Homero, Ilíada, 5.330 y ss.

Afrodita hesiódica


En cuanto a los genitales de Urano, desde el momento en que los cercenó Cronos con el acero y los arrojó lejos de la tierra, en el tempestuoso ponto, fueron luego llevados por el piélago durante mucho tiempo. A su alrededor surgía del miembro inmortal una blanca espuma y en medio de ella nació una doncella... Afrodita la llaman los dioses y hombres, porque nació en medio de la espuma. (Hesíodo, Teogonía, 187 y ss.)


Afrodita homérica


En el comienzo del canto V de la Ilíada, Atenea enaltece el valor de Diomedes, que se lanza a la batalla provocando una gran mortandad entre los troyanos. La diosa ha convencido nada menos que a Ares, el dios masculino de la guerra, para que se retire del campo de batalla y deje que los combatientes se batan limpiamente. En ese momento Diomedes es herido por una flecha, pero consigue que Esténelo, un compañero, se la saque; entonces se pone a rezar a Atenea. La diosa le hace recuperar las fuerzas y le dirige unas palabras muy reveladoras, conminándolo a no enfrentarse con ningún dios de los que pudieran intervenir en la contienda. Mas no se trata de una advertencia absoluta pues, increíblemente, hay una significativa excepción:
“¡Ánimo ya, Dïomedes, a entrar con los Troes en brega!:
pues he destilado en tu pecho el paterno brío y la fuerza
[...] y, lo que tus ojos velaba, les he descorrido la niebla,
a fin de que reconozcas a dios o a hombre que veas;
así que ahora, si un dios aquí a tentarte se llega,
¡no muevas tú con los dioses inmoribundos contienda!
salvo una no más: si la hija-de-Zeus Afrodita a la guerra
viene tal vez, ¡a ésa de bronce agudo la hieras!”[1]
Diomedes se lanza al combate, donde, en medio de la refriega, se topa con Eneas[2], el hijo de Afrodita. Salta éste del carro de guerra dispuesto a terminar con Diomedes, pero el griego coge un peñasco descomunal, de esos cuyo peso sólo pueden aguantar los grandes héroes, lo blande y lo arroja contra el troyano. La piedra da en la cadera de Eneas que, con la vista nublada y la pierna prácticamente descoyuntada, cae de rodillas en tierra. Afrodita lo ayuda, lo cubre y lo intenta sacar del campo de batalla. Pero Diomedes no ceja, la persigue y se enfrenta a ella:
Pues de que ya por espeso tropel la iba alcanzando,
allí, arrojándose el hijo del gran Tudeo esforzado,
tirándole aguda azcona, la hirió somero en el brazo,
tierno de piel; [...]
[...] y quedó la divina sangre manando, 
llamada icor, que les mana a los dioses bienaventurados:
[...]
Conque ella, alzando gran grita, al hijo soltó de sus brazos.[3]
Afrodita no tiene el valor de defender a su hijo. Lo abandona, y lo salva Apolo, que detiene a Diomedes. Éste se dirige a la diosa:
“¡Retírate, hija de Zeus, de guerra y fieros asaltos!
¿No basta ya que a endebles mujeres andes burlando?
Pero, si tú en ésta te metes, cuenta me hago
que vas de guerra a temblar [...]”
Tal dijo; y ella turbada se fué, sufriendo gran daño.[4]
Pero Homero da un paso más al cerrar esta escena con la intervención de Zeus que, como corresponde a su jerarquía, coloca definitivamente a su hija en el lugar que le corresponde. En efecto, cuando la diosa, humillada, logra salir de la escena del combate corre al encuentro de su padre, confiada en que conseguirá su apoyo para la venganza. Mas, al llegar al Olimpo se echa primero en el regazo de su madre, Dione, que intenta consolarla recordándole otras afrentas de mortales a otros dioses. 
Durante todo el pasaje Afrodita aparece como hija de Zeus y Dione; no hay rastro de su nacimiento en el mar ni de la espuma de los cercenados genitales de Urano. Para Homero Afrodita no es, como lo era para Hesíodo, la diosa primigenia, anterior al propio Zeus, sino una de sus muchas hijas; una más, simplemente. El mito que nos ha transmitido Hesíodo en su Teogonía, no tiene sitio en los versos homéricos.
Zeus le responde:
“A ti, pequeña mía, no te son dados los trabajos de la guerra.
Ocúpate tú de los placenteros trabajos de boda
que de esto otro se ocuparán Ares impetuoso y Atenea”.[5]


[1] Ilíada 5.124 y ss.
[2] Eneas sobrevivió a la destrucción de Troya. Su destino, fijado para siempre por el poeta romano Virgilio en su Eneida, será fundar en la lejana Italia una nueva Troya. Esa nueva Troya será Roma.
[3] 5.334 y ss.
[4] 5.348 y ss.
[5] 5.428-430. En esta ocasión he preferido traducir yo mismo los versos en lugar de utilizar la traducción de García Calvo, que, sin duda mejor que la mía, me parecía menos clara.

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