fuerza cada vez más poderosa.
La primera es φύσις (phýsis), una palabra muy compleja, que solemos traducir por ‘naturaleza’. Por primera vez se buscan y estudian las leyes de la naturaleza; comienza a percibirse que el mundo cambia constantemente y se entiende tal cambio como una generación: todo nace, surge, se desarrolla y muere, para volver a surgir de nuevo. La phýsis es todo aquello que se genera ante nuestros ojos, lo que las cosas son, independientemente de las apariencias y de los cambios. En muy poco tiempo, apenas un suspiro en términos históricos, la palabra phýsis designa todo aquello que permanece a través de los cambios.
Y en este momento, cuando el estudio de la naturaleza y sus leyes ocupa una parte principal de las preocupaciones y los anhelos de algunos griegos, esos mismos hombres, habitantes casi todos ellos de la Jonia asiática, de la costa de Asia menor, entienden que debe de haber también una ἀνθρωπίνη φύσις, una ‘naturaleza humana’, con sus propias leyes, sus propios cambios y su propia esencia. A partir de entonces comienza de verdad, en un sentido profundo, el humanismo, la corriente de pensamiento que habrá de impregnar hasta nuestros días buena parte de la esencia de nuestro pensamiento. ¿Hay una naturaleza humana? ¿Existe tal naturaleza a pesar de los cambios políticos, sociales y personales que el ser humano experimenta permanentemente? ¿Puede identificarse esa ἀνθρωπίνη φύσις, definir sus características, su comportamiento? ¿Puede preverse la naturaleza humana? Estas preguntas resonaron con frecuencia en las conversaciones, en los mercados, en las escuelas.
La otra gran palabra es ἀλήθεια (alétheia), ‘la verdad’. La verdad que antes era revelada por los dioses, parece ahora que puede conocerse sin ellos. La alétheia puede ser revelada al hombre a través no de los oráculos, sino del estudio y la razón, y puede hacer que conozcamos un mundo oculto desde siempre. El papel que en el mito juegan los dioses y los adivinos, lo juega ahora el σοφός, ‘el sabio’, esa clase especial de persona a quien se revela lo que permanece oculto a los demás. El sabio es el hombre que no se queda en la diversidad de las cosas o de los fenómenos, sino que es capaz de descubrir el principio (ἀρχή) que los constituye.
En este sentido, la palabra alétheia es muy expresiva pues, relacionada con el verbo λανθάνω ‘pasar desapercibido’ (igual que λόγος con el verbo λέγω), significa literalmente ‘lo que no pasa desapercibido’.
Así pues, en Grecia se produjo, sobre todo a partir del siglo VII a. C., un intento de sustitución del mýthos por el lógos, es decir, la voluntad de sustituir las narraciones mítico-poéticas por otras de naturaleza racional que intentaban explicar el mundo y al hombre no como fruto de los caprichos de los dioses sino como fruto de un orden, de un kósmos regido por leyes que se pueden descubrir y entender.
Éste es, a mi juicio, el origen del humanismo. Y por eso los primeros sabios son también los primeros humanistas.

Primeros sabios. Primeros humanistas


Los primeros sabios nacieron, sobre todo, en ciudades prósperas, transformadas por el comercio y habituadas a enfrentarse con los nuevos problemas: Éfeso y Mileto. No eran sólo filósofos, como los conoce la tradición, sino sabios, los primeros hijos del lógos, hombres preocupados por conocer la phýsis (no en vano Aristóteles los llama φυσικοί, es decir ‘físicos’), para quienes es posible acceder a la verdad (alétheia).
El primero de esos sabios fue Tales, de la ciudad de Mileto. Sabemos relativamente poco de él, a parte de algunos tópicos que se han transmitido desde antiguo. Uno de esos tópicos hace de él un típico sabio despistado, ensimismado en sus asuntos:
Igual que se dice también de Tales, que mientras estudiaba los astros y miraba hacia arriba, cayó en un pozo, y que una hermosa y graciosa esclava tracia se burló de que quisiera conocer las cosas del cielo y no advirtiera las que tenía al lado de sus pies. (Transmitido por Platón, Teeteto 174 a).
Sin embargo, el hecho que asentó su fama entre sus coetáneos fue la predicción de un eclipse de sol. Según parece, utilizó su conocimiento del eclipse para evitar el enfrentamiento entre los ejércitos medo y lidio, a punto de entrar en batalla, y logró que se retiraran asustados. Hoy sabemos que el único eclipse de sol ocurrido en Asia Menor en época de Tales tuvo lugar en el año 585 a.C., por lo que aquella batalla (¡abortada por un sabio!) es el primer acontecimiento histórico fechado con absoluta certeza.
Tales también mantuvo que la luz de la luna provenía del hecho de reflejar la luz del sol, y explicó correctamente las fases de la luna y los eclipses de ésta y el sol basándose en el movimiento de ambos. Los dioses no tienen sitio en su explicación de la φύσις.
Otro de los primeros sabios fue Anaximandro, también de la ciudad de Mileto, que vivió entre los siglos VII y VI a. C. Algunos de los escasos fragmentos que conservamos de sus obras me han resultado siempre asombrosos. En uno de ellos trata de dar una explicación de los terremotos sin acudir a Poseidón y sus caballos que, en su galopar permanente, agitan la tierra bajo sus cascos.
Anaximandro dice que la tierra, al disecarse por una excesiva sequedad o después de la humedad de las lluvias, se abre en grandes hendiduras por las que penetra desde arriba un viento muy fuerte y constante que, a través de ellas, produce un estremecimiento de los propios cimientos de la tierra. Esta es la razón por la que se producen terremotos en tiempo de evaporaciones o de excesivas lluvias. (Transmitido por Amiano Marcelino 17.7.12)
En otro texto, transmitido esta vez por Cicerón, se nos dice que predijo un terremoto:
Los lacedemonios fueron advertidos por el físico Anaximandro de que abandonaran la ciudad y las casas, y pasaran la noche preparados en el campo, porque era inminente un terremoto. En aquella ocasión la ciudad entera se derrumbó y la cumbre del monte Taigeto se desgajó como la popa de un navío. (Transmitido por Cicerón, Sobre la adivinación 1. 50. 112)
En la introducción a esta sección he incluido otro texto de Anaximandro en el que intenta dar una explicación del origen del hombre de una manera que me parece casi inaudita, teniendo en cuenta la época en que la formuló. No resisto la tentación de repetir tal texto:
Anaximandro dice que el hombre se generó de animales de otras especies deduciéndolo de que las demás especies se alimentan pronto por sí mismas, mientras que el hombre necesita de un largo tiempo de amamantamiento. Por ello, si el hombre hubiera sido al principio tal como es ahora, no habría sobrevivido. (Transmitido por Ps. Plutarco 2 (12 A 10).
La aparición de hombres como Tales y Anaximandro nos puso a todos nosotros en una senda que, desgraciadamente, hemos empezado a abandonar desde hace algún tiempo. Deslumbrados por el esplendor de la tecnología, seducidos por el poder del dinero y del bienestar material, hemos tomado otro camino, más llano, aparentemente más fácil.
La historia de los hombres que inventaron el humanismo (Tales, Anaximandro y otros de los que seguiré hablándoles) es la historia de una aventura épica, más deslumbrante aun que la aventura de los héroes homéricos, de quienes sabios como Heráclito de Éfeso se sentían muy alejados.
Ojalá su recuerdo pueda seguir alimentando la esperanza de un resurgimiento de las ideas basadas en la preponderancia del hombre y de la anthropíne phýsis frente al poder de los mercados, las cifras de la economía y las calificaciones de las Agencias de rating. Si no es así, el futuro será tan irreconocible como el rostro de un fantasma.

La circunnavegación de África (I)

mapa mundo eratostenes
El mundo, tal como Eratóstenes creía que era. Eudoxo de Cícico debía de tener este mapa en la cabeza (quizá no sólo en la cabeza) cuando planeó su viaje a la India.

La historia de Eudoxo de Cícico


Son muchas las hazañas que los antiguos realizaron en el mar. Cualquiera que haya navegado en alta mar a bordo de un velero sabe lo difícil que resulta avanzar en un medio en el que sólo hay un dueño y señor: el viento. Mi admiración por los hombres que se embarcaban hacia rumbos desconocidos, sin saber lo que les esperaba a lo largo de su ruta o al final de ella, con el principal afán de conocer el mundo en que vivían, sigue siendo infinita. Y no sólo la admiración, también la envidia.
En efecto, en un mundo como el que habitamos, en que todo parece estar a nuestro alcance, accesible, en el que la tecnología nos guía, nos marca el rumbo y nos indica nuestra posición con una precisión casi milagrosa, la fantasía del viaje, la inquietud por saber dónde estamos y si nuestra ruta ha sido alguna vez transitada, ha desaparecido en buena medida. Por eso los viajes de nuestros antecesores siguen ejerciendo sobre nosotros una atracción irresistible, como si supiésemos que el mundo que aquellos viajeros contemplaron se ha desvanecido para siempre.
Mas hay un lugar en el que las cosas sólo han cambiado superficialmente: el mar. Si alguno de nosotros desea experimentar sensaciones parecidas a las que debieron de sentir nuestros antepasados, el mar es el único lugar del planeta en que puede hacerlo, pues no se ha transformado, como lo ha hecho la tierra, irreconocible hoy para cualquiera de nuestros abuelos. En el mar no hay indicaciones, no hay “caminos”: sólo agua, viento, olas y estrellas en el cielo de la noche. Navegar contra el viento sigue siendo tan trabajoso como hace miles de años. Soportar las encalmadas, capear o correr los temporales, tan peligroso o tan estimulante como ha sido desde siempre.
Uno de los intentos viajeros más fascinantes de la Antigüedad es la circunnavegación de África. Desde muy antiguo, la necesidad de averiguar si África era una isla formó parte de los sueños de algunos hombres que, con suerte dispar, se empeñaron en intentar circunnavegar lo que, ciertamente, podía ser una isla gigantesca. Este deseo se tradujo en una serie de expediciones; tenemos noticias de algunas de ellas, de otras apenas sabemos nada.
Conocemos, por ejemplo, la historia de un tal Eudoxo, natural de Cícico, una ciudad situada en la Propóntide (actual mar de Mármara). Eudoxo vivió en el siglo II a. C., y su historia fue transmitida por Posidonio (contemporáneo de Eudoxo) y recogida por el geógrafo Estrabón, en el libro segundo de su Geografía. Según ese relato, Eudoxo llegó a Egipto en calidad de embajador durante el reinado de Ptolomeo VIII, que estuvo en el trono desde el año 146 hasta el 117 a. C. Bien admitido en la corte, procuró informarse con detalle de las navegaciones que tenían lugar a lo largo del Nilo y, seguramente, de otros muchos detalles relacionados con la navegación, pues, según dice Estrabón, “era admirador de las particularidades locales y no carecía de educación” (todas las citas que van entrecomilladas pertenecen a Estrabón, Geografía 2.3.4) .
Pues bien, estando Eudoxo en la corte egipcia sucedió que un hombre fue llevado ante la presencia del rey. Los guardias declararon que lo habían encontrado medio muerto en una playa como único superviviente de un barco que había naufragado, y añadieron que no sabían quién era ni de dónde venía, “pues no entendían su lengua”. Intrigado por la presencia de aquel desconocido procedente de tierras extrañas, Ptolomeo ordenó que le fuera enseñada la lengua griega, y lo puso en manos de los maestros más expertos.
Al cabo de un cierto tiempo, el desconocido relató que procedía de la India, desde donde había llegado navegando, que se había extraviado y que se he había salvado tras perder a sus compañeros por causa del hambre. Sin embargo, se mostró tan agradecido por el trato que le habían dispensado, que se declaró dispuesto a guiar hasta la India una expedición integrada por las personas que el rey tuviera a bien designar. Entre esas personas se encontraba nuestro Eudoxo, deseoso de participar en una expedición en la que estaba empeñado desde hacía tiempo.
Por lo demás, el empeño que Eudoxo demostró por intentar la circunnavegación de África y llegar directamente a la India estaba basado en el esquema geográfico elaborado por Eratóstenes de Cirene, el extraordinario director de la biblioteca de Alejandría que calculó con precisión extraordinaria el diámetro de la tierra en el siglo III a. C. En el mapa de Eratóstenes, que fue aceptado por muchos de los geógrafos de la época, el continente africano estaba representado en forma de un trapecio cuya base unía dos puntos situados al sur del río Lixo y del Cuerno del Sur, término éste que Estrabón emplea para designar el actual cabo Guardafuí, es decir, el vértice del llamado Cuerno de África.
Partió, pues, Eudoxo hacia la India. Nada dice Estrabón acerca del viaje, ni de la ruta seguida ni de las dificultades a las que, sin duda, debieron de enfrentarse sus miembros. Pero sí nos dice que a su regreso, Eudoxo traía una rica carga de perfumes y piedras preciosas, “algunas de las cuales son arrastradas por los ríos, mezcladas con guijarros, y otras permanecen enterradas, igual que líquidos solidificados parecidos a los cristales que se encuentran en nuestra tierra”. No pudo disfrutar de esta riqueza, sin embargo, pues toda ella le fue arrebatada por el rey, que se quedó con todo el cargamento.
Ahora bien, desde mi punto de vista, lo más interesante del relato que nos hace Estrabón sobre los viajes de Eudoxo, está en lo que ocurrió a continuación. En efecto, muerto el rey, fue sucedido por su esposa, Cleopatra III, quien envió de nuevo a Eudoxo con recursos aún mayores. Sin embargo, a su viaje de regreso “fue desviado por los vientos más allá de Etiopía”. Deambuló por tierras desconocidas ganándose a sus habitantes con habilidad, pues les daba frutos secos y pan a cambio de provisiones de agua y, sobre todo, guías que pudieran reconducir la expedición hacia la ruta de regreso a Egipto. Entonces, Estrabón escribe:
Descubrió Eudoxo un mascarón de proa hecho de madera, pecio de un naufragio. Tenía esculpido un caballo y averiguó que procedía de gentes que habían navegado desde el oeste. Lo cogió y, al embarcarse para la travesía de regreso, lo llevó con él. Cuando llegó de nuevo, sano y salvo a Egipto, […] llevó el mascarón al mercado, lo mostró a diferentes armadores y averiguó que procedía de Gadira. Ciertamente, mientras que los comerciantes de aquella ciudad fletaban grandes barcos, los pobres fletaban unos mucho más pequeños a los que llamaban ἵπποι (‘caballos’) justamente por el distintivo que llevaban en sus proas. Con estos barcos navegaban hasta el río Lixo, en Marusia, para pescar. Algunos de los armadores reconocieron el mascarón como perteneciente a un barco que, al navegar más allá del río Lixo, no regresó jamás. (Estrabón Geografía 2.3.4).
Este texto de Estrabón es extremadamente interesante, pues nos habla de una navegación que va mucho más allá de las necesidades de pesca. Los híppoi o ‘caballos’ faenaban en la costa atlántica de Marruecos (Marusia), junto a la desembocadura del Lixos (actual Lucas). Justamente aquí, los fenicios habían fundado una colonia llamada Lixus (otras veces llamada Lixa o, incluso, Lyns), al lado de la actual Larache. El propio Estrabón nos cuenta en otro lugar de su obra (Geografía, 17.3.8) que allí se encontraba la legendaria tumba que guardaba el gigantesco esqueleto de Anteo, el gigante que fundó en el estrecho de Gibraltar una ciudad a la que puso el nombre de su esposa, Tingis (actual Tánger).
Así pues, barcos de pequeño calado, llamados “caballos” navegaban desde Cádiz (Gadira) hasta la costa atlántica de Marruecos con intención de pescar ‘caballas’ entre otras especies de peces. Muy probablemente, algunos de ellos debían de continuar su navegación hasta el sur, probablemente con la intención de pescar en la zona del actual golfo de Guinea. Esta práctica explicaría que uno de esos barcos, el citado por Estrabón, se aventurara a navegar todavía más al sur, bien impelido por el viento, bien por cualquier otra razón, librando el cabo de Buena Esperanza para internarse en el océano Índico.
El texto de Estrabón nos muestra la aparición del pecio de un barco de Cádiz en el Índico, en una época anterior al siglo II a. C., aunque no podemos concretar la fecha del naufragio del ‘caballo’ gaditano. El hecho es que esta noticia hizo que Eudoxo imaginara, tal como cuenta Estrabón, que era posible hacer el periplo de África, así que volvió a su patria y, como tantos otros hombres prácticos y valientes de todas las épocas, después de invertir toda su fortuna en preparar la expedición, se hizo a la mar.
Partió de Cícico. Hizo escala en Dicearquia (la latina Puteoli, hoy Pozzuoli, al lado de Nápoles), Masalia (Marsella) y Cádiz, desde donde partió con “un gran navío y dos chalupas parecidas a las que utilizan los piratas, embarcó a jóvenes cantantes, médicos y artesanos y zarpó rumbo a la India impulsado por un viento constante del oeste”. Como suele suceder en este tipo de expediciones, el mar, el viento, el sol y el cansancio hicieron que la tripulación claudicase, pidiendo a Eudoxo tocar tierra. El barco embarrancó en una costa desconocida.
Refractario al desaliento, Eudoxo construyó una nueva chalupa (“semejante a un barco de cincuenta remeros”), con la que navegó hasta un lugar en que “los hombres eran de la misma raza que los etíopes y vivían en la frontera del reino de Bogo” (Geografía, 2.3.4). Muy probablemente Estrabón se refiere a Bocco I, rey de Mauritania, el rey que ayudó a los romanos en la guerra contra Yugurta.
En este punto, Eudoxo abandonó la idea de llegar hasta la India, dio media vuelta y “encontró una isla muy rica en agua y árboles, tomando nota de su posición”. Llegó, por fin sano y salvo de nuevo a Marusia, vendió la chalupa y fue por tierra al encuentro del rey Bogo, al que intentó convencer de que se hiciera cargo de  su expedición. Como tantos otros navegantes de todas las épocas, no tuvo éxito en esta ocasión, pues algunos consejeros del rey le inspiraron el temor de que el país podía ser fácil de atacar si se enseñaba el camino a extranjeros.
Según cuenta Estrabón, Eudoxo se pasó a territorio romano para terminar en Iberia donde, mostrando de nuevo su determinación, armó dos naves, una para navegar en alta mar y otra para navegar costeando, con la intención de llegar hasta la India. Cargó en las naves herramientas agrícolas y semillas, pues tenía la idea, si la navegación se alargaba, de invernar en la isla que había anotado en su anterior viaje.
En este punto Estrabón nos dice que Posidonio interrumpe su relato, de manera que no sabemos si los planes de Eudoxo llegaron o no a cumplirse. Lo que sí sabemos es que Posidonio, tal como nos dice Estrabón más adelante, creyó en la veracidad de este relato, y que (como creen algunos autores) el propio Posidonio podría haberse encontrado en Gadira en el momento en el que todavía no se sabía el resultado final del segundo viaje de Eudoxo. También consideraron veraz el relato Pomponio Mela (3. 90-92), el geógrafo romano oriundo de Algeciras y contemporáneo del emperador Claudio, y el propio Plinio (Historia Natural, 2. 169).
El hecho es que estos textos nos hablan de un mundo en el que la navegación formaba parte ya de las gestas de los hombres. Parece que Eudoxo no logró circunnavegar África, pero su fracaso, si es que puede llamarse así, no empequeñece en lo más mínimo su inquebrantable voluntad ni su valentía.
Ciertamente, muchos estudiosos creen (y lo expresan en sus escritos, algunos de ellos muy recientes) que la circunnavegación de África es un acontecimiento protagonizado por los navegantes portugueses del siglo XV, y que el mundo antiguo no pudo conocer tal gesta.
En el siguiente artículo intentaré demostrar que se equivocan y que, mucho antes que Eudoxo, algunas naves fenicias circunnavegaron el continente africano.