Un nuevo curso

El mes de septiembre es agridulce. Las vacaciones terminan y, con ellas, la ilusión de una felicidad efímera que rompe las rutinas y aplaza las angustias hasta el otoño, ese preludio del invierno, que parece durar menos cada año.
Para un profesor, sin embargo, septiembre simboliza no sólo el retorno a las rutinas habituales sino, especialmente, el nacimiento de una nueva incertidumbre en la que se amalgaman los viejos proyectos inacabados y los nuevos, aún por empezar. Un nuevo curso: nuevos alumnos, nuevas inquietudes, nuevos rostros que, durante los primeros días de clase, emiten sonrisas expectantes, gestos que parecen leves señales de quienes aún no se saben náufragos, desamparados en una tierra que creen conocer.
Comienzo un nuevo curso. Sé muy bien los compromisos no escritos que tengo con los lectores de esta página web que navega con buen rumbo gracias no a mis esfuerzos sino a los de mi amigo Jorge Poyatos que, entre los perfumes de su jardín colgante del sur, pilota con mano de seda esta nave improbable.
Durante este curso seguiré tratando de mostraros una pequeña parte de lo que el mundo antiguo puede enseñarnos. Seguiré con el duro camino que los atenienses tuvieron que recorrer hacia una democracia que, en algunos aspectos, ha sido la única capaz de mantenerse fiel al significado de su nombre. Abriré la senda de los orígenes de Roma para confirmar, una vez más, lo que ya sabemos todos: las grandes civilizaciones, como todo lo que es capaz de perpetuarse más allá de su tiempo, son fruto de un árbol por el que transita savia ajena, savia venida de otras tierras lejanas, distantes, diferentes.
Seguiré, también, mostrando fragmentos de esos textos antiguos que, milagrosamente, han llegado hasta nuestro tiempo. Confío en que, al leerlos, seáis capaces de percibir el latido potente que se desprende de cada una de sus palabras, miserablemente traducidas por mí o por quienes son capaces de hacerlo mejor que yo.
Y, por supuesto, ahondaré en el Manuscriptum Parium con la esperanza de contaros el final de esa historia conmovedora protagonizada por Aurelia y Marco, dos de esos personajes a quienes escucharía ensimismado cada noche, a la luz de la luna, rodeado por el suave murmullo de las ondas del Egeo.
Seguiré, en fin, intentando construir ese puente imaginario entre el pasado y el presente, convencido de que el conocimiento de lo que ya ha sucedido puede ayudarnos a impedir que vuelva a suceder.
Comienzo también una nueva etapa en la radio, en RNE. Todavía no sé cómo, ni cuando intervendré en el programa El día menos pensado, pero confío en que, poco a poco, la radio pública, ésa que dicen que es de todos, se haga eco de alguna de esas noticias que, por así decirlo, se produjeron hace mucho tiempo y se siguen produciendo hoy. No hay nada como abrir el libro de la historia para comprender que todo lo que hoy se nos presenta como inevitable es, en realidad, perfectamente evitable.
Sólo el conocimiento nos hace verdaderamente libres.
Gracias, de corazón, a quienes habéis transitado por esta página. Gracias por deteneros unos momentos. Es todo un logro en una época como ésta, gobernada por la prisa, y por quienes pretenden que nuestro tiempo apenas nos permita leer resúmenes, notas, epítomes, encuestas, resúmenes…
Aquí el tiempo pasa despacio, con la calma de quien desea seguir leyendo con placer las palabras de los gigantes sobre cuyos hombros, sin saberlo, caminamos.
Permitidme que termine este prólogo citando un texto de George Santayana, un escritor casi desconocido, madrileño de nacimiento, formado en Harvard (donde llegó a ser profesor) y autor, entre otras muchas obras, de un libro titulado The Life of Reason, en cuyo primer volumen puede leerse:
El progreso, lejos de consistir en el cambio, descansa en la retentiva. Cuando el cambio es absoluto no queda persona alguna a la que mejorar y no se establece dirección para una posible mejora; y cuando la experiencia no se conserva, como entre los salvajes, la infancia es perpetua. Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. En la primera etapa de la vida la mente es frívola y se distrae con facilidad, no consigue el progreso por falta de constancia y consecuencia. Así son los niños y los bárbaros; su instinto no ha aprendido nada de la experiencia.
Cada una de estas palabras justifica el afán que permite la existencia de esta página.

1 comentario:

miguel dijo...

gracias y ánimo, maestro!