De rerum natura


Lucrecio. De rerum natura

Habiéndote demostrado que las cosas no pueden nacer de la nada ni, una vez nacidas, ser devueltas de nuevo a la nada, no fuera a hacerte recelar de mis palabras la incapacidad de tus ojos para distinguir los elementos primeros, déjame citarte otros cuerpos cuya existencia material deberás admitir aun siendo invisibles.
La enfurecida fuerza del viento azota las olas, derriba naves enormes y dispersa las nubes; o bien, en arrebatado torbellino recorriendo los llanos, los siembra de grandes troncos arrancados de cuajo y sacude las cimas de los montes con su soplo, flagelo de las selvas: tal es su furor cuando silba estridente, de tal modo se ensaña con amenazante murmullo. Son pues, sin duda, los vientos cuerpos invisibles, que barren el mar, las tierras y, en fin, las nubes del cielo, llevándoselas a jirones en súbito remolino. Su curso, sembrador de ruina, no es distinto al de la muelle substancia del agua cuando irrumpe en desbordada corriente, y de lo alto de los montes se despeña, engrosado por las lluvias, un poderoso torrente arrastrando en confusión despojos de las selvas y troncos enteros, sin que los robustos puentes puedan aguantar el empuje del agua que baja: así, turbulento por los aguaceros échase el río contra los diques con fuerza irresistible, todo lo derriba con estruendo y bajo sus olas revuelve piedras enormes; arrolla cuanto a su curso se opone. De este modo deben también moverse los soplos del viento; donde se arrojan, cual poderoso río, todo lo trastornan y derriban ante sí con embate incesante; o bien, en revuelto remolino lo arrebatan raudos, se lo llevan en tromba. Por tanto, una vez más lo repito, los vientos son cuerpos invisibles, ya que por su carácter y efectos emulan a los grandes ríos, cuyo cuerpo es manifiesto.
Sentimos además los diversos olores de las cosas, sin que jamás los veamos venir a nuestra nariz, ni vemos la ardencia del calor, ni podemos con los ojos captar el frío, ni nuestra vista percibe las voces; y no obstante, todos estos objetos fuerza es que sean de substancia corpórea, dado que pueden impeler los sentido, pues nada puede tocar y ser tocado, si no es cuerpo.   
Se humedecen las ropas tendidas en la ribera donde rompen las olas, y se secan expuestas al sol. Mas, ni hemos visto de qué modo las empapó la humedad, tampoco cómo la ha ahuyentado el calor. Así pues, el agua se pulveriza en partículas que de ningún modo pueden captar nuestros ojos. Más todavía: al cabo de muchas revoluciones anuales del sol, la sortija con el uso adelgaza por dentro; gota que cae excava una roca; aunque de hierro, la corva del arado mengua imperceptiblemente en los surcos, Y en las calles vemos el enlosado de piedra gastado por los pies de la turba; asimismo, junto a las puertas, las estatuas de bronce dejan ver cómo adelgazan sus diestras por el tacto de tanta gente que las besa al pasar. Todas estas cosas disminuyen, pues, ya que las vemos gastarse; pero, qué partículas las dejan en cada momento, es una visión que nuestra mezquina naturaleza nos veda.
Por último, todo lo que el tiempo y la naturaleza aportan poco a poco a las cosas, forzándolas a crecer dentro de límites, no alcanzamos a verlo por más que agucemos los ojos; ni tampoco lo que los cuerpos pierden al envejecer y agostarse; ni lo que las rocas suspendidas sobre el mar, roídas por la mordedura de la sal, van perdiendo a cada momento. 
Invisibles son, pues, los cuerpos con que obra la Naturaleza.  
(Lucrecio, De rerum natura, 1.265-328)

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Texto nº 2
Cuando a los ojos hundida en vileza la vida humana
yacía por tierra, abrumada bajo el peso de la religión,
cuya cabeza asomaba desde las regiones celestes
amenazando a los mortales con su horrible mueca, 
un hombre griego osó rebelarse y alzar hacia ella sus ojos mortales.
No lo detuvieron ni la fama de los dioses, ni los rayos
ni el cielo con su amenazante bramido.
Al contrario, más excitaron el penetrante valor de su ánimo
y su deseo de forzar los apretados cerrojos 
que cierran las puertas de la naturaleza.
Su vigoroso espíritu triunfó y lejos
avanzó, más allá del llameante recinto del mundo.
Y el todo infinito recorrió con mente y ánimo.
De allí nos trae, victorioso, el conocimiento de lo que puede nacer, 
de lo que no, las leyes, en fin, que a cada cosa delimitan su poder,
y sus jalones, hondamente hincados.
La religión, por ello, sometida yace a nuestros pies 
y a nosotros la victoria al cielo nos iguala.
(De rerum natura, 1.62 y ss.)

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Texto nº 3
[...] Es necesario que los miedos del alma y sus tinieblas
los disipen no los rayos del sol ni los luminosos dardos del día
non radii solis neque lucida tela diei / discutiant
sino la observación de la naturaleza y la razón
sed naturae species ratioque.
De aquí nuestro primer principio parte:
Jamás cosa alguna se engendró de la nada por obra divina.
(1.146 y ss.)

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