Ejército

Hoy han llegado al campamento los cuerpos de los soldados caídos en el frente. Fueron sorprendidos en una emboscada perpetrada por ese enemigo invisible que no tiene cara, que golpea y se va, igual que una riada o un terremoto. Sobre la explanada donde se ofició la ceremonia religiosa, se escenificaron todos los gestos de dolor, toda la panoplia de frases hechas, de ritos funerarios previstos para cantar a los héroes muertos. Algunos ojos pugnaban con esfuerzo por alumbrar alguna lágrima, muestra física y explícita del dolor adecuado.
Todos contemplábamos la escena con la calma propia de soldados acostumbrados a los campos de batalla, a los escenarios en que la sangre se derrama a diario en un ciclo incesante, perenne, casi natural. Entre quienes fuimos sus compañeros el dolor apenas emite señales, no aparece poco a poco, sino que revienta de repente o, por el contrario, permanece oculto, apostado como una fiera entre la enmarañada maleza de nuestros sentimientos. Habituados a la muerte, contemplados siempre por quienes no saben muy bien si somos benefactores o enemigos, nuestro dolor está fondeado muy profundamente en la rada de nuestras emociones.
Entre las autoridades, los oficiales, los amigos y, quizá, los familiares, el dolor siempre parece más visible, como si les sorprendiera la muerte, como si acabaran de comprender que guerra y muerte, sangre y ejército, dolor y venganza son parejas estables, caras idénticas que identifican con la precisión de un retratista el aspecto sombrío de nuestra civilización.
Los muertos eran jóvenes, apenas unos niños. Se alistaron creyendo que su juventud les hacía inmortales, que la muerte se ceba con los otros, con los desesperados habitantes de estos mundos que nosotros mismos arrasamos. Algunos de ellos, extranjeros desesperados en busca del derecho de ciudadanía romana, deslumbrados por una soldada que en sus lugares de origen ni siquiera pueden imaginar, se alistaron en nuestro ejército, convencidos de que no tenían alternativa: el ejército y la guerra o la pobreza. La nada.
No puedo evitar un escalofrío de indignación cuando oigo los discursos de las autoridades expresando las opiniones oficiales que serán difundidas finalmente entre la gente. Hablan de atentado, de asesinato, de soldados muertos cuando desempeñaban una misión de paz. Nadie parece querer analizar por qué estamos aquí. Nadie parece preguntarse las razones por las que muchos de nosotros, nacidos en partes lejanas del mundo, nos alistamos en el ejército romano. Nadie parece estar dispuesto a aceptar que la razón no es el patriotismo, sino la desesperación.
Mañana seguiremos aquí, cuando el eco de lo que ha sucedido comience a debilitarse. En los rostros de los habitantes de este país seguiré viendo los mismos rasgos, las mismas señales que veía en los rostros de mis compatriotas en la lejana tierra en que nací: el olor de la pobreza; las huellas de la injusticia; el veneno de la desigualdad. El hambre.
Estos son los sentimientos artífices de todos los ejércitos. El patriotismo es sólo un lujo de los poderosos.

1 comentario:

Fernando dijo...

Es curioso como en la lejanía de los tiempos encontramos textos de una actualidad increíble.
Si a este escrito le cambiamos los nombres de ejércitos romanos por tropas de la ONU en misión de Paz, en Afganistán, y estamos leyendo una crónica de hoy en una ciudad cercana a Yeraz......y los condicionantes, los mismos aunque algo aminorados....