La amenaza de la democracia (II)

Platón y Aristóteles
Platón, el maestro, pasea con Aristóteles, el discípulo. Aquel sostiene en su mano un ejemplar de su Timeo. Éste, otro de su Ética. Este fragmento del cuadro de Rafael muestra, en todos sus detalles, la relación entre el maestro y el discípulo.

Al publicar la primera parte de este artículo decía que iba a tener dos partes. La verdad es que va a tener alguna más, porque deseo desarrollar el tema que me ocupa con toda la profundidad que merece, partiendo desde lo que entiendo que son sus raíces. Espero no cansar demasiado a mis lectores.
En el artículo anterior abordé algunas de las razones que, a mi juicio, están poniendo en riesgo los sistemas democráticos de Occidente. Soy perfectamente consciente de la complejidad que, frente a la democracia ateniense (integrada sólo por unos cuantos miles de ciudadanos) han ido adquiriendo las democracias occidentales, que deben asentarse sobre millones de ciudadanos.
Aun así, la esencia de la democracia ateniense, la pervivencia de los principios sobre los que se cimentaba y la necesidad, quizá hoy más que nunca, de los sistemas de control que establecía en relación con la gestión de los cargos públicos, siguen estando plenamente vigentes. De hecho, el abandono de estas prácticas ha hecho que la corrupción política se haya convertido en una costumbre, casi en una destreza practicada sin pudor por parte de una casta política que actúa fuera del control de los ciudadanos a los que representa.
Es difícil analizar las razones que han llevado a las democracias europeas  al punto de inflexión en el que se encuentran hoy y, desde luego, es muy difícil abordar en un trabajo como éste el complejo entramado que las explica. Pero sí voy a intentar explicar dos de ellas. Las dos razones que, a mi juicio, han influido decisivamente en el proceso que nos ha llevado a la situación actual.
Una de estas razones es bien conocida, y tiene que ver con la concepción moderna de la economía y del capitalismo. La otra, que posiblemente explica la anterior, tiene que ver con uno de los pilares de toda sociedad civilizada: la educación.
Permítame el lector que empiece por ésta.

Las leyes educativas en nuestro país


Soy profesor desde el año 1978. Durante mi vida he conocido tres planes de estudio. El primero de ellos, conocido como Plan de Estudios de 1957, es el que cursé como estudiante. Establecía unos estudios de bachillerato que duraban seis cursos, divididos en dos etapas, bachillerato elemental y bachillerato superior, a cuyo término (en cuarto y sexto curso) había que hacer dos exámenes de reválida. El ciclo de la que entonces se llamaba enseñanza media terminaba con el llamado curso Preuniversitario. Cuando un alumno de este Plan entraba en la Universidad, había realizado dos exámenes de reválida y otro más de acceso a los estudios universitarios (las famosas Pruebas de Madurez del Preuniversitario), después de haber cursado un bachillerato que se extendía a lo largo de siete cursos.
El Plan del 57 fue sustituido por la Ley General de Educación de 1970, promovida por  José Luis Villar Palasí, ministro de educación desde el año 1969. Viví el arranque de este nuevo Plan de Estudios a mediados de los años setenta como estudiante universitario de Filología Clásica, y recuerdo la preocupación que entonces sentimos muchos ante la sensible disminución de los estudios de letras (especialmente de latín y griego)  que la ley proponía.
A mi juicio, la LGE se basaba en estos pilares fundamentales:
1.- Una mayor duración de la enseñanza primaria, rebautizada por la ley como Enseñanza General Básica (EGB), que pasaba a ser obligatoria hasta los catorce años.
2.- Una drástica reducción de los estudios de un bachillerato que pasaba a llamarse Unificado y Polivalente (BUP). Los antiguos siete cursos del Plan del 57 (los seis del bachillerato más el preuniversitario) se veían reducidos a cuatro: tres de bachillerato (exactamente la mitad que en el Plan anterior) y un Curso de Orientación Universitaria (COU). Ni durante los muchos años que impartí clases de BUP en los Institutos de Bachillerato ni hoy día, cuando el BUP es apenas un recuerdo, he conseguido comprender por qué razón aquel bachillerato fue llamado “unificado”. Tampoco sé la razón que justificaba que el curso previo al ingreso a la Universidad fuera llamado de “orientación universitaria”.
3.- La creación de una red de Institutos de Formación Profesional (FP), que tendía a sustituir a las antiguas Escuelas de Artes y Oficios. De esta manera cada alumno, al terminar sus estudios de EGB debía elegir entre los Institutos de Bachillerato, cuya preparación era claramente preuniversitaria, y los de FP, que orientaban a los alumnos hacia el mundo del trabajo.
4.- Desde el punto de vista pedagógico la aportación clave de la LGE era el concepto de “evaluación continua”. Se intentaba hacer desaparecer la noción de  “examen”, con la carga negativa que parecía contener esta palabra, y sustituirla por la de “evaluación”. Para conseguirlo se encargaba a los Institutos de Ciencias de la Educación (ICE), dependientes de las Universidades, la impartición de un curso (obligatorio para todo licenciado que pretendiera ser profesor), en el que debía impartirse la nueva doctrina de la evaluación. Los aspirantes a profesores que lo superaran obtendrían un Certificado de Aptitud Pedagógica (CAP), sin el cual se hacía imposible el ejercicio de la profesión docente. Fue la primera vez que me puse en contacto con quienes, algunos años después, habrían de dirigir la educación en España: los psicólogos y los pedagogos.
5.- La drástica disminución de los estudios de humanidades clásicas, especialmente del latín y el griego. En el caso del latín, se mantenía como obligatorio sólo en el 2º curso de BUP. De esta manera, un alumno que elegía ciencias en el curso siguiente (3º de BUP) sólo estudiaba latín durante un año (dos en el Plan del 57). Los alumnos que elegían letras lo hacían durante dos cursos más: 3º y COU (tres años frente a los cinco del Plan del 57).
Los estudios de griego quedaban reducidos a dos años sólo para los alumnos de letras (tres en el Plan del 57).
Con la llegada al poder del primer gobierno socialista de Felipe González, se puso en marcha, de nuevo, una revolución del sistema educativo. Las razones que las nuevas leyes aducían en sus preámbulos eran muy parecidas a las que ya esgrimía la LGE: había que modernizar la sociedad española, había que equipararse a los países de nuestro entorno (¡siempre el mismo complejo de inferioridad!). En definitiva, los nuevos tiempos exigían un nuevo tipo de enseñanza. Para conseguirlo, el gobierno socialista impulsó fundamentalmente tres leyes: la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) en 1985, y la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990, que se referían a la Enseñanza Media (rebautizada de nuevo como Secundaria), y la Ley de Reforma Universitaria (LRU), de 1983, responsable directa de la situación definitivamente endogámica del profesorado universitario español.
La LODE es la ley que sostiene la carga ideológica general, la concepción que el primer gobierno socialista (con el ministro José María Maravall a la cabeza) tenía de la enseñanza pública y de los Centros educativos. En las líneas que definen el contenido de esta ley se ve ya con claridad algo que, después, habría de ser consagrado por la LOGSE: la irrupción de la pedagogía y la psicología en la médula de la enseñanza. En una palabra, el triunfo de un humanismo light que pretendía catalogar al humanismo clásico como algo antiguo, rancio, vinculado a tiempos oscuros. Algo que debía ser paulatinamente desterrado de los estudios generales, pues su sola presencia evitaba el progreso educativo. Más que esto, en realidad. Siguiendo con la tendencia, iniciada por la LGE, de "extender" los estudios obligatorios, la LOGSE reducía el bachillerato a dos años y extendía la llamada Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) hasta los dieciséis.
Así pues, los siete años del bachillerato del Plan de 1957 quedaban reducidos primero a cuatro en virtud de la aplicación de la LGE; después a dos, gracias a la entrada en vigor de la LOGSE. Además, esta ley borraba del mapa educativo español los Institutos de FP, pues, en virtud de los modernos conceptos psicológicos y pedagógicos, su mera existencia suponía un agravio al principal leitmotiv de la reforma: la enseñanza inclusiva. De paso, cambiaba la esencia de los Institutos de Bachillerato, acuñando un nuevo nombre, inclusivo, que pretendía ser un símbolo de la nueva situación: todos los Institutos serían, a partir de la entrada en vigor de la LOGSE, Institutos de Enseñaza Secundaria (IES).
Las consecuencias educativas de esta concepción psicologizada de la enseñanza han sido demoledoras, y espero poder explicarlas con calma en otro momento. Mas, en lo que respecta a las humanidades, tales consecuencias han resultado casi letales: la implantación de la LOGSE ha supuesto la desaparición del único curso obligatorio de latín, que ha sido convertido en una asignatura optativa para los alumnos de letras puras, igual que el griego. A cambio, la ley introducía una materia, también optativa, llamada Cultura Clásica, que se imparte en el segundo ciclo de la ESO.
No quiero extenderme más en los detalles. La reforma de la LOGSE se ha hecho, como la que propiciaba la LGE, a costa de dos asignaturas: el latín y el griego. Pero también a costa de algo más profundo, de secuelas más difíciles de prever: la introducción de una nueva concepción de las humanidades. Es en este punto donde quiero situar el meollo de mi razonamiento.

Humanismo y educación


En efecto, desde mediados de los años setenta del siglo XX, coincidiendo con la implantación de la LGE, los términos humanismo o humanidades han sido utilizados para designar contenidos bastante inespecíficos, que tienen muy poco que ver con lo que estas palabras habían significado hasta entonces. Más aún, la palabra humanismo nunca había tenido un sentido trivial, ni en su origen ni en su desarrollo posterior, que sirviera poco más que de etiqueta. Una etiqueta, por cierto, siempre lista para ser colgada de la definición de otras materias o conocimientos. Veamos qué quiero decir.
Desde siempre, la lengua griega ha sido, más que ninguna otra cosa, el soporte de una cultura cuyo carácter modéli­co, es decir, clásico, fue percibido desde muy pronto. Dos de los rasgos que hacen de la cultura griega un modelo universal son la παιδεία, paideía, ‘educación de los jóvenes’ y la φιλανθρωπία, filantropía, una palabra que significa literalmente 'amor por el ser humano', pero también ‘sentimientos humanitarios’, ‘benevolencia’. Estos dos conceptos habían sido claves en la enseñanza de las llamadas humanidades durante siglos, pues trascendieron muy pronto el ámbito de la cultura griega para hacerse, como todo lo clásico, universales.
Ciertamente, los ideales de la paideía y la filantropía fueron asumidos rápidamente por una cierta parte de la clase dirigente romana, de manera que el propio Cicerón los tomó como suyos y, entendiendo que eran realmente definitorios de la esencia cultural de los maestros griegos, los incluyó dentro del amplio significado de una hermosa palabra de la lengua latina: humanitas. Y así, gracias a Cicerón y a otros hombres cultos, Roma admitió que en los textos legados por los maestros griegos se encontraba la fuente de la verdadera educación o, al menos, la base de lo que ellos llamaron artes liberales, es decir, ‘las artes que hacen al hombre libre’ o ‘que son propias de los hombres libres’. Ésa es la razón por la que Horacio, el gran poeta del siglo I a. C., daba a los jóvenes este sabio consejo:
Vos exemplaria graeca, nocturna uersate manu, uersate diurna.
‘Vosotros, los modelos griegos, estudiadlos de noche; estudiadlos de día’. (Ars poética, 268)
Finalmente, esos modelos culturales y educacionales que se encerraban dentro del significado de las palabras paideía, filantropía y humanitas, fueron recogidos por los términos educación, humanida­des y humanismo en los siglos XVIII y XIX. De esta manera, la lengua griega, entendida como medio de acceso a la primera cultu­ra caracterizada por su atención y respeto al ser humano, y por su inclinación a transmitir mediante la educación una serie de ideales a las nuevas generaciones, se integraba en los estudios de bachillerato, junto con el latín, de una manera completa­mente natural. ¿Por qué razón?
El ideal de la antigua paideía griega era hacer a los jóvenes kaloì kaì agathoí, literalmente ‘hermosos y bue­nos’. El motivo era que los antiguos griegos consideraban que la educación integral debía guardar un equilibrio entre el cuerpo y el espíritu, pues sólo así podría conseguirse que los jóvenes fueran ‘buenos’ en un sentido moral y ético, y, a la vez, ‘hermosos’, en un sentido físico. Es el arquetipo que Juvenal tradujo con su famosísima frase mens sana in corpore sano (Sátiras, 10.356).
Es difícil imaginar un objetivo más hermoso para cualquier clase de educación. Tan difícil que, todavía hoy, estamos lejos de conseguirlo.
Sin embargo, deberíamos saber hoy que uno de los factores que contribuyen decisivamente a perfeccionar el espíritu humano es la educación. Pero no una educación entendida como un medio para procurar ventajas de un orden que podríamos llamar práctico, sino una educación entendida, funda­mentalmen­te, como estímulo y ayuda para el perfeccionamiento de las cualida­des naturales. Es en este sentido en el que confluyen la antigua paideía griega con la humani­tas ciceronia­na y es, también, éste el sentido con el que se entendió, hasta hace muy poco, el conjunto de disciplinas (científi­cas, históricas, artísti­cas y literarias) que contribuyen a hacer de la natura­leza humana algo moralmente selecto.
Ésta es la razón, y no otra, por la que, entre los muchos sentidos de la palabra humanitas, prevale­ció precisamente éste de educa­ción o instrucción. Justamente el que mejor se acomoda al término griego paideía.
Por lo que se refiere a nuestro país, en el siglo XVIII se intro­dujo, por in­fluencia de Fran­cia (que emplea­ba el término Humani­tés como sinónimo de estudios de letras, especialmente los estudios literarios), la utilización del término Humanidades para referir­se también a los estudios de letras, especialmente los de literatura griega y romana. Y, realmente, este significado se mantuvo, con algunos matices de detalle, hasta casi nuestros días.
Mas hoy, el término humanismo ha dejado de tener ese significado. Por decirlo claramente, la concepción del humanismo y de las humanidades que esbozaba la LGE y que desarrollaba con todas sus consecuencias la LOGSE, ha triunfado casi plenamente. Se ha impuesto, en efecto, una concepción vacía  del humanismo, según la cual es posible y recomendable la implantación en los sistemas educativos (y en toda la sociedad, por tanto) de unas humanidades modernas (psicología, economía, sociolo­gía, pedagogía, política...) sin la presencia de las humanidades clási­cas, o con una presencia puramente simbó­lica y residual.
Ésta es la tesis de la LOGSE, tan arraigada ya que, en los días en que escribo este artículo, me parece casi irreversible. En las aulas, en la calle y, lo que es mucho peor, en los despachos ministeriales en los que se decide la legislación educativa, se ha extendido la idea de que el latín y el griego representan un concepto de humanidades completamente superado, caduco. Se argumenta, además, afirmando que se trata de asignaturas inútiles que no contribuyen a modernizar los conocimientos de los alumnos ni se adaptan a las necesidades de un mundo como el de hoy.
En estas ideas se sustenta el hecho de que las sucesi­vas reformas de los estudios de bachillerato hayan comenzado por sacri­ficar el cultivo de las lenguas clásicas en aras de cierto tipo de rentabilidad teóricamente fundamentada en los profundos cambios que nuestra sociedad ha vivido y vive.
No niego estos cambios, pero sé muy bien la clase de sofisma que encierran, especialmente cuando se refieren a los sistemas educativos.

La conjura de los necios


La desaparición de los estudios de humanidades, entendidos como la clase de estudios que hacen libres a los hombres, ha sido el primer paso en el que se ha cimentado, a mi juicio, la situación en la que nos encontramos hoy. El ingenuo optimismo con el que algunas de las nuevas humanidades (la psicología y la pedagogía, especialmente) han afrontado los procesos educativos, han convertido las escuelas y los institutos en auténticas guarderías de adolescentes, donde los objetivos relacionados con el conocimiento, el rigor, el esfuerzo y el deseo de progresar han pasado a un segundo plano. Los alumnos de ESO pueden promocionar de curso casi a discreción, acumular asignaturas suspensas, desconocer los más elementales mecanismos de su propia lengua y despreciar el conocimiento como algo propio de seres extraños, de individuos raros que anteponen la responsabilidad y el estudio a la diversión.
De otra parte, los estudios de sociología y economía, alejados del concepto fundamental de la filantropía, es decir, del “amor por el ser humano” y de los “sentimientos humanitarios” han hecho florecer a expertos en estadísticas, a adivinos que pronostican un futuro basado en las cifras de sus encuestas, y, sobre todo, a un tipo emergente y triunfante de economista que puede soportar sin pestañear el drama de millones de parados pero que, en cambio, se aterroriza o se escandaliza ante un aumento de medio punto en la previsión de déficit.
El destierro de la filantropía del tronco central de la educación está produciendo, además, otro efecto verdaderamente deplorable. Algo, por otra parte, completamente inédito en la historia humana: el destierro de todo ámbito de decisión de personas con experiencia, de “viejos” que no son capaces de aplicar los criterios de las nuevas humanidades con la suficiente diligencia. Por todas partes florecen y medran auténticos necios que, armados con el atrevimiento que les proporciona su juventud y, especialmente, su ignorancia, desprecian a quienes, teñidos ya por las canas, pueden aportar una buena dosis de una medicina que ellos desconocen por completo: el conocimiento y la experiencia. Si se me permite el símil, Aquiles está expulsando de su tienda a Néstor, el anciano sabio que, irónicamente, habría de sobrevivirle.
En un mundo como el nuestro, Néstor hubiera sido ya objeto de un expediente de regulación de empleo, uno de esos famosos EREs en cuyo nombre muchas empresas que declaran beneficios (Telefónica, por ejemplo) expulsan del mundo del trabajo a personas cuyo único delito es tener más de cincuenta años (y a veces incluso menos). Nuestro mundo está gobernado por jóvenes sin experiencia y, a veces, por auténticos niñatos sin escrúpulos que actúan siguiendo el dictado que marcan las nuevas humanidades. Y muchos de ellos nos gobiernan desde despachos que no están dentro de los edificios gubernamentales.
Frente a esto ¿qué podemos hacer quienes fuimos educados en los ideales de la antigua filantropía? ¿Cómo podemos poner coto a los desmanes de estos jóvenes que en nombre de sus nuevos y despiadados dioses (mercados, euro, déficit, deuda soberana, prima de riesgo…) están a punto de hundir el mundo que hemos construido a lo largo de cientos de años? ¿Cómo hacerles entender que la libertad no forma parte de ningún código genético y que su única característica permanente es que puede perderse en apenas un instante, en un suspiro de la Historia? ¿Cómo hacer entender a estos gobernantes que se proclaman defensores de la libertad y de la democracia que están muy cerca de convertirse en auténticos liberticidas?
La desaparición del humanismo de nuestra educación y, por tanto, de nuestra sociedad, parece hoy imparable. De hecho, los postulados de la LOGSE y de la LOE (siglas de la Ley de Orgánica de la Educación, una especie de epítome de la propia LOGSE, aprobada en 2006) han llegado ya a la Universidad, donde los estudios de latín han sido barridos por completo de los Planes de Estudio de las carreras humanísticas, ¡incluida Filología Hispánica!
Las nuevas directrices derivadas del llamado Plan Bolonia, han introducido en los programas de Filología Hispánica remedos llamados "Latín para hispanistas" o "Cultura grecolatina". Un verdadero atropello a la razón, un insulto a todo resto de inteligencia. Los nuevos hispanistas, surgidos de las facultades adscritas al Plan Bolonia, pontificarán sobre la lengua española sin haber siquiera estudiado un solo curso de latín. Sin duda se trata de una indiscutible declaración de intenciones por parte de unos cuantos necios con poder, que se creen iluminados por la luz que desprende el llamado Espacio Europeo de Educación Superior. ¿Quién hubiera podido imaginar, hace apenas algunos años, la sucesión de atropellos que en todos los ámbitos están siendo perpetrados en nombre de la sagrada Europa?
En realidad, ésta es la razón que me ha llevado a abandonar la UNED, la universidad en la que he tenido, a lo largo de 27 años, algunos de los mejores alumnos de mi vida y en la que he sentido innumerables veces la extraordinaria satisfacción que produce la transmisión del conocimiento. La tristeza que siento hoy  no es fácil de expresar. Es una tristeza completa, nacida no del resentimiento, que nunca he tenido, sino de la reflexión y de la nostalgia. La reflexión sobre el mundo que estamos creando para nuestros hijos. La nostalgia de los días en que aprendí de profesores que eran auténticos sabios; la nostalgia de los días en que aprendí a admirar a mis profesores y me propuse la tarea de seguir, en la medida de mis posibilidades, algunos de sus pasos.
El modelo universitario de Bolonia es el producto final de esta conjura de necios que pretende crear otros necios dispuestos a aceptar las nuevas condiciones que impone este nuevo mundo. Un mundo nuevo, en efecto, regido por personas que desprecian la experiencia, el saber, el rigor y los planteamientos propios de la filantropía. Un mundo nuevo que, a fuerza de ignorar y despreciar sus orígenes, parece haber decidido prescindir, con el mayor de los desprecios, de la experiencia del pasado.
He intentado, en fin, exponer en este artículo un hecho que me parece fundamental para explicar lo que he dado en llamar “La conjura de los necios” y, en definitiva, “La amenaza de la democracia”. En los artículos que sucederán a éste iré desarrollando y relacionando las ideas que, a mi juicio, han llevado a nuestra sociedad (la española pero, también, la de los países occidentales en general), al punto en que se encuentra hoy.

5 comentarios:

Ángel Sepulcre dijo...

Como siempre enhorabuena por este texto y sobre todo enhorabuena por lo que en él nos dice.
Me duele su marcha de la UNED y en cierta manera la considero una victoria de esos "necios", a base de cansar a la gente valida como vd., a base de reformas inútiles apartan a los que les molestan y poco a poco implantan su forma de hacer y de llevar el mundo.

Tenemos que luchar para evitarlo y si es desde dentro mejor.

Bernardo Souvirón dijo...

Muchas gracias por tu enhorabuena. Yo también lamento haber dejado la UNED, no sabes hasta qué punto. Pero creo que ahora deben ser otros los que planteen la batalla. Un abrazo fuerte.

Fernando Garcia Serrano dijo...

El proceso de aculturizacion que describes por parte de los necios, no es inocente. Es lo que permite llegar adonde estamos.
Europa es Grecia y Roma. Pues bien, en Grecia y en Roma, han dado un Golpe de Estado, sustituyendo personas elegidas, por personas designadas, banqueros. Eso se llama Plutocracia y nadie ha salido a protestar.
Como siempre es la Lucha de Clases. Warren Buffet, segundo hombre mas rico de el mundo, lo ha dicho con total cinismo "la lucha de clases existe y la estamos ganando nosotros".
"A la calle que ya es hora". Yo no conozco otro camino.
Artículos como los tuyos, imprescindibles; son como lagrimas en la lluvia, de la ignoracia que promueve el sistema educativo, mas los medios de comunicación, en especial TV

Bernardo Souvirón dijo...

Estoy completamente de acuerdo con lo que dices. Al final, si las cosas siguen el camino que llevan, la tranquilidad, la siesta en que parecen haberse instalado los ciudadanos de Europa, acabará. Quizá la cita de Celaya que utilizas ("A la calle que ya es hora") sea la única solución que va quedando.

Perikles dijo...

Nos sumus tempora: quales sumus, talia sunt tempora.