El drama del exilio: Publio Ovidio Nasón

Ovidio. Estatua del poeta en Constanza, la antigua Tomi.
Ovidio, en el patio del Museo de Historia y Arqueología de Constanza, la antigua Tomi. En el pedestal de la estatua puede leerse el epitafio del poeta, que parece meditar sobre lo profunda que es, con frecuencia, la ironía de la historia: el lugar en el que tanto sufrió, hoy honra su memoria.
 I

El poeta Ovidio vio la luz en el mes de marzo del año 43 a. C. Por lo que sabemos, su vida transcurrió feliz hasta el año 8 d. C, el fatídico año en que Octavio Augusto, el primer emperador romano, lo desterró súbitamente. Hasta ese momento, su obra es un reflejo de su vida. Sus primeros títulos no hablan del pasado ni de gestas heroicas ni de los grandes personajes mitológicos, sino de un presente feliz, a veces embriagadoramente feliz, en donde predomina la alegría de vivir y una despreocupada percepción de los sucesos que, fuera del círculo del poeta,  estaban cambiando para siempre la historia de Roma.
Los títulos de sus primeras obras (Amores, El arte de amar, Remedios amorosos, Sobre la cosmética para del rostro femenino) dan fe de esa posición casi diletante del poeta, aparentemente ajena a la realidad que la ciudad de Roma vivía en los momentos de consolidación del poder de Augusto. Sin embargo, espoleado quizá por la fama  que ya consagraba a poetas como Virgilio u Horacio,  Ovidio acometió la tarea de escribir  otras obras, alejadas ya de la temática que había caracterizado sus primeros libros. Entonces aparece un poeta más reflexivo (Metamorfosis) e, incluso irónico (Fastos).
Mas, como decía al principio, Ovidio sufrió de repente un golpe despiadado que cambió por completo el resto de su vida. Tenía poco más de cincuenta años cuando Octavio Augusto ordenó su destierro a la aldea de Tomi (en la actual Rumania), junto al mar Negro, en territorio de Escitia, prototipo, para un romano como Ovidio, de una tierra salvaje.
En esa aldea desolada, rodeado por gentes extrañas que hablaban una lengua ininteligible, agobiado por un clima hostil y los recuerdos, con el ánimo roto ante la implacable resolución de Augusto (y de su sucesor, Tiberio), Ovidio escribió algunos de los versos más hermosos de la historia de la literatura. Como tantas otras veces, la desgracia personal, la conmoción del destierro, el sufrimiento, en suma, han producido lo que a mi juicio es una verdadera obra de arte: los versos del exilio, contenidos en dos obras: Tristia ("Tristes") y Ex Ponto (“Pónticas”).
Quizá para alguno de mis lectores sea ésta una afirmación exagerada, pues lo que la tradición recoge sobre Ovidio y su obra puede resumirse en una sola palabra: inmoralidad. En esto los ecos de la acusación en que se fundamentó su destierro han calado hondamente en los autores de todas las épocas. Porque, en efecto, Augusto desterró a Ovidio basándose en una acusación de inmoralidad y aportando para sostenerla una prueba decisiva: el Ars amandi o Arte de amar.
Pero ¿fue ésta, en realidad, la causa de una pena tan severa? ¿Tiene sentido que, en una sociedad como la romana, un escritor como Ovidio, una persona políticamente inofensiva, fuera desterrado a una aldea de la costa del mar Negro por el imperdonable delito de escribir una obra como el Ars amandi? En mi opinión, no.
Sin embargo, como decía antes, buena parte de la tradición considera a Ovidio un "inmoral". Tal afirmación se repite hasta la saciedad en la obra de muchos autores y, por supuesto, es considerada motivo suficiente (y justificado) para su destierro. El poeta aparece en muchos de estos estudios como un hombre aterrorizado que espera la inapelable sentencia del emperador cargado con el peso de la culpa.
Mas hace tiempo, especialmente desde los días en que impartía clase sobre Ovidio en la UNED, empecé a plantearme que los hechos que podíamos conocer de la vida del poeta no se correspondían con esta visión de la realidad. De hecho, la vida de Ovidio está muy alejada del contenido de su obra maldita, tal como él mismo afirma: "Mis costumbres, créeme, están muy lejos de mi obra. Mi vida es pudorosa, mi Musa, alegre" (Tristia, 1.353-54). Y unos versos más adelante (360), añade: "¿Acaso son guerreros quienes cantan feroces guerras?"
Así pues, él mismo nos dice que sus obras amatorias no son el fruto de la experiencia (357-350) sino de la imaginación. La tradición, empero, (especialmente hasta finales del siglo XIX), es casi unánime: Ovidio es un poeta fácil, autor de versos en los que predomina la erudición mitológica (Metamorfosis) y una excesiva tendencia a la perífrasis.
En relación con sus escritos desde el exilio se dice que son excesivos lamentos sobre sus desdichas o que “nunca pudo renunciar a su frivolidad natural ni a las seducciones mundanas”, como dice J. Bayet en su Literatura latina (Ariel, Barcelona, 1970, p. 306). Hasta tal punto la acusación de inmoralidad impuesta por Augusto ha hecho fortuna en la crítica moderna. En mi opinión, lo decía más arriba, los versos escritos desde el exilio son una muestra verdaderamente conmovedora del talento del poeta.
Mas si, como creo, la acusación de inmoralidad era realmente una excusa, un pretexto que oculta la razón real, ¿podemos saber esa razón, la causa del destierro irrevocable de Ovidio?
El lector comprenderá que se trata de un problema muy difícil de resolver, en relación con el cual creo que todavía no se ha dicho la última palabra. De hecho, estamos delante de uno de los asuntos más debatidos por la crítica de todos los tiempos pues, realmente, parece un verdadero misterio que el propio Ovidio alimenta cuando afirma: “una parte de mis desgracias conviene que muera conmigo. Ojalá pueda yo, con mi silencio, disimularla” (Tristes, 1.5.51-52).
En realidad, el mismo poeta nos define con sólo dos palabras los motivos de su desgracia: carmen et error, “un poema y un error”. Parece claro que el poema es el Arte de amar (en eso están de acuerdo la inmensa mayoría de los estudiosos). Desde luego tiene sentido que Augusto, decidido a restaurar la moral pública romana, castigase a un poeta que se había mostrado en los versos de su obra como obsceni doctor adulterii, “maestro del obsceno adulterio” (Tristes, 2.212). De hecho con estas palabras el propio Ovidio parece asumir que fue el único poeta de su tiempo que permaneció ajeno al tipo de moralidad encarnado por el emperador y difundido profusamente por la propaganda imperial y por las llamadas Leges Iuliae (“Leyes Julias”) sobre el matrimonio.
Sin embargo, soy de los que piensan que la dureza de la condena de Ovidio (un destierro del que nunca fue perdonado ni por Augusto ni por su sucesor, Tiberio) excede con mucho la gravedad de su delito. Más bien parece que los versos de su Arte de amar resultaron ser un oportunísimo pretexto para castigar, en realidad, ese error, esa equivocación fatídica que el propio Ovidio lamenta varias veces. En Pónticas 3.3.70-72 dice:
Ningún crimen late dentro de tu Arte.
¡Ojalá pudiera defenderme!
Tú sabes que otra cosa más grave es lo que te ha perjudicado.
Permítame el lector que me quede aquí. En un próximo artículo abordaré con calma qué fue esa “otra cosa más grave”, ese error que provocó la ruina de Ovidio. Ahora vamos a centrarnos en sus versos.

II

Así pues, en el año 8 d. C., en un momento en que Ovidio se encontraba en la isla de Elba, se abatió sobre él una sentencia inexorable dictada por el propio Princeps, Augusto. Tal sentencia condenaba al indefenso poeta a abandonar Roma de inmediato y a trasladarse a Tomi (o Tomos), actual Constanza, en la costa occidental del mar Negro (Ponto Euxino).

El mar Negro, congelado en invierno

El mar Negro, congelado en invierno.

El frío congela con frecuencia las aguas del Ponto Euxino (el "Mar Hospitalario") en invierno. Los ojos de Ovidio contemplaron en los días de su destierro el desolado aspecto de un mar que, para él, no fue hospitalario.
Quizá, ni la pena de muerte hubiera sido más dura. Para un ciudadano romano, abandonar su patria, a su familia y a sus amigos era peor que la muerte. Mas si, además, su destino era el gélido país de los getas, la ribera del Ponto, helada en invierno, el castigo se convertía en algo verdaderamente insoportable.
Ovidio tenía cincuenta y dos años de edad cuando recibió la noticia. Regresó inmediatamente a Roma y pasó allí su última noche en compañía de su familia y de sus más íntimos amigos. Al amanecer, se embarcó rumbo a un exilio del que no habría de regresar.
En la tercera elegía del libro primero de sus Tristes, evoca la última noche pasada en Roma. Es uno de los poemas más hermosos de toda la obra. Con toda probabilidad fue escrito durante el viaje hacia el Ponto, en alguna de sus tristes escalas, quizá (como cree algún autor) en un puerto del Epiro (actual Albania).
Permítame el lector que lo escriba también en latín para que, aunque no sea conocedor de la lengua latina, pueda percibir el ritmo, la belleza palpitante de estos versos:
Cum subit illius tristissima noctis imago,                1
qua mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum repeto noctem qua tot mihi cara reliqui,
labitur ex oculis nunc quoque gutta meis.
Cuando me asalta el tristísimo recuerdo de aquella noche
en la que viví mi último instante en la ciudad,
cuando recuerdo la noche en que abandoné todo lo que amaba,
todavía hoy una lágrima se desliza desde mis ojos.

Iam prope lux aderat, qua me discedere Caesar      5
finibus extremae iusserat Ausoniae.
Nec spatium, nec mens fuerat satis apta parandi:
torpuerant longa pectora nostra mora.
Ya estaba cerca la luz del día en que el César me había ordenado
dejar atrás los últimos confines de Italia.
Ni tiempo, ni ánimo tuve para poder prepararme:
una larga espera había paralizado mi pecho.

[…]

non aliter stupui, quam qui Iouis ignibus ictus        11
uiuit et est uitae nescius ipse suae.
Ut tamen hanc animi nubem dolor ipse remouit
Et tandem sensus conualuere mei,
Adloquor extremum maestos abiturus amicos,         15
Qui modo de multis unus et alter erant.
Quedé atónito, como quien herido por el rayo de Júpiter
vive y, a la vez, no sabe que está vivo.
Mas cuando mi propio dolor disipó esta nube de mi ánimo
y, al fin, el vigor volvió a mis sentidos,
a punto ya de irme, por última vez me dirijo a mis desolados amigos
que de muchos, apenas uno y otro eran.
Éste último verso (qui modo de multis unus et alter erant) es de un dramatismo conmovedor. El hombre que va partir al exilio ve que de sus muchos amigos, aquellos que en los tiempos felices estaban siempre a su lado, solo quedan unus el alter, literalmente “uno y otro”. Creo que sólo el latín, con su concisión casi dolorosa, puede expresar con tal sencillez el sufrimiento de Ovidio.
Mas la noche le da una tregua, un instante para ver por última vez el Capitolio, los edificios de la ciudad en la que ha sido feliz, los lugares sagrados habitados por dioses que quizá no le acompañen. Ovidio describe ese momento de calma con dos versos absolutamente maravillosos, que no pueden traducirse sin perder el ritmo, casi musical, casi sinfónico, de las palabras latinas:
Iamque quiescebant voces hominumque canumque,                  27
lunaque nocturnos alta regebat equos.
Ya callaban las voces de hombres y perros
Y la alta luna guiaba los caballos de la noche.
La luz, empero, el amanecer, llega implacable. Ovidio debe despedirse ya de Fabia, su esposa. Es un instante supremo, pues la aurora anuncia que la partida, el viaje hacia la muerte (pues no otra cosa es el exilio) no puede aplazarse más. Las palabras de Fabia son, quizá, de las más emocionantes que hayan podido escribirse nunca:
Tum uero coniunx umeris abeuntis inhaerens
miscuit haec lacrimis tristia uerba meis:                  50
“non potes auelli. Simul hinc, simul ibimus”. inquit,
“te sequar et coniunx exulis exul ero.
Et mihi facta uia est, et me capit ultima tellus:
accedam profugae sarcina parua rati.
Te iubet e patria discedere Caesaris ira,
Me pietas. Pietas haec mihi Caesar erit”.
Entonces, yéndome ya, mi esposa, aferrándose a mis hombros
mezcló con mis lágrimas estas tristes palabras:
“No pueden arrebatérteme. De aquí juntos, juntos partiremos.
Te seguiré. De un exiliado seré exiliada esposa.
Este viaje también para mí está hecho, también me toma el confín de la tierra.
Leve carga seré en esta nave prófuga.
La ira del César te ordena alejarte de tu patria.
A mí el amor. Este amor será mi César.”
Ya en Tomi, en la ultima tellus, Ovidio no pudo olvidar Roma. El recuerdo de la ciudad, de sus amigos y, especialmente, de su esposa, fueron marchitándolo poco a poco, mientras fue comprendiendo que nunca recibiría el perdón.
Voy a terminar este artículo con algunos versos de la elegía tercera del libro tercero de los Tristes. De nuevo es el recuerdo de Fabia lo que inspira al poeta. Cada vez que leo estos versos, a pesar del tiempo, a pesar de las veces que lo he hecho, la emoción acaba atrapándome.
Lassus in extremis iaceo populisque locisque,
et subit adfecto nunc mihi, quicquid abest.
Omnia cum subeant, uincis tamen omnia, coiunx,   15
et plus in nostro pectore parte tenes.
Te loquor absentem, te uox mea nominat unam;
nulla uenit sine te nox mihi, nulla dies.
Agotado yazgo en extremos lugares, en pueblos extremos,
y ahora, tan débil ya, todo lo ausente me asalta.
Mas, aunque todo me asalte, a todo vences, esposa,
y más que una parte de mi corazón posees.
A ti ausente te hablo, sólo a ti mi voz te nombra;
Ninguna de mis noches llega sin ti, ninguno de mis días.
[…]
Si tamen impleuit mea sors, quos debuit, annos,
et mihi uiuendi tam cito finis adest ,
quantum erat, o magni, morituro parcere, diui,
ut saltem patria contumularer humo?                                    30
[…]
tam procul ignotis igitur moriemur in oris,
et fient ipso tristia fata loco;
nec mea consueto languescent corpora lecto,
depositum nec me qui fleat, ullus erit; 40
nec dominae lacrimis in nostra cadentibus ora
accedent animae tempora parua meae;
nec mandata dabo, nec cum clamore supremo
labentes oculos condet amica manus;
sed sine funeribus caput hoc, sine honore sepulcri     45
indeploratum barbara terra teget.
Mas si mi suerte ha cumplido ya los años que debió
y el final de mi vida está ya tan cerca,
¿tan difícil era, grandes dioses, perdonar al que ha de morir
para que, al menos, fuera enterrado en el suelo de su patria?
[…]
Pero he de morir lejos, en costas desconocidas,
en un lugar que hará aún más triste mi destino.
Mi cuerpo no languidecerá en el familiar lecho
ni habrá nadie que por mí, dispuesto ya, llore.
Las lágrimas de mi esposa cayendo sobre mi rostro
no añadirán a mi vida un poco más de tiempo.
No habrá última voluntad ni, con la última llamada,
una mano amiga cerrará mis ojos desfallecientes.
Sin funerales, sin la honra de un sepulcro
una tierra bárbara cubrirá este cuerpo indeplorado.
Finalmente, Ovidio, desde la inmensa distancia, escribe como si estuviera mirando a su esposa, cara a cara, a los ojos, y le dirige estos últimos versos:
Parce tamen lacerare genas nec scinde capillos:
non tibi nunc primum, lux mea, raptus ero.
cum patria amisi, tunc me periisse putato:
et prior et grauior mors fuit illa mihi.
Nunc si forte potes –sed non potest, optima coniunx-                  55
finitis gaude tot mihi morte malis.
[…]
Ossa tamen facito parua referantur in urna:                   65
sic ego non etiam mortuus exul ero.
No hieras tus mejillas ni cortes tus cabellos:
No es ahora la primera vez, luz mía, que te he sido arrebatado.
Piensa que, en el momento en que abandoné mi patria, entonces perecí:
mayor, más grave muerte me fue aquella.
Ahora, si acaso puedes –sé que no puedes, ¡oh la mejor de las esposas!-
alégrate con mi muerte, pues es la muerte de todos mis males.
[…]
Haz que mis huesos regresen en una pequeña urna:
así, muerto, no seré ya un exiliado.
Todos los intentos llevados a cabo para conseguir el perdón de Ovidio fueron vanos. El poeta dejó de respirar un día del año 17 d. C. en Tomi, lejos de Roma, en la tierra de Escitia.
El esfuerzo de algunos hombres a lo largo de la historia y, también, la casualidad, han obrado el milagro, el increíble milagro, de que podamos hoy, dos mil años después, leer estos versos y sentir, como si fuera nuestro, el drama de Ovidio, el poeta desterrado, el hombre condenado a morir lejos de su mundo por un error del que nunca fue perdonado. Hago mío su epitafio (Tristia, 3.73-76).
El epitafio que él mismo pidió a su esposa que grabara sobre su tumba:
HIC EGO QUI IACEO TENERORVM LVSOR AMORUM

INGENIO PERII NASO POETA MEO

AT TIBI QVI TRANSIS NE SIT GRAVE QVISQVIS AMASTI

DICERE NASONIS MOLLITER OSSA CVBENT.

YO QUE AQUÍ YAZGO, CANTOR DE LOS TIERNOS AMORES,

SOY NASÓN EL POETA; POR MI INGENIO HE MUERTO.

MAS A TI QUE PASAS, QUIENQUIERA QUE SEAS, A TI QUE AMASTE,

QUE NO TE RESULTE MOLESTO DECIR:

HUESOS DE NASÓN, EN PAZ DESCANSEN.

10 comentarios:

Miguel Angel Garcia dijo...

Solamente decir gracias, por las gozosas noches en las que una vez abandonado la tertulia de los amigos, un tanto recalcitrantes con los acontecimientos de esta situación en la que estamos inmersos, solo me queda el placer de leerte y a continuación soñar... mil gracias Bernardo, y que los dioses mantengan tu frescura intelectual.

El EMO

Fernando dijo...

La emocion que te embarga en la relectura de estos versos, consigues transmitirnola a tus lectores.
En estos tiempos de vulgaridad intelectual y miseria moral, son un dulce balsamo.
Gracias.

Miguel dijo...

Gracias

Bernardo Souvirón dijo...

Hola Miguel Ángel: mil gracias también a ti y, especialmente, por tus palabras. Gracias de verdad. Un abrazo fuerte.

Bernardo Souvirón dijo...

Espero que, de verdad, esta página pueda ser un bálsamo. Como de costumbre, tus palabras me llenan de ánimo.

Alberto Goytre dijo...

Magnífico artículo, Bernardo. Me sumo al entusiasmo y la emoción Ovidianos. Deberíamos quizás organizar una peregrinación reparadora a la tumba del Nasón en Constanza, partiendo de Roma, para dejar junto a su tumba unas violetas, como las de Cernuda a Larra, o una bufanda para que se proteja del frío Ponto Euxino, como Valle Inclán en las noches de la Castellana.

José Ramón Fernández Gozález dijo...

No se me había ocurrido nunca buscar "Cum subit illius tristissima noctis imago", el poema más grande jamás escrito. Lo aprendí de memoria a los 17 años, cursando 6º de bachillerato. Gracias, Bernardo. Os he leído, a Ovidio y a ti con el corazón encogido por la fuerza dramática del poeta ante el destierro. ¡Y nuestras autoridades académicas suprimen el latín de los estudios de bachillerato y hasta en las Universidades, donde solo quedan residualmente 4 carreras de estudios clásicos en España! Si se les ocurriera leer un día este poema quizá pensasen de otro modo.

Juan Ramón Martín dijo...

Hola Bernardo, Acabo de llegar a tu página, a estos preciosos textos que nos ofreces, tras leer el poema "la muerte de Kavafis" de Francisco Martínez Morán en el que de modo tangencial se habla de la muerte de Ovidio. He sido muy feliz leyendo tu texto. Me ha emocionado pensar cuantas personas han abandonado su lugar forzados por una injusta y palmaria decisión. Muchas gracias

EDUARDO ROJAS MONEDERO dijo...

Te agradezco estas líneas vivas, de ayer hoy y mañana desde el exilio de mi desierto y mares.

Marta Bernarda dijo...

Ha sido un maravilloso encontrar, casi por azar, esta página. Soy cubana, dramaturga, actriz y directora de teatro. Justo ahora me encuentro enfrascada y febril escribiendo una nueva obra. El tema: Ovidio. A esta le preceden otras tres, así que será la ultima que escriba y lleve a escena sobre el gran poeta, el amado de todos. Sería un placer poder conversar con usted, ya que tenemos un mismo amor, las culturas griega y latina. Que grato compartir la belleza. Gracias por hacerlo.