La historia de Eudoxo de Cícico
Son muchas las hazañas que los antiguos realizaron en el mar. Cualquiera que haya navegado en alta mar a bordo de un velero sabe lo difícil que resulta avanzar en un medio en el que sólo hay un dueño y señor: el viento. Mi admiración por los hombres que se embarcaban hacia rumbos desconocidos, sin saber lo que les esperaba a lo largo de su ruta o al final de ella, con el principal afán de conocer el mundo en que vivían, sigue siendo infinita. Y no sólo la admiración, también la envidia.
En efecto, en un mundo como el que habitamos, en que todo parece estar a nuestro alcance, accesible, en el que la tecnología nos guía, nos marca el rumbo y nos indica nuestra posición con una precisión casi milagrosa, la fantasía del viaje, la inquietud por saber dónde estamos y si nuestra ruta ha sido alguna vez transitada, ha desaparecido en buena medida. Por eso los viajes de nuestros antecesores siguen ejerciendo sobre nosotros una atracción irresistible, como si supiésemos que el mundo que aquellos viajeros contemplaron se ha desvanecido para siempre.
Mas hay un lugar en el que las cosas sólo han cambiado superficialmente: el mar. Si alguno de nosotros desea experimentar sensaciones parecidas a las que debieron de sentir nuestros antepasados, el mar es el único lugar del planeta en que puede hacerlo, pues no se ha transformado, como lo ha hecho la tierra, irreconocible hoy para cualquiera de nuestros abuelos. En el mar no hay indicaciones, no hay “caminos”: sólo agua, viento, olas y estrellas en el cielo de la noche. Navegar contra el viento sigue siendo tan trabajoso como hace miles de años. Soportar las encalmadas, capear o correr los temporales, tan peligroso o tan estimulante como ha sido desde siempre.
Uno de los intentos viajeros más fascinantes de la Antigüedad es la circunnavegación de África. Desde muy antiguo, la necesidad de averiguar si África era una isla formó parte de los sueños de algunos hombres que, con suerte dispar, se empeñaron en intentar circunnavegar lo que, ciertamente, podía ser una isla gigantesca. Este deseo se tradujo en una serie de expediciones; tenemos noticias de algunas de ellas, de otras apenas sabemos nada.
Conocemos, por ejemplo, la historia de un tal Eudoxo, natural de Cícico, una ciudad situada en la Propóntide (actual mar de Mármara). Eudoxo vivió en el siglo II a. C., y su historia fue transmitida por Posidonio (contemporáneo de Eudoxo) y recogida por el geógrafo Estrabón, en el libro segundo de su Geografía. Según ese relato, Eudoxo llegó a Egipto en calidad de embajador durante el reinado de Ptolomeo VIII, que estuvo en el trono desde el año 146 hasta el 117 a. C. Bien admitido en la corte, procuró informarse con detalle de las navegaciones que tenían lugar a lo largo del Nilo y, seguramente, de otros muchos detalles relacionados con la navegación, pues, según dice Estrabón, “era admirador de las particularidades locales y no carecía de educación” (todas las citas que van entrecomilladas pertenecen a Estrabón, Geografía 2.3.4) .
Pues bien, estando Eudoxo en la corte egipcia sucedió que un hombre fue llevado ante la presencia del rey. Los guardias declararon que lo habían encontrado medio muerto en una playa como único superviviente de un barco que había naufragado, y añadieron que no sabían quién era ni de dónde venía, “pues no entendían su lengua”. Intrigado por la presencia de aquel desconocido procedente de tierras extrañas, Ptolomeo ordenó que le fuera enseñada la lengua griega, y lo puso en manos de los maestros más expertos.
Al cabo de un cierto tiempo, el desconocido relató que procedía de la India, desde donde había llegado navegando, que se había extraviado y que se he había salvado tras perder a sus compañeros por causa del hambre. Sin embargo, se mostró tan agradecido por el trato que le habían dispensado, que se declaró dispuesto a guiar hasta la India una expedición integrada por las personas que el rey tuviera a bien designar. Entre esas personas se encontraba nuestro Eudoxo, deseoso de participar en una expedición en la que estaba empeñado desde hacía tiempo.
Por lo demás, el empeño que Eudoxo demostró por intentar la circunnavegación de África y llegar directamente a la India estaba basado en el esquema geográfico elaborado por Eratóstenes de Cirene, el extraordinario director de la biblioteca de Alejandría que calculó con precisión extraordinaria el diámetro de la tierra en el siglo III a. C. En el mapa de Eratóstenes, que fue aceptado por muchos de los geógrafos de la época, el continente africano estaba representado en forma de un trapecio cuya base unía dos puntos situados al sur del río Lixo y del Cuerno del Sur, término éste que Estrabón emplea para designar el actual cabo Guardafuí, es decir, el vértice del llamado Cuerno de África.
Partió, pues, Eudoxo hacia la India. Nada dice Estrabón acerca del viaje, ni de la ruta seguida ni de las dificultades a las que, sin duda, debieron de enfrentarse sus miembros. Pero sí nos dice que a su regreso, Eudoxo traía una rica carga de perfumes y piedras preciosas, “algunas de las cuales son arrastradas por los ríos, mezcladas con guijarros, y otras permanecen enterradas, igual que líquidos solidificados parecidos a los cristales que se encuentran en nuestra tierra”. No pudo disfrutar de esta riqueza, sin embargo, pues toda ella le fue arrebatada por el rey, que se quedó con todo el cargamento.
Ahora bien, desde mi punto de vista, lo más interesante del relato que nos hace Estrabón sobre los viajes de Eudoxo, está en lo que ocurrió a continuación. En efecto, muerto el rey, fue sucedido por su esposa, Cleopatra III, quien envió de nuevo a Eudoxo con recursos aún mayores. Sin embargo, a su viaje de regreso “fue desviado por los vientos más allá de Etiopía”. Deambuló por tierras desconocidas ganándose a sus habitantes con habilidad, pues les daba frutos secos y pan a cambio de provisiones de agua y, sobre todo, guías que pudieran reconducir la expedición hacia la ruta de regreso a Egipto. Entonces, Estrabón escribe:
Descubrió Eudoxo un mascarón de proa hecho de madera, pecio de un naufragio. Tenía esculpido un caballo y averiguó que procedía de gentes que habían navegado desde el oeste. Lo cogió y, al embarcarse para la travesía de regreso, lo llevó con él. Cuando llegó de nuevo, sano y salvo a Egipto, […] llevó el mascarón al mercado, lo mostró a diferentes armadores y averiguó que procedía de Gadira. Ciertamente, mientras que los comerciantes de aquella ciudad fletaban grandes barcos, los pobres fletaban unos mucho más pequeños a los que llamaban ἵπποι (‘caballos’) justamente por el distintivo que llevaban en sus proas. Con estos barcos navegaban hasta el río Lixo, en Marusia, para pescar. Algunos de los armadores reconocieron el mascarón como perteneciente a un barco que, al navegar más allá del río Lixo, no regresó jamás. (Estrabón Geografía 2.3.4).
Este texto de Estrabón es extremadamente interesante, pues nos habla de una navegación que va mucho más allá de las necesidades de pesca. Los híppoi o ‘caballos’ faenaban en la costa atlántica de Marruecos (Marusia), junto a la desembocadura del Lixos (actual Lucas). Justamente aquí, los fenicios habían fundado una colonia llamada Lixus (otras veces llamada Lixa o, incluso, Lyns), al lado de la actual Larache. El propio Estrabón nos cuenta en otro lugar de su obra (Geografía, 17.3.8) que allí se encontraba la legendaria tumba que guardaba el gigantesco esqueleto de Anteo, el gigante que fundó en el estrecho de Gibraltar una ciudad a la que puso el nombre de su esposa, Tingis (actual Tánger).
Así pues, barcos de pequeño calado, llamados “caballos” navegaban desde Cádiz (Gadira) hasta la costa atlántica de Marruecos con intención de pescar ‘caballas’ entre otras especies de peces. Muy probablemente, algunos de ellos debían de continuar su navegación hasta el sur, probablemente con la intención de pescar en la zona del actual golfo de Guinea. Esta práctica explicaría que uno de esos barcos, el citado por Estrabón, se aventurara a navegar todavía más al sur, bien impelido por el viento, bien por cualquier otra razón, librando el cabo de Buena Esperanza para internarse en el océano Índico.
El texto de Estrabón nos muestra la aparición del pecio de un barco de Cádiz en el Índico, en una época anterior al siglo II a. C., aunque no podemos concretar la fecha del naufragio del ‘caballo’ gaditano. El hecho es que esta noticia hizo que Eudoxo imaginara, tal como cuenta Estrabón, que era posible hacer el periplo de África, así que volvió a su patria y, como tantos otros hombres prácticos y valientes de todas las épocas, después de invertir toda su fortuna en preparar la expedición, se hizo a la mar.
Partió de Cícico. Hizo escala en Dicearquia (la latina Puteoli, hoy Pozzuoli, al lado de Nápoles), Masalia (Marsella) y Cádiz, desde donde partió con “un gran navío y dos chalupas parecidas a las que utilizan los piratas, embarcó a jóvenes cantantes, médicos y artesanos y zarpó rumbo a la India impulsado por un viento constante del oeste”. Como suele suceder en este tipo de expediciones, el mar, el viento, el sol y el cansancio hicieron que la tripulación claudicase, pidiendo a Eudoxo tocar tierra. El barco embarrancó en una costa desconocida.
Refractario al desaliento, Eudoxo construyó una nueva chalupa (“semejante a un barco de cincuenta remeros”), con la que navegó hasta un lugar en que “los hombres eran de la misma raza que los etíopes y vivían en la frontera del reino de Bogo” (Geografía, 2.3.4). Muy probablemente Estrabón se refiere a Bocco I, rey de Mauritania, el rey que ayudó a los romanos en la guerra contra Yugurta.
En este punto, Eudoxo abandonó la idea de llegar hasta la India, dio media vuelta y “encontró una isla muy rica en agua y árboles, tomando nota de su posición”. Llegó, por fin sano y salvo de nuevo a Marusia, vendió la chalupa y fue por tierra al encuentro del rey Bogo, al que intentó convencer de que se hiciera cargo de su expedición. Como tantos otros navegantes de todas las épocas, no tuvo éxito en esta ocasión, pues algunos consejeros del rey le inspiraron el temor de que el país podía ser fácil de atacar si se enseñaba el camino a extranjeros.
Según cuenta Estrabón, Eudoxo se pasó a territorio romano para terminar en Iberia donde, mostrando de nuevo su determinación, armó dos naves, una para navegar en alta mar y otra para navegar costeando, con la intención de llegar hasta la India. Cargó en las naves herramientas agrícolas y semillas, pues tenía la idea, si la navegación se alargaba, de invernar en la isla que había anotado en su anterior viaje.
En este punto Estrabón nos dice que Posidonio interrumpe su relato, de manera que no sabemos si los planes de Eudoxo llegaron o no a cumplirse. Lo que sí sabemos es que Posidonio, tal como nos dice Estrabón más adelante, creyó en la veracidad de este relato, y que (como creen algunos autores) el propio Posidonio podría haberse encontrado en Gadira en el momento en el que todavía no se sabía el resultado final del segundo viaje de Eudoxo. También consideraron veraz el relato Pomponio Mela (3. 90-92), el geógrafo romano oriundo de Algeciras y contemporáneo del emperador Claudio, y el propio Plinio (Historia Natural, 2. 169).
El hecho es que estos textos nos hablan de un mundo en el que la navegación formaba parte ya de las gestas de los hombres. Parece que Eudoxo no logró circunnavegar África, pero su fracaso, si es que puede llamarse así, no empequeñece en lo más mínimo su inquebrantable voluntad ni su valentía.
Ciertamente, muchos estudiosos creen (y lo expresan en sus escritos, algunos de ellos muy recientes) que la circunnavegación de África es un acontecimiento protagonizado por los navegantes portugueses del siglo XV, y que el mundo antiguo no pudo conocer tal gesta.
En el siguiente artículo intentaré demostrar que se equivocan y que, mucho antes que Eudoxo, algunas naves fenicias circunnavegaron el continente africano.
3 comentarios:
Profundo, claro, conciso, felicitaciones.
Siempre tan cautivadoras, esas gestas griegas. Gracias Bernardo por mostrárnoslas.
Gracias
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