La amenaza de la democracia (IV)

En los tres artículos precedentes he ido desgranando alguna de las ideas que, según creo, pueden ayudar a comprender el proceso que ha llevado a las sociedades avanzadas, como la europea, a una situación de crisis generalizada como la actual. En el último de esos artículos decía que la solución de esta situación (que en algunos países, como Grecia, empieza a ser casi de emergencia) pasa por la democracia y la educación.
En las líneas que siguen intentaré explicar las razones que me han llevado a esta convicción, aunque voy a detenerme hoy un poco en la historia moderna de Europa. No quiero alargar desmesuradamente la extensión de estos artículos. Ésta es la razón por la que los estoy publicando en una serie de la que éste artículo es la cuarta entrega. Confío en no alargarme mucho más y en no aburriros demasiado.

Del siervo al trabajador. La irrupción de la izquierda


Desde siempre, pero especialmente a partir de la gran revolución industrial del siglo XIX, la base del desarrollo económico y de la riqueza ha estado asentada en lo que conocemos por economía productiva. Por esta razón, el equilibrio político y social de los países occidentales se ha sustentado, desde finales del siglo XIX y principios del XX, en el pacto, más o menos explícito, entre quienes creaban riqueza invirtiendo su capital y quienes la producían, invirtiendo la fuerza de su trabajo. Esta oposición entre capital y trabajo ha conseguido equilibrarse a lo largo de los últimos cien años de la historia de Europa Occidental de una manera lenta y, a veces, dolorosa, basada en la mutua dependencia entre el capital y el trabajo, de manera que ambos han entendido que el modelo de crecimiento, de progreso y de generación de  riqueza y bienestar era imposible sin llegar a una cierta armonía entre las fuerzas del capital y del trabajo.
Naturalmente, tal equilibrio no se ha conseguido de manera voluntaria. Los poseedores del capital, miembros de las clases dominantes desde tiempos inmemoriales, no cedieron, como ha ocurrido en todas las épocas de la historia, parte de su poder sin graves disturbios sociales, protagonizados por trabajadores organizados en sindicatos que, conscientes de su posición clave dentro del esquema de la economía productiva, iniciaron en toda Europa una serie de movilizaciones reivindicativas que, en último término, están en la base de una de las conquistas más nobles de la humanidad: la desaparición del esclavo y el nacimiento del trabajador.
Los antiguos aristócratas, terratenientes, nobles y toda clase de poseedores de riqueza, no tuvieron más remedio que aceptar, a medio plazo, una situación que les era impuesta no por el hecho de que los antiguos esclavos estuvieran cargados de razón, sino porque sin la mano de obra, sin la fuerza del trabajo, toda economía productiva era imposible.
Los poseedores de las tierras, de las minas, de las fábricas, no aceptaron, pues, la nueva situación gracias a un proceso de reflexión que les hiciera asumir que la explotación del trabajo de esclavos era moral y éticamente inasumible; aceptaron la nueva situación porque, de no hacerlo, su posición política y social, y, especialmente, su riqueza, habrían de venirse abajo sin la participación de una mano de obra prestada por trabajadores con derechos, no por esclavos.
Sin embargo, no toda la nobleza europea fue capaz de entender este proceso inevitable. En la Rusia zarista los nobles llevaron la situación hasta el extremo, incapaces de comprender y aceptar que el esquema medieval, basado en la posesión de la vida, el cuerpo y el alma del siervo, había llegado definitivamente a su final. Mientras la mayor parte de la población moría de hambre, de frío o de enfermedades, en el palacio del zar y en las mansiones de los nobles el caviar se servía en cuencos de plata mientras la música vienesa llenaba de un eco incomprensible las heladas calles de San Petersburgo. Pocos nobles fueron capaces de prever la tempestad que, nacida de vientos que ellos mismos habían sembrado a lo largo de siglos de completa arrogancia, se les venía encima.
La revolución bolchevique de 1917 convirtió Rusia en la Unión Soviética. Todas las potencias occidentales se pusieron en guardia, especialmente Inglaterra, Francia y Alemania, alarmadas por la irrupción de un nuevo poder que amenazaba con exportar hacia occidente la revolución bolchevique. Ese nuevo poder fue canalizado a través de los partidos comunistas que, poco a poco, empezaron a penetrar en el sustrato ideológico de los nuevos trabajadores que, en toda la Europa occidental, se habían agrupado en torno a los llamados partidos socialistas.
La izquierda, aglutinada fundamentalmente en torno a las ideologías socialista y comunista, había echado raíces en toda Europa.

El capitalismo humano: la socialdemocracia y la democracia cristiana


El equilibrio entre el trabajo y el capital ha sido verdaderamente difícil e inestable a lo largo de toda la historia del siglo XX. En muchos aspectos, la búsqueda de este equilibrio me recuerda, salvando mucha distancia y no pocas disimilitudes, a otra búsqueda que, en realidad, estuvo presente siempre a lo largo de la historia de la antigua Roma. También fue la búsqueda de un equilibrio, el que inevitablemente debía producirse entre los patricios y los plebeyos romanos.
En el caso de la Europa del siglo XX, la necesidad de tal equilibrio vino impuesta, a mi juicio, por dos razones. Una de naturaleza económica; la otra política y social. Veamos.
No es posible, en efecto, una economía productiva sin la presencia del capital y del trabajo. La aparición de los partidos socialistas y de las organizaciones sindicales obligó a los patronos a llegar a acuerdos con sus trabajadores, que presionaron con el ejercicio de una nueva práctica letal para toda economía productiva: la huelga. En este sentido, las huelgas de los mineros en Gales, por ejemplo, y la aparición en el parlamento inglés del partido del trabajo (el actual Partido Laborista), modificaron para siempre el panorama económico no sólo de Inglaterra, sino de toda Europa. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial.
La otra razón (política y social, como decía) tuvo que ver con el miedo que en toda Europa occidental produjo la posibilidad de que la influencia del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) se extendiera, como una mala hierba, por todo el territorio de los países europeos. Tal miedo hizo que en el prólogo de la Segunda Guerra Mundial las potencias occidentales estuvieran dispuestas, incluso, a considerar a Hitler un mal menor frente a Stalin y el PCUS.
Así pues, una necesidad económica (aunar los intereses del capital y del trabajo como único medio de mantener una economía productiva) y otra política (evitar la penetración de las ideas comunistas propiciadas por el PCUS) hicieron que, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, se desarrollara en Europa una tercera vía política dispuesta a consagrar para siempre los derechos de los trabajadores a cambio de evitar, también para siempre, el peligro de los partidos comunistas y de una ideología que, a la luz  de los crímenes cometidos en la Unión Soviética por Stalin, debía desecharse por completo. Mis lectores saben que en la Historia rara vez de consigue algo “para siempre”.
Esta tercera vía, empero, tuvo dos versiones, ambas caracterizadas por una doble idea de base: de un lado, hacer desaparecer el rostro inhumano de un pasado caracterizado por el abuso de una nobleza política y militar que había sumido a Europa en un período terrible de hambre, explotación y guerras. Es la vía de la llamada Democracia Cristiana, surgida en el seno de la llamada doctrina social de la Iglesia y basada en la encíclica Rerum Novarum, publicada por el Papa León XIII en el año 1891. En torno a esta vía se agrupa, todavía hoy, la derecha europea.
De otro lado, hacer desaparecer también la práxis que caracterizaba al comunismo practicado por Stalin en la Unión Soviética. En una palabra, conseguir una dignificación de la izquierda, que hiciera olvidar en occidente el llamado “socialismo real”. Esta alternativa apareció en el seno del movimiento obrero y el socialismo, y aceptaba (y postulaba a la vez) que no existe conflicto entre la economía capitalista de mercado y lo que, a partir de entonces, comenzó a llamarse sociedad o estado de bienestar, siempre que el Estado tenga poder y medios suficientes para garantizar a todos los ciudadanos una amplia protección social. Ésta es la propuesta de la llamada Socialdemocracia.
Ambas corrientes tuvieron, como decía, una característica común: centrar todo su modelo en el ser humano; dignificar el concepto del hombre e intentar que todos los ciudadanos, fuera cual fuese su condición económica o social, viesen en el poder del Estado un halo protector, no opresor ni perseguidor. Por eso ambas corrientes hicieron de la democracia no sólo su bandera, sino su credo político irrenunciable.
La irrupción de la Democracia Cristiana acabó con la derecha fascista que, con algunas excepciones (España y Portugal) fue barrida del mapa político de la nueva Europa surgida de la Segunda Guerra Mundial.
La irrupción de la Socialdemocracia y su llegada al gobierno en algunos países europeos (especialmente los llamados países nórdicos) puso en dificultades a los partidos comunistas, que, ya desde 1956, cuando comenzaron a conocerse algunos contenidos del famoso “informe secreto” de N. Jrushchov en el seno XX Congreso del PCUS (en el que se denunciaban sin tapujos los excesos criminales de Stalin), se vieron gravemente heridos. En la medida en que la socialdemocracia parecía imponer su modelo, los partidos comunistas hicieron un último esfuerzo por sobrevivir, creando la famosa corriente “eurocomunista” que, en cualquier caso, sólo fue el preludio de su práctica desaparición de la escena política europea, polarizada entre estas dos grandes corrientes políticas: la socialdemócrata y la democratacristiana.
Éste ha sido, a grandes rasgos, el origen de la Europa moderna. Y la verdad es que la aplicación de modelos políticos basados en el respeto por el ser humano, y la creación de un Estado, llamado de bienestar, caracterizado por la extensión de los servicios sociales básicos (educación, sanidad, justicia) a todos los ciudadanos, han hecho de la llamada Europa Occidental un referente ético y moral en todo el mundo.
¿Qué ha ocurrido para que quienes se siguen llamando hoy socialdemócratas y cristianodemócratas hayan decidido renunciar a los principios que los hicieron nacer, primero, y triunfar, después?
¿Qué clase de ataque está haciendo tambalearse a la Europa que nuestros abuelos y padres crearon después de sufrir innumerables horrores en los campos de batalla, en los campos de exterminio, en las cárceles de Hitler o en los Gulags de Stalin?
La clase de ataque que Europa ha empezado a sufrir desde hace unos años es muy difícil de parar. No tenemos la suerte de poder mirar a los ojos de nuestro enemigo y combatirlo de frente. Es un ataque que tiene que ver con las leyes de la Historia y se dirige contra la democracia y la educación.
Intentaré explicarlo en el próximo artículo.

2 comentarios:

Fernando dijo...

Excelente análisis. El miedo a la extensión del comunismo alumbró la Democracia Cristiana y la Socialdemocracia. La desaparición de la Unión Soviética quitó el miedo a el capital y nos lo ha pasado a los trabajadores.
Echo en falta en tu análisis dos factores. La reconstrucción de una Europa destruida por dos guerras, y la exportación de la miseria y la devastación al tercer mundo.
Ya sabes que la guerra es la gran partera de la historia. Estoy convencido que si no existieran las bombas atómicas, ya estariamos en otra guerra mundial.
Nos queda como tú bien dices avanzar en la democracia y la educación. Ese es el nudo gordiano, la educación. Pero Einstein decía: "es mas fácil destruir un átomo que un prejuicio".

Alberto Hernandez Gainza dijo...

Desde luego, la explicación me parece excelente como casi todas las explicaciones del profesor B. Souviron. No obstante, creo que existe un factor no comentado por Bernardo que puede dar alguna luz adicional al hecho de la desaparición del esclavo o siervo absoluto y su conversión en el trabajador con dignidad y derechos, entre otros, el derecho a la cultura. Esto, a mi juicio, fue el descubrimiento del motor y todo el desarrollo cientifico que se produjo en torno a este hallazgo que pudo provocar la primera revolución industrial hacia 1820 y otras revoluciones industriales que se encadenaron hasta la revolución de la informática en la que estamos inmersos. A mi juicio, el siervo empezó a utilizar máquinas que hacían el trabajo más duro (los medios de transporte cambiaron radicalmente) y este empezó a usar la máquina como el amo le usaba a él. Esta situación humanizó al siervo y le hizo más consciente de su dignidad y derechos y, claro, de su importancia productiva. Paralelamente, el amo empezó a ver en la máquina un productor más útil que el esclavo y esto también humanizó al explotador. Así pues el catalizador del cambio que explica Bernardo pudo ser el avance de la Ciencia (el de la Termodinámica, electricidad, etc).
Algo que no comenta Bernardo y que a mi me parece clave es la guerra de Secesión americana de 1865 que supuso la abolición de la esclavitud y no fué causada por un movimiento obrero sino por toda la zona industrial del norte de USA la zona a la que llegó con más claridad el avance de la Ciencia y, que ya estaba industrializada. En este caso la abolición de la esclavitud no la realizaron obreros y sindicalistas sino el presidente USA Abraham Lincoln al que le siguieronn los ricos del norte pues este ya indicó en su campaña electoral su intención de abolir la esclavitud si era elegido, como así fué.
Por supuesto, Bernardo y otros amigos yo no estoy seguro de que lo anterior sea acertado pero esa es mi opinión basada desgraciadamente en pocos conocimientos historicos pues soy simplemente un profesor de Física.
P.D. Bernardo, por favor, enviame tu e-mail pues necesito hablar contigo y no puedo acerlo en tu Web en "contacto" porque no logro ver la clave que he de introducir (mi vista es mala)