En cuanto la oscuridad se espesaba, una multitud de historias y leyendas que nos contaban nuestros padres y nuestros abuelos se arremolinaba en nuestra mente; ante nuestros maravillados ojos, resucitaban épocas y civilizaciones muy antiguas; en torno nuestro se perfilaban mundos inmateriales y fabulosos… Y de repente, mientras los mirábamos fascinados, se encendían soles invisibles y los bañaban de luz como si formaran los decorados de un gigantesco teatro al aire libre, y entonces distinguíamos una multitud de héroes clásicos, de ilustres guerreros y de reyes mitológicos seguidos por sus ejércitos, sus pueblos, semidioses legendarios que para placer nuestro regresaban a habitar su palacio y su tierra, y repetían sus hazañas.
Su presencia nos encantaba, nos hechizaba, no nos aterraba nunca: estábamos acostumbrados desde nuestra más tierna infancia a vivir entre los monumentos dejados a su paso, las columnas de sus templos salpicaban nuestro país. En algunos rincones, al trabajar viñas y campos, los cultivadores descubrían trozos de estatua, jarrones, estelas funerarias, jarras llenas de monedas. No pasaba un solo año sin que se supiera que un campesino había desenterrado con su pico o su arado un esqueleto intacto en su tumba, y que había reunido piadosamente los objetos mortuorios y los presentes ofrecidos al difunto por sus allegados. En la escuela, los maestros nos decían que, a pesar de los milenios transcurridos, hablábamos la misma lengua que hablaban nuestros antepasados, nos llevaban a los museos para hacernos leer en los mármoles los decretos de la Asamblea del pueblo y las diferentes inscripciones, y comprobábamos que después de tantísimos siglos ni una sola letra de nuestro alfabeto había cambiado.
Los Antiguos no nos soltaban, por así decirlo, jamás; encontraban mil maneras de inmiscuirse en nuestra vida, de recordarnos su existencia. Al atardecer, en casa, cuando llegaba el momento de hacer los deberes para el día siguiente, su mitología y su historia nos daban mucho quehacer; nos ocupábamos de los grandes hombres políticos que habían gobernado sus ciudades, nos enredábamos en las querellas, las rivalidades y las maquinaciones de sus dioses. Mi padre cogía de una estantería a Esopo, Heródoto o Hesíodo, y comenzaba el control, la lectura o la recitación. Cuando me olvidaba de un nombre o me saltaba una línea, mi padre, para refrescarme la memoria, levantaba la vara de olivo que reservaba para este uso: delgada, flexible, cimbreante. Casi al mismo tiempo, desde las casas vecinas llegaban, consolándome un poco, los gritos y lloros de mis camaradas que sufrían tormentos semejantes a los míos, oía los pescozones y las broncas que acompañaban la descripción de la batalla de Maratón, el relato de la expedición de los Argonautas, los versos de la Ilíada.
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