Las costumbres hacen que nuestra vida se llene de recuerdos que, presentes a todas horas, llegan a formar parte de nosotros como si fueran una fracción de nuestra propia naturaleza. Nuestras costumbres nos acompañan en países lejanos y en ciudades desconocidas, y nos llenan de seguridad cuando, rodeados por otras gentes, nos vemos obligados a vivir en mundos que nos son completamente ajenos.
Mas también somos capaces de acostumbrarnos a cualquier cosa: a la paz y a la guerra; al día y a la noche; a la civilización y a la barbarie. Las mismas manos aman y matan; ahogan y acarician. El mismo hombre que ordena asesinar a la población enemiga, vencida e indefensa, contempla con el corazón encogido el rostro sin vida del amigo muerto en la batalla, como si se tratara de un ser completamente distinto, como si la costumbre de verlo, de entenderlo, de conocer sus miedos y sus esperanzas, de hablar su misma lengua, lo hiciera diferente a los enemigos muertos.
La costumbre encierra en su esencia una maldición: nos tranquiliza, mitigando el pánico que en otro momento llegó a sobresaltarnos, cuando no estábamos acostumbrados todavía a las causas que lo provocaban. La costumbre nos va eximiendo poco a poco del dolor y nos convierte en seres insensibles que no ven más allá de sí mismos, que no sienten más que su propio sufrimiento y no lloran más que por sus propias desgracias.
Cuanto más sabemos de las injusticias, más nos acostumbramos a ellas; cuanto más sabemos del sufrimiento de otros, mejor lo toleramos; cuanto más se nos repite que las víctimas inocentes son un mal inevitable, más nos acomodamos a convivir con ese horror. La información constante, omnipresente, mata nuestra capacidad de sorprendernos, de indignarnos ante las atrocidades de nuestros ejércitos y los desmanes de nuestros dirigentes o de nosotros mismos. La información, protagonista esencial de nuestra vida cotidiana, convierte en costumbre cualquier atrocidad, cualquier desgracia de los otros.
El robo y el saqueo son ya una costumbre política. Las atrocidades de los ejércitos forman parte de la costumbre de la guerra. El maltrato a que son sometidos los niños y las mujeres es una costumbre social. La pobreza, el hambre y la muerte son parte de la vida diaria de innumerables personas que, desde su nacimiento, están acostumbradas a sufrir. El cinismo y la desvergüenza de los dirigentes que, bajo el amparo de las leyes y la coartada de los votos de los ciudadanos, han convertido el suelo de nuestro país (y de nuestro planeta) en una interminable sucesión de feudos, se han convertido también en una costumbre aceptada e, incluso, deseada y ensalzada por el pueblo. Las costumbres nos convierten en seres insensibles.
Cada persona que sufre injusticia, cada persona privada del derecho a poner rumbo a la desconocida costa de la felicidad, necesita que nosotros, los que hemos arribado a esa costa hace ya tiempo, no nos acostumbremos a su sufrimiento. Si lo hacemos, si la costumbre convierte en natural la desdicha de los otros, nuestro mundo nunca dejará de ser un campo de batalla.
Y nosotros, los privilegiados que vivimos desde hace tiempo en la tierra de los vencedores, acabaremos por sufrir los mismos males que sufren los otros. Unos males de los que no sabemos defendernos.
A los que todavía no estamos acostumbrados.
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