En las calles de los barrios de todas las ciudades pululan, igual que planetas perdidos en un cielo infinito, una multitud de niños sin patria, sin hogar, sin refugio. Sobreviven como pueden, asidos al paso de las horas y de las estaciones, condenados a crecer en un mundo que los contempla como una amenaza, como a los hijos ilegítimos de un universo sostenido por millones de atlantes cuyos hombros lacerados sangran bajo el peso de su desesperación.
Muchos se saben esclavos, hijos de esclavos. Otros lo son sin saberlo. Sus cuerpos son como los de nuestros hijos; sus deseos, infinitamente más sucintos. Sus sueños forman parte de lo que nuestros hijos desprecian cada día, y sus ojos están teñidos de una tristeza profunda, casi invisible. Tienen manos rasgadas, abiertas por el frío de la soledad.
Cuando contemplo a esos niños me pregunto si sobrevivirán a su niñez, si podrán vivir lo suficiente como para intentar abrir alguna de las puertas que los mantienen encerrados en ese mundo sombrío que habitan desde su nacimiento. ¿Qué salida, qué salvación puede ofrecerse a todos ellos, qué camino pueden transitar para contemplar, aunque sea sólo de lejos, el paraíso que se extiende más allá de las sucias calles en las que consumen su vida de prisioneros? ¿Qué dioses son sus dioses? ¿Qué padres son sus padres?
Como pequeños depredadores acechan en las esquinas o se ocultan entre las sombras de la noche. Sus presas, con frecuencia, están marcadas por las mismas desgracias que ellos, y hablan su mismo lenguaje: el idioma de todos los desgraciados, la jerga de los habitantes de un mundo infiel que les ha robado hasta el dolor de sus recuerdos. Ningún dios los invita a sus banquetes; ninguna diosa a su lecho. Ninguno de nosotros hace nada por alterar su destino.
La vida de estos niños sin nombre, sin padres ni familia, es la prueba viviente del fracaso de nuestro mundo. En los telares de oriente, en las minas, en las cocinas de las mansiones, en los campamentos de nuestros ejércitos, en los vertederos en que se pudren los deshechos de nuestra opulencia, en los prostíbulos y en las tabernas, un ejército de esclavos diminutos bulle sin desmayo. Cosen, pican, limpian, fabrican, trabajan sin vértigo para conseguir que la muerte no los arranque de la mísera vida que llevan a diario. Sonríen cuando comen. Tiemblan cuando el humor de sus amos descarga sobre ellos como una tormenta repentina. Sueñan con dioses benefactores que los abrigan mientras duermen.
Cada noche se refugian en alguna grieta, fría como una sombra. Calientan sus cuerpos con el calor de otros cuerpos, comparten el fuego de sus desgracias mientras se acurrucan junto al silencio de la noche.
Saben que, al alba, la luz del sol habrá de calentar una tierra en cuyo vientre nada crece para ellos.
1 comentario:
Vergüenza propia es lo que siento..Admiración por el profesor Souvirón, como siempre, y vergüenza. Soy capaz de conmoverme y después meterme en mi propia grieta de tibieza y sentido del humor..Tuve mi infancia, con las neurosis correspondientes, pero comía yogures. Si intentas ser cristiano, o ético, o humano tan sólo, piensa qué haces con tu vergüenza, que suponga siquiera un efímero alivio para alguno de ellos.
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