Neoptólemo, hijo de Aquiles, mata al anciano Príamo.
Vaso ateniense de figuras negras del siglo VI a. C., conservado en el museo del Louvre. Neoptólemo ataca a Príamo llevando de un tobillo al hijo de Héctor, Astianacte.
Con frecuencia siento que toda traducción es casi imposible, pues la traición al sonido de la lengua que uno pretende traducir es completamente inevitable. Podemos reproducir el significado de los textos que intentamos comprender, pero, inevitablemente, hacemos saltar por los aires el significante. Esta sensación es particularmente intensa cuando uno se enfrenta con la traducción de textos latinos.
No hay lengua más concisa que el latín. A veces sus palabras (cada una de sus palabras), hermosas en su extrema desnudez, expresan con la más deslumbrante nitidez lo que una frase entera en la lengua que pretende traducirlas. El latín es la lengua de un pueblo duro, austero, acostumbrado a resistir, a levantarse después de cada golpe.
Un poeta nacido muy cerca de Mantua elevó la proverbial concisión y austeridad del latín a esa cima, inalcanzable para la mayoría de los mortales, a la que sólo logran llegar los verdaderos genios. Y lo hizo casi de puntillas, sin ser consciente de que en cada uno de sus versos late, inimitable, el corazón de una lengua que hizo de la concisión, de la claridad, su razón de ser. Su nombre es Virgilio, y nació en el año 70 a. C.
Tenía ya cuarenta años cuando inició la tarea de componer su Eneida, una obra en la que no dejó de trabajar hasta el momento de su muerte. Tal como ha llegado hasta nosotros, la Eneida no pudo ser revisada por su autor, y tal como sabemos por los testimonios de Servio y Donato (comentaristas de Virgilio), en el momento de su muerte (acaecida en el año 19 a. C., a la edad de 51 años), Virgilio tenía el proyecto de invertir tres años en la corrección de la obra.
Instantes antes de morir, el poeta dio instrucciones para que su obra, a la que consideraba poco más que un boceto, fuera quemada. Afortunadamente para todos nosotros, Octavio Augusto, quien se la había encargado, lo impidió. Así pues, conservamos la Eneida contra la voluntad de su autor.
Virgilio fue enterrado en Nápoles, la ciudad en la que había vivido la mayor parte de su vida. La tradición nos dice que él mismo compuso el epitafio que fue grabado sobre su tumba, aunque es muy improbable que lo hiciera. Aun así, sorprende por su sencillez y su modestia:
Mantua me genuit, Calabria rapuere, tenet nuncParthenope: cecini pascua, rura, duces.
‘Mantua me dio la vida, Calabria me la arrebató. Ahora me poseeParténope; canté a los prados, los campos, los héroes’.
Un epitafio escueto, austero y simple, de una extrema concisión. Sólo doce palabras en las que quedan reflejados los hechos más significativos de su vida: su nacimiento en Mantua; su muerte en Calabria y su sepultura en Parténope, el mítico nombre de la ciudad de Nápoles. La parte final alude a su obra: tres palabras que esconden las Geórgicas (‘prados’), las Bucólicas (‘campos’) y la Eneida (‘héroes’).
En sucesivos artículos mostraré a mis lectores algunos fragmentos de Virgilio y de otros poetas romanos (Ovidio, Horacio, Lucrecio, Catulo…) Basten como muestra del arte de Virgilio estos versos que relatan el final de Príamo, el poderoso rey de Troya.
Después de ser asesinado por Pirro (o Neoptólemo), el hijo de Aquiles, que lo arranca del altar para matarlo, Virgilio escribe:
Haec finis Priami fatorum, hic exitus illumsorte tulit Troiam incensam et prolapsa uidentemPergama, tot quondam populis terrisque superbumregnatorem Asiae. Iacet ingens litore truncus,auulsumque umeris caput et sine nomine corpus.
‘Éste fue el fin de Príamo, su destino; éste desenlacele tocó en suerte: contemplar Troya en llamas,ver Pérgamo derrumbada. Él, en otro tiempo señorde tantas tierras y pueblos, monarca de Asia.Un enorme cuerpo yace en la ribera,la cabeza arrancada de los hombros.Un cadáver sin nombre’.(Eneida 2. 554 y ss.)
Quizá esta sencillez es la que cautiva a Antonio Colinas cuando en un poema de su obra Noche más allá de la noche escribe:
Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojosse clavan en los ojos de otro herido que escucha:“grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio”.
2 comentarios:
Disfruté muchísimo leyendo La Enéida, aunque a decir verdad no fue la misma emoción que me produjo La Ilíada. Porque La Ilíada ha sido el libro que mayor emoción me ha transmitido nunca, y soy un lector habitual. Pero la sensación, el olor, y el sabor de lo antiguo es algo muy particular... casi inexplicable.
Bernardo, a usted le debo el disfrute de leer por primera vez a los grandes clásicos después de los 50 años. Usted nos metió el gusanillo del mundo antiguo desde "La Noche Menos Pensada". Ese gusanillo se alimenta y crece. Ahora mismo estoy leyendo un libro de Javier Reverte, "Corazón de Ulises", que recorre todo ese mundo homérico... Ahora, quisiera despedirme de usted, con los versos finales de un extensísimo poema que escribí después de haber leído La Ilíada. Desde el Sur de Tenerife, un abrazo profesor.
Doy gracias a los dioses
y a los aedos que cantaron
y guardaron la palabra,
a Homero que la escribió
y consiguió eternizarla,
por eso cuando leemos
cada una de sus hazañas,
vemos que aquellos héroes,
cada día están más vivos
en los cantos de La Ilíada.
Veo que la referencia es del año pasado, de todos modos me permito sugerirle la lectura de la Divina Comedia, con la actitud (como sugiere Borges) de una "momentánea suspensión de la incredulidad", y podrá comprobar que la Eneida es uno de los "hipertextos" más importantes del gran poema, en particular del Inferno (por otra parte nuestro amado Virgilio será el Guía del poeta hasta la cima del Purgatorio).
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